Por Jorge Fernández Díaz |
Cristina sigue siendo el sol del sistema político argentino:
para bien o para mal, todos los otros planetas continúan girando a su
alrededor.
Pero este sol entró ayer en su inexorable crepúsculo y confirmó que
se pondrá definitivamente en diciembre próximo.
Cada vez que en su largo monólogo le tocó hablar del futuro,
lo hizo en primera persona ("el país que les dejo"), con advertencias
a quienes pueden dar marcha atrás con sus "logros" (deben ser
vigilados) y siempre con la tácita idea de que no dominará el próximo ciclo.
Tiene razón.
El cristinismo como administrador de la cosa pública termina
a fin de año, puesto que ningún heredero con chances electorales gobernará con
su estilo ni su ideología.
Ni siquiera Florencio Randazzo, un peronista tradicional que
se ha caracterizado por desembarazarse cruel y sistemáticamente de sus padrinos
políticos (Menem, Ruckauf, Duhalde, Solá) y cuyo modelo no dista demasiado del
formato que encarnan Daniel Scioli o Sergio Massa. Mucho menos Mauricio Macri,
que se muestra claramente en las antípodas.
Quien venga deberá pagar las cuentas de la bacanal
kirchnerista. El gran "mérito" de Cristina es haber diferido el pago
de su propia fiesta para no tomar "medidas impopulares": cualquiera
de los candidatos que están en carrera deberá oblar como un caballero esa
abultada hipoteca. Eso, en síntesis, quiere decir buscar crédito en el
exterior, corregir el déficit fiscal y el atraso cambiario, levantar el cepo,
salir del default y presentar un difícil programa para bajar paulatinamente la
inflación y salir de la recesión heredada.
La Presidenta se ahorrará todo ese costo político y desde la
vereda de enfrente levantará, como a ella tanto le gusta, el dedo acusador
contra los "conservadores", mientras ellos tratan de arreglar la empresa
insustentable que les tiró por la cabeza.
Cuando Cristina Kirchner da vuelta el axioma clásico y dice
que no es la economía, estúpidos, sino la política, no hace más que negar las
reglas fundamentales de una administración sana. La política es muy importante.
Pero tarde o temprano la economía toca a la puerta y exige un remedio. La
patrona de Balcarce 50 no puede suministrarlo porque como todo líder populista
quiere retirarse intocada, para regresar triunfante.
El "golpe
blando", ausente
Lo saliente, sin embargo, es que se esperaba de la
Presidenta una serie de iniciativas incendiarias. Y que más allá de ciertos
pasajes hostiles no redobló la apuesta ni se chavizó durante su último discurso
frente a la Asamblea Legislativa. Incluso durante algunos momentos hizo
esfuerzos por mostrarse hasta razonable y democrática, respetuosa de la
oposición y de las normas: fue por un instante la legisladora que ha sido y
que, tal vez, vuelva a ser en breve.
Eligió imaginariamente, para su despedida, a Bachelet y no a
Maduro. Tal vez porque se tomó antes de la sesión varias grageas, no de
Rivotril sino del ansiolítico Rafecas. Es verdad que agredió a los jueces y
fiscales, y al supuesto "Partido Judicial" (que no es Justicia
Legítima), pero al menos no blandió en el Congreso el disparatado concepto del
"golpe blando".
El termostato descendió bruscamente varios grados en los
últimos días. Y cuando baja, propios y extraños respiran, aliviados. Habrá que
ver, obviamente, qué correlato tiene esta súbita "democratización de
Cristina" en el día a día de su retirada.
Su soliloquio fue autocelebratorio e ignoró la estanflación,
la inseguridad, la corrupción y el avance del narcotráfico. Hizo gala, como
contrapartida, de éxitos innegables de la gestión kirchnerista, sobre todo si
se los compara con el fondo del pozo de los argentinos: el año 2002. Pero los
mezcló siempre con la contabilidad creativa (una marca de fábrica) y con la
interpretación fantasiosa o directamente apócrifa de hechos, cifras y datos.
Practicó con los reconocimientos internacionales (por
ejemplo, el Banco Mundial) el mismo truco que utiliza con los jueces: si opinan
a favor son resaltables; si lo hacen en contra son corporativos o golpistas.
Perdió la línea sólo en dos ocasiones: cuando defendió el
Memorándum de Entendimiento con los iraníes y descalificó a Nisman, y cuando
insultó a los que critican sus acuerdos con China. Le duele mucho que esas dos
decisiones estratégicas hayan sido tan cuestionadas.
En el primer caso, no hubo sorpresas: siguió ametrallando al
muerto y reivindicando su propia historia de reclamos por la AMIA, soslayando
que no está en juego y nadie ha cuestionado este loable raid sino el sospechoso
giro de 180 grados que realizó el Gobierno con el régimen antisemita de Irán.
En el segundo caso, defendió enfáticamente la posibilidad de
que la Argentina haga negocios con los chinos: nadie objeta que esto ocurra; lo
que se le recrimina es que se les hayan realizado insólitas concesiones.
Al finalizar, abordó el Cristinamóvil y saludó a sus
incondicionales. La contramarcha organizada por el kirchnerismo fue nutrida,
pero ni por asomo estuvo cerca del multitudinario 18-F. Utilizaron todo el
aparato estatal (nacional, provincial y municipal) para movilizar y resultó
mayoritariamente una concentración de militantes. Bajo los paraguas, en cambio,
había miles de espontáneos, y aquella protesta tuvo multitudinarias réplicas en
muchas ciudades.
Si un extranjero viera las dos postales, llegaría fácilmente
a la conclusión de que ayer marchaban los soldados del poder, y que bajo el
diluvio tropical caminaron su dolor los ciudadanos inermes, la fiel infantería
de la democracia.
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