domingo, 8 de marzo de 2015

Comenzó la transición en la Argentina

Por Jorge Fernández Díaz
El joven profesor de Berkeley llegó puntual a su inesperada cita en Puerta de Hierro. Corría el año 1968, venía recomendado por un amigo común de Perón y de pronto le franqueaba el paso aquel desconocido llamado José López Rega. El profesor era ya un relevante politólogo de fama internacional y también se llamaba José, pero todo el mundo le decía Pepe. Lopecito condujo a Pepe Nun hasta el pequeño despacho con vista al jardín. 

El General lo recibió sonriente y obsequioso, y rápidamente intentó saber cuál era la ideología de su visitante. Como el profesor trabajaba en una universidad norteamericana, Perón le advirtió que había tenido problemas específicamente "con Braden y con algunos otros avivados", pero que él, en realidad, admiraba muchísimo a los Estados Unidos. En cuanto Nun comenzó a hablar, Perón advirtió que era un intelectual de izquierda, por lo que le mostró una foto dedicada de Mao y a continuación le ofreció un habano Montecristo traído de Cuba. Fumaron juntos varias horas, hablando sobre los efectos del capitalismo, y en un momento el líder justicialista le reveló su secreto para gobernar: "Es muy simple, yo hablaba a lo largo del día con siete u ocho personas. La gracia consistía en que no se dieran cuenta de que las estaba consultando. A la tardecita tenía en mi cabeza todas esas opiniones, y entonces yo tomaba la decisión".

El secreto develado resultaría un tanto obvio si no fuera porque su actual discípula se caracteriza precisamente por contradecir el modus operandi del gran maestro. Cristina Kirchner practica la endogamia y una reconocida soledad a la hora de resolver temas cruciales para los argentinos. Asuntos que únicamente consulta con tres o cuatro fieles incapaces de contradecirla, y que luego impone de manera inflexible a través de las obediencias debidas y las mayorías automáticas. Muchos de sus ministros se enteran de estas medidas por los diarios, y no existe el mínimo debate de fondo en el Frente para la Victoria, para cuyos dirigentes es indudable la infalibilidad papal de Cristina. Muchas cosas agonizan en la Argentina, y acaso una de ellas sea esta forma reconcentrada y personalísima de gobernar un país cada vez más vasto, complejo y heterogéneo. Tal vez la lección histórica que deje el polémico Memorando de Entendimiento no esté vinculada a los vaivenes judiciales de coyuntura ni al impacto global del caso, sino a la evidencia de cómo esa modalidad narcisista de resolver cuestiones graves de Estado encuentra su límite y termina tarde o temprano siendo un búmeran, una ruleta rusa, una trampa mortal para el propio gobernante.

Hay un ejercicio de buena fe que demuestra el fracaso de esa metodología anticuada. Hagamos una concesión a los hechos conocidos: supongamos por un momento que la Presidenta es inocente de todo. Que no tenía otro objetivo más que dar un paso en el esclarecimiento de la causa AMIA, y que sólo intentaba retirarse con esa lujosa medalla en el pecho. Y también imaginemos que salvo los atroces hostigamientos mediáticos desplegados contra su acusador judicial, el Gobierno no está involucrado activamente en la muerte de Nisman. Aun en esa doble meseta benevolente, los resultados demuestran que imponer sin escuchar- el acuerdo con el régimen más antisemita de Irán fue una pésima ocurrencia, y que la estrategia pergeñada entre cuatro paredes para enfrentar las fuertes sospechas por la muerte del fiscal fue verdaderamente catastrófica. La era del caudillo encapsulado parece encontrarse en su atardecer. Los sociólogos muestran, en ese sentido, que hay agazapado en la gente un deseo de cambio, y que la violencia verbal pasó de molestia a franco hartazgo. El cristinismo seguirá siendo, seguramente, un proyecto respetable después de diciembre, pero no es menos cierto que quienes aspiran incluso a contenerlo ya no ejecutarán sus mismos trucos ni adoptarán su mismo temperamento. En su calculado discurso ante la Legislatura, el gobernador bonaerense puso negro sobre blanco esta diferencia al decir dos frases que pasaron inadvertidas y que habrán provocado escozor en la Casa Rosada. Scioli desechó la reivindicación de otro Perón que no fuera el que se abrazó con Balbín: "Cuando el peronismo y el radicalismo antepusieron la patria a sus diferencias, nos dijeron que todos los argentinos nos abracemos". Y luego apuntó contra la táctica permanente del antagonismo y la división: "Necesitamos unirnos en el interés común de nuestra gente -añadió. Y si es necesario, perdonarnos". En los campamentos de la oposición, admiten que esas palabras eficientes responden a un creciente pero todavía callado requerimiento de la población. Perdonarnos, bajar el tono de la discordia, unificar a los compatriotas y sacar juntos el país adelante, para ponerlo en los términos populares que se recogen en las encuestas.

Hay dos hitos innegables, uno de carácter temporal y el otro de índole sociológica: esta semana comenzó la transición política en la Argentina, y la sociedad está mostrando una metamorfosis que incluso muchos opositores no terminan de digerir. No se podrá conducir el próximo país con el espejo retrovisor: ni populismo clásico ni neoliberalismo. Las tradiciones políticas chocan con el espíritu heterodoxo y abierto de las nuevas generaciones: los objetivos antes que las ideologías, el resultado más que el símbolo; egos más sanos y líderes menos teatrales y dramáticos. El 64% de la sociedad requiere un cambio importante; ese guarismo subió cerca de 20 puntos en los últimos cuatro meses. Se registra un cierto optimismo, debido básicamente a dos razones: se alejó la sensación de colapso económico que flotaba hace seis meses y avanza la impresión de que sobreviene después de los comicios una etapa nueva y positiva. Para elegir a su candidato, el 80% de los argentinos no considera relevante que éste sea más o menos cercano a la Presidenta de la Nación: el kirchnerismo y el antikirchnerismo son expresiones estruendosas, pero irrelevantes desde el punto de vista electoral.

La gran dama está sentada sobre la caja y, por lo tanto, sigue siendo influyente. Pero dejó de ser determinante. La oferta no produce la demanda, sino al revés; los dirigentes lideran, pero no definen, sólo cabalgan la ola de la historia. Y se nota que las mareas están modificando su dirección e intensidad, y que va terminando el post 2001: ya no será lícito referenciar todo a esa debacle y a los traumas que quedaron atrás. Ahora sobrevuela una exigencia mayor. Que se agregue valor a lo conseguido, que se regularice sin prejuicios toda situación anormal y que ya no se busque acomodar los hechos a la teoría. No se sabe todavía quién encarnará mejor esa aspiración, y dependerá en qué proporción y con qué matices los ciudadanos elijan entre cambio y continuidad. Pero Cristina Kirchner, que alguna vez supo sintetizar los deseos de la mayoría, constituye hoy su antítesis más perfecta. "Para poder gobernar, es menester no aferrarse siempre a la propia voluntad, no hacerles hacer siempre a los demás lo que uno quiere, sin permitir que cada uno pueda hacer también una parte de lo que desea -aconsejaba Perón. Cuando un conductor cree que ha llegado a ser un enviado de Dios, comienza a perderse. Abusa de su autoridad y de su poder; no respeta a los hombres y desprecia al pueblo." Las lecciones de Puerta de Hierro, como verán, se ahogan todos los días en Puerto Madero.

© La Nación

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