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Por Manuel Vicent |
Si tu casa está ardiendo, sal de ella corriendo sin
preguntarte qué pasa fuera. No importa si en la calle llueve, hace frío o calor
o está plagada de enemigos. Lárgate antes de que se derrumbe el techo sobre tu
cabeza.
Esta parábola que Buda explicó a sus discípulos bajo una
higuera le sirve hoy a cualquier ciudadano que sienta que su mundo se está
viniendo abajo.
La casa en llamas es ahora este Gobierno y este Parlamento
servidos por un cúmulo de políticos mafiosos, estúpidos o mediocres; son las
instituciones del Estado podridas hasta la raíz por la corrupción; es la propia
asfixia ante el desplome de los valores morales o estéticos que a uno lo
sustentaban.
No hay forma de mirar hacia alguna parte de la casa que no
veas cómo avanzan las llamas hasta tu estancia secreta. Huye, huye, no importa
adónde.
En la calle encontrarás a muchos amigos que también tratan
de salvarse del incendio.
Cada cual tiene su fórmula. Uno ya no compra ningún
periódico, solo lee a Catulo y a Montaigne, trata de regenerarse escuchando a
Mozart y a Schubert. Otro presume de ver solo documentales de monos y
cocodrilos del segundo canal porque en ellos encuentra lo más profundo del ser
humano.
Otro no escucha la radio ni lee libros, solo sigue algunas
series famosas de televisión y ve cine negro, porque en estas viejas películas
de gánsteres puede comprobar que los diálogos de Albert Anastasia, Dillinger o
Lucky Luciano, que se producen en cualquier garito de Chicago con un whisky en
la mano y un revólver en el sobaco son piezas maestras de alta literatura comparada
con la garrulería grabada entre el comisario Villarejo y el político González,
dos mafiosos ratoneros de cuarta, tomando un café con porras en la pastelería
La Mallorquina.
Sálvese quien pueda, es la consigna general. Huye, amigo,
dice Buda. Está ardiendo la casa.
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