Por Jorge Fernández Díaz |
El célebre socialista francés Guy Mollet decía que la
coalición es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que te
salgan callos. A la dirigencia argentina le convendría ir desempolvando los
manuales de uso de las grandes alianzas políticas, puesto que a una autocracia
personalista de doce años le seguirá inevitablemente una coalición, y no me
refiero sólo al acuerdo que firmaron macristas y radicales, o que intenta el
massismo con espíritu transversal.
El mismísimo Frente para la Victoria tendrá
esas inquietantes características: es cada vez más notorio que esa fuerza ya no
es un partido sino dos, y que existen más diferencias drásticas e
irreconciliables entre el peronismo clásico y el cristinismo que entre los
miembros de cualquier otra asociación política.
Nadie desmintió todavía las discretas pero cruciales
gestiones que el estadista naranja habría hecho en tribunales para aliviar la
situación judicial de la Presidenta. En todo caso mientras lo hacía, dos
habituales voceros de ella se dedicaban a demolerlo sin agradecimiento ni
contemplaciones. Bastó con que Insaurralde se embanderara con Scioli y fuera
postulado implícitamente como su virtual candidato a gobernador para que Carlos
Kunkel saliera a destruir al esposo de Jesica Cirio: le dicen "bombón
chupado -dijo, porque no lo quiere agarrar nadie". A la eventual primera
dama de la gobernación bonaerense Kunkel ya la había llamado
"bataclana". La otra portavoz cristinista, Hebe de Bonafini, pegó
sobre caliente, vinculó a Scioli con la dictadura militar y dijo que la
provincia estaba "hecha moco". La respuesta rápida del motonauta fue
resaltar la "coherencia" que existía en el oficialismo: "Del
otro lado está la incertidumbre de una alianza que ya mostró diferencias".
Existen, en verdad, menos desavenencias entre el sciolismo y
los dos principales candidatos de la oposición que entre el propio Scioli y el
neocamporismo al acecho. El partido naranja y sus aliados sintonizan con los
deseos del papa Francisco: justicia social con institucionalismo y diálogo. El
partido de Cristina intenta reemplazar para siempre al peronismo tradicional
por este populismo de nueva generación que detesta el consenso y el
republicanismo, y que se planta como un dispositivo de antagonismos permanentes.
El partido de poder versus el partido ideológico. El pragmatismo versus la
marcha inflexible. El agua y el aceite. Una confluencia que hasta ahora fue
posible en tanto que el primero aceptó mansamente ser conducido por el segundo,
que tenía en sus manos la caja. El problema se suscitará cuando la chequera
cambie de manos: ¿aceptará el cristinismo ser entonces conducido por quien
representa su antítesis? Habría que dibujar un escenario hipotético: Scioli es
ungido presidente, Kicillof se transforma en su vice y Cristina actúa como la
gran custodia del modelo. ¿Aguantarán en silencio los jerarcas del cristinismo
que el nuevo jefe pida créditos internacionales, levante el cepo, arregle con
los holdouts, baje las retenciones al campo y lance un programa contra la
inflación? Todos esos son los objetivos reales que planea el ajedrecista de La
Plata para sacar a la Argentina del pantano. En esa estrategia, que no se aleja
demasiado de las que articulan Massa o Macri, quedarían implícitos los errores
de la anterior gestión y la modificación del rumbo. ¿Cuánta capacidad de
digestión tendrá la Nueva Máquina de Tragar Sapos? Hay quienes piensan
erróneamente que los neocamporistas se transformarán en mercenarios y aceptarán
lo que venga. El kirchnerismo se concibe a sí mismo, no obstante, como una
épica ortodoxa, considera que su camino es irreversible y traduce el mínimo
cambio como un giro hacia el conservadurismo y como una alta traición. Su
umbral de tolerancia es bajísimo. El Frente para la Victoria será en definitiva
una coalición pegada con saliva entre dos enemigos íntimos que se verán
obligados a dormir juntos. De la Rúa tuvo menos enfrentamientos internos: el
frepasismo y el alfonsinismo eran niños anestesiados con Rivotril al lado de la
intemperancia adrenalínica de La Cámpora. El justicialismo no presentaba
desacuerdos tan severos desde 1974, y aquel engendro no terminó nada bien. Los
tiempos que corren no son ni por asomo tan violentos ni dogmáticos, pero la
grieta interna parece tan honda que coloca al peronismo al borde de una nueva
experiencia histórica: presentar un proyecto alejado del verticalismo unánime y
por lo tanto exponerse a una dudosa gobernabilidad. Así como el desafío de la
prensa durante el menemato fue denunciar sus corruptelas y transgresiones, y
durante la "década ganada" consistió en desenmascarar las mentiras de
su relato, es muy posible que si triunfara esta coalición artificial el
periodismo se viera obligado a narrar los continuos combates más o menos
intestinos que la caracterizarán de un modo rotundo y alarmante. Por lo menos
hasta que un partido domine completamente al otro.
Un involuntario protagonista de esta semana, el hombre en la
mira del Gobierno por ser la locomotora de una huelga que de no mediar una
negociación de último momento podría paralizar el país el próximo martes,
expuso crudamente las diferencias insalvables que se cocinan a fuego lento en
la alianza de poder. Roberto Fernández, secretario general de la UTA y miembro
de la CGT oficial, se despegó del kirchnerismo acusándolo de no ser
verdaderamente peronista. "Ellos creen en los planes sociales, nosotros en
el trabajo", dijo para marcar la divisoria de aguas. Más allá de que el
gran truco de la oligarquía peronista consiste en presentar cíclicamente un
purismo que jamás tuvo el movimiento de Perón, con el propósito evidente de
despegarse de lo anterior y abrazarse a lo nuevo, no le falta algo de razón a
Fernández. Que pone el dedo en la llaga. Estos días se reveló un dato decisivo,
que los kirchneristas celebran cuando deberían llorar: ocho millones de
personas reciben planes sociales en la Argentina. Una medida para la emergencia
se transformó así en algo crónico y falsamente virtuoso. Después de doce años
con presunto desarrollo productivo, resulta que millones de argentinos no
pueden sobrevivir sin esa muleta. La mitad de la población, a la vez, gana
menos de 5500 pesos mensuales: con razón el ministro de Economía no puede
informar sobre la cantidad de pobres y anda ocupando la cadena nacional en
vender heladeras, lavarropas y garrafas. A todo esto debe añadirse que durante
la gloriosa era de los Kirchner aumentó un 70 por ciento el empleo público,
mientras que el privado quedó muy atrás (apenas 22%). Las dádivas y el conchabo
estatal les permiten hablar de un país inclusivo y un fortalecimiento del
Estado. Pero la administración pública, caracterizada por su ineficiencia y
venalidad, no creció: se volvió obesa por la llegada de agentes de bajísimos
ingresos, ñoquis de la política y militantes con salarios formidables. Eso sí,
los nuevos actores sociales son público cautivo de los que mandan. Que no
parecen muy interesados en que la gente crezca y progrese, sino en que se
mantenga dependiente y agradecida.
Los socios incómodos de Cristina aseveran que el peronismo
es otra cosa. Y sus declaraciones prenuncian tormentas conyugales en una
coalición inestable con dos líderes y dos concepciones completamente distintas.
Dos partidos obligados a quererse a pesar de que se desprecian.
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