Por Jorge Fernández Díaz |
El joven profesor de Berkeley llegó puntual a su inesperada
cita en Puerta de Hierro. Corría el año 1968, venía recomendado por un amigo
común de Perón y de pronto le franqueaba el paso aquel desconocido llamado José
López Rega. El profesor era ya un relevante politólogo de fama internacional y
también se llamaba José, pero todo el mundo le decía Pepe. Lopecito condujo a
Pepe Nun hasta el pequeño despacho con vista al jardín.
El General lo recibió
sonriente y obsequioso, y rápidamente intentó saber cuál era la ideología de su
visitante. Como el profesor trabajaba en una universidad norteamericana, Perón
le advirtió que había tenido problemas específicamente "con Braden y con
algunos otros avivados", pero que él, en realidad, admiraba muchísimo a los
Estados Unidos. En cuanto Nun comenzó a hablar, Perón advirtió que era un
intelectual de izquierda, por lo que le mostró una foto dedicada de Mao y a
continuación le ofreció un habano Montecristo traído de Cuba. Fumaron juntos
varias horas, hablando sobre los efectos del capitalismo, y en un momento el
líder justicialista le reveló su secreto para gobernar: "Es muy simple, yo
hablaba a lo largo del día con siete u ocho personas. La gracia consistía en
que no se dieran cuenta de que las estaba consultando. A la tardecita tenía en
mi cabeza todas esas opiniones, y entonces yo tomaba la decisión".
El secreto develado resultaría un tanto obvio si no fuera
porque su actual discípula se caracteriza precisamente por contradecir el modus
operandi del gran maestro. Cristina Kirchner practica la endogamia y una
reconocida soledad a la hora de resolver temas cruciales para los argentinos.
Asuntos que únicamente consulta con tres o cuatro fieles incapaces de
contradecirla, y que luego impone de manera inflexible a través de las
obediencias debidas y las mayorías automáticas. Muchos de sus ministros se
enteran de estas medidas por los diarios, y no existe el mínimo debate de fondo
en el Frente para la Victoria, para cuyos dirigentes es indudable la
infalibilidad papal de Cristina. Muchas cosas agonizan en la Argentina, y acaso
una de ellas sea esta forma reconcentrada y personalísima de gobernar un país
cada vez más vasto, complejo y heterogéneo. Tal vez la lección histórica que
deje el polémico Memorando de Entendimiento no esté vinculada a los vaivenes
judiciales de coyuntura ni al impacto global del caso, sino a la evidencia de
cómo esa modalidad narcisista de resolver cuestiones graves de Estado encuentra
su límite y termina tarde o temprano siendo un búmeran, una ruleta rusa, una
trampa mortal para el propio gobernante.
Hay un ejercicio de buena fe que demuestra el fracaso de esa
metodología anticuada. Hagamos una concesión a los hechos conocidos: supongamos
por un momento que la Presidenta es inocente de todo. Que no tenía otro
objetivo más que dar un paso en el esclarecimiento de la causa AMIA, y que sólo
intentaba retirarse con esa lujosa medalla en el pecho. Y también imaginemos
que salvo los atroces hostigamientos mediáticos desplegados contra su acusador
judicial, el Gobierno no está involucrado activamente en la muerte de Nisman.
Aun en esa doble meseta benevolente, los resultados demuestran que imponer sin
escuchar- el acuerdo con el régimen más antisemita de Irán fue una pésima
ocurrencia, y que la estrategia pergeñada entre cuatro paredes para enfrentar
las fuertes sospechas por la muerte del fiscal fue verdaderamente catastrófica.
La era del caudillo encapsulado parece encontrarse en su atardecer. Los
sociólogos muestran, en ese sentido, que hay agazapado en la gente un deseo de
cambio, y que la violencia verbal pasó de molestia a franco hartazgo. El
cristinismo seguirá siendo, seguramente, un proyecto respetable después de
diciembre, pero no es menos cierto que quienes aspiran incluso a contenerlo ya
no ejecutarán sus mismos trucos ni adoptarán su mismo temperamento. En su
calculado discurso ante la Legislatura, el gobernador bonaerense puso negro
sobre blanco esta diferencia al decir dos frases que pasaron inadvertidas y que
habrán provocado escozor en la Casa Rosada. Scioli desechó la reivindicación de
otro Perón que no fuera el que se abrazó con Balbín: "Cuando el peronismo
y el radicalismo antepusieron la patria a sus diferencias, nos dijeron que
todos los argentinos nos abracemos". Y luego apuntó contra la táctica permanente
del antagonismo y la división: "Necesitamos unirnos en el interés común de
nuestra gente -añadió. Y si es necesario, perdonarnos". En los campamentos
de la oposición, admiten que esas palabras eficientes responden a un creciente
pero todavía callado requerimiento de la población. Perdonarnos, bajar el tono
de la discordia, unificar a los compatriotas y sacar juntos el país adelante,
para ponerlo en los términos populares que se recogen en las encuestas.
Hay dos hitos innegables, uno de carácter temporal y el otro
de índole sociológica: esta semana comenzó la transición política en la
Argentina, y la sociedad está mostrando una metamorfosis que incluso muchos
opositores no terminan de digerir. No se podrá conducir el próximo país con el
espejo retrovisor: ni populismo clásico ni neoliberalismo. Las tradiciones
políticas chocan con el espíritu heterodoxo y abierto de las nuevas
generaciones: los objetivos antes que las ideologías, el resultado más que el
símbolo; egos más sanos y líderes menos teatrales y dramáticos. El 64% de la
sociedad requiere un cambio importante; ese guarismo subió cerca de 20 puntos
en los últimos cuatro meses. Se registra un cierto optimismo, debido
básicamente a dos razones: se alejó la sensación de colapso económico que flotaba
hace seis meses y avanza la impresión de que sobreviene después de los comicios
una etapa nueva y positiva. Para elegir a su candidato, el 80% de los
argentinos no considera relevante que éste sea más o menos cercano a la
Presidenta de la Nación: el kirchnerismo y el antikirchnerismo son expresiones
estruendosas, pero irrelevantes desde el punto de vista electoral.
La gran dama está sentada sobre la caja y, por lo tanto,
sigue siendo influyente. Pero dejó de ser determinante. La oferta no produce la
demanda, sino al revés; los dirigentes lideran, pero no definen, sólo cabalgan
la ola de la historia. Y se nota que las mareas están modificando su dirección
e intensidad, y que va terminando el post 2001: ya no será lícito referenciar
todo a esa debacle y a los traumas que quedaron atrás. Ahora sobrevuela una
exigencia mayor. Que se agregue valor a lo conseguido, que se regularice sin
prejuicios toda situación anormal y que ya no se busque acomodar los hechos a
la teoría. No se sabe todavía quién encarnará mejor esa aspiración, y dependerá
en qué proporción y con qué matices los ciudadanos elijan entre cambio y
continuidad. Pero Cristina Kirchner, que alguna vez supo sintetizar los deseos
de la mayoría, constituye hoy su antítesis más perfecta. "Para poder gobernar,
es menester no aferrarse siempre a la propia voluntad, no hacerles hacer
siempre a los demás lo que uno quiere, sin permitir que cada uno pueda hacer
también una parte de lo que desea -aconsejaba Perón. Cuando un conductor cree
que ha llegado a ser un enviado de Dios, comienza a perderse. Abusa de su
autoridad y de su poder; no respeta a los hombres y desprecia al pueblo."
Las lecciones de Puerta de Hierro, como verán, se ahogan todos los días en
Puerto Madero.
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