Por Alberto Salcedo Ramos (*) |
Desde arriba del puente peatonal veo la avenida
congestionada: tres taxis adelante, un camión de carga detrás, un campero más
allá. Carros, carros y más carros.
Carros sucios, limpios, nuevos, destartalados. Desde mi
posición solo veo sus techos, pero hace un ratito, cuando todavía no me había
encaramado en este puente, curiosee el interior de varios.
Me llamó la atención
que algunos solo estuvieran ocupados por los conductores, a pesar de que tenían
capacidad para más personas.
Pensé en cómo los seres humanos, por el mal uso que les
damos a los vehículos, saturamos el espacio público y malgastamos las horas. En
estos tiempos pretendemos hacerlo todo en nuestros automóviles.
“Algo anda mal”, dice el comediante Bill Nye, “en una
sociedad que va al gimnasio en coche para montar en una bicicleta estática”.
La relación del hombre contemporáneo con el carro es
patética: muchos lo adquieren, simplemente, para sentirse de mejor estatus;
otros lo utilizan para hacer diligencias a pocas cuadras de sus casas. El
carro, aparte de atorar las ciudades, nos va volviendo cada vez más inútiles.
Tiene razón el poeta Nicanor Parra cuando advierte que “el
automóvil es una silla de ruedas”.
El semáforo ha cambiado dos veces y, sin embargo, la
caravana no fluye.
Estoy en Bogotá pero podría escribir un texto igual en
Ciudad de México, o en Caracas, o en muchas otras ciudades latinoamericanas.
Hoy los automóviles que colman nuestras avenidas no avanzan: se estorban entre
sí. Esto sucede porque los carros se multiplican minuto a minuto, mientras las
vías son las mismas de hace décadas.
Hasta la primera mitad del siglo pasado el automóvil era un
lujo de las élites. Después se masificó de una manera demencial.
Wardsauto, organización que mide el impacto del sector
automotriz, hace encuestas periódicas para determinar el incremento de
automóviles. Las cifras más recientes son alarmantes: en el mundo circulan
actualmente 1.327 billones de automotores, es decir, uno por cada seis
habitantes.
Cae la noche, desciendo del puente peatonal. A esta hora los
habitantes van retornando a sus casas y, por tanto, la congestión es mayor. En
el uso del carro somos lo mismo que en el resto de nuestras vidas:
individualistas, caóticos, mezquinos.
Primero compramos el automóvil sin medir las consecuencias
de tal decisión. Después, sin detenernos a pensar que simplemente hemos ayudado
a agravar el infarto vial, empezamos a conducir como locos para zafarnos de la
congestión y dejarles el problema a los otros. Al final siempre culpamos al
alcalde de turno, tanto si nos restringe el uso del vehículo como si deja de
hacerlo.
Dos transeúntes desharrapados me miran con insistencia.
¡Cuánto lamento ahora no estar dentro de alguno de esos carros! Entonces
comprendo que, tristemente, en nuestras ciudades peligrosas el carro no nos
sirve para andar fluidamente, pero al menos nos blinda.
Inesperadamente, los sospechosos se marchan. Yo decido
regresar a casa para manejar mi bicicleta estática. No me llevará a ninguna
parte, pero en ella estaré a salvo de esta congestión infernal.
(*) Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, 1963). Considerado uno
de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos, forma parte del grupo
Nuevos Cronistas de Indias. Sus crónicas han aparecido en diversas revistas,
tales como SoHo, El Malpensante y Arcadia (Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja
(México), Etiqueta Negra (Perú), Ecos (Alemania), Courrier International
(Francia), Internazionale (Italia), Marcapasos y Plátano Verde (Venezuela), y
Diners (Ecuador), entre otras. Algunas de sus crónicas han sido traducidas al
inglés, al francés, al griego, al italiano y al alemán.
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