Por Jorge Fernández Díaz |
"Que no importen las críticas -les dijo el viernes a
sus militantes. La historia tiene otros tiempos." La inminencia del otoño
la encontró bien abrigada en El Calafate, donde retomó su melancolía serial.
Son señales más o menos inconscientes de que está procesando el duelo. En pocos
meses más, Cristina Kirchner ya no manejará personalmente la caja ni podrá
seguir escribiendo a su gusto el relato.
Y estos consejos para sus
incondicionales son, en realidad, el mantra que se repite a sí misma: cuando
nos vayamos podrán contarles a los argentinos cualquier barbaridad sobre
nosotros, pero el pueblo no nos olvidará. Sospecha que bajo una nueva e
inexorable narración que propios o extraños establecerán después de asumir, ya
sin los fondos a mano que disciplinen ni los carpetazos mediáticos que
desacrediten a cualquier disidente, sin el miedo galvanizante que ha producido
y con el que logra todavía acallar réplicas y reparos, ella se volverá más
vulnerable. Principalmente, porque se pondrá de moda en la Argentina criticar
el mal desempeño del cristinismo y su herencia dislocada. No hay blindaje
posible frente a esa tormenta otoñal: es tristemente argentino el valiente de
última hora y hacer leña del árbol caído. Sin embargo, no deberían subestimar a
la gran dama. Así como logró no pagar su propia fiesta y diferir los malos
tragos para que ahora los beban venenosamente sus sucesores (un enorme éxito
táctico que realiza a costa de la economía nacional), tal vez consiga con su
incansable invectiva presionar a los nuevos relatores de la política. Para eso
y para ser la jefa de la oposición trabaja día y noche, canjeando fondos del
Presupuesto Nacional por lugares en las listas del Frente para la Victoria, y
tratando de pertrechar a sus delatores de periodistas en maquinarias mediáticas
que la sigan defendiendo. Su imagen mejoró después de las amarguras financieras
del año pasado y del sacudón del caso Nisman, y se le debe reconocer a la
Presidenta una gran habilidad para seguir adelante en la penumbra de su
atardecer. Como un killer de novela negra, ella retrocede disparando.
Su discurso del viernes transitó, a su vez, por la idea
paternalista y prejuiciosa de que la gente se deja engañar por el periodismo.
Aludió específicamente a una experiencia de los encuestadores: cuando a un
ciudadano le preguntan cómo marcha el país, éste responde de manera negativa;
cuando lo interrogan sobre su situación personal, asegura que a él
específicamente le va bien. Esta aparente contradicción le parece a la patrona
de Balcarce 50 una prueba irrefutable de cómo los medios lavan los cerebros de
las personas, tanto que son capaces de hacerlas votar en contra de sus
intereses. Una vez más Cristina apuesta a su formato clásico: una elite (ahora
La Cámpora) que maneje el Estado a discreción y, en paralelo, millones de
apolíticos que les deleguen mansamente el poder y sigan confinados en su gozosa
e inofensiva esfera privada. Esa praxis incentiva la idea conservadora y poco
cívica de que el pueblo debe concentrarse en su bolsillo y hacer oídos sordos a
corrupciones, irregularidades, magnicidios y otros estropicios de la
democracia. El movimiento que venía a defender la política termina defendiendo
la antipolítica y el conformismo individualista, así como el gran luchador
contra los monopolios busca todo el tiempo imponer el monopolio de un partido
único en la Argentina. Creer, sin embargo, que la estrategia de Cristina no da
en el blanco puede implicar una visión inocente y demagógica de la sociedad,
que fue quebrada como nunca por sucesivas experiencias y especialmente por el
crac existencial de 2001. La Presidenta le habla a la mayor fuerza política del
país: la Agrupación Consumir y Zafar. Que ella se ha ocupado de hacer adicta al
consumo instantáneo en detrimento del ahorro virtuoso.
Los sociólogos que vienen estudiando el comportamiento de la
opinión pública en relación con los distintos escándalos protagonizados por
funcionarios nacionales refieren con aterrada admiración cuán efectivo ha
resultado el infame truco de salpicar a los demás para relativizar las
múltiples manchas del Gobierno. El índice de desconfianza en la Argentina es
indiscriminado y muy fuerte, y en muchas ocasiones, el oficialismo se salió con
la suya al prender el ventilador. Tratar de convertir a Nisman en un amoral y
en un corrupto relativizó la amoralidad y la corrupción oficial. Ensuciar ha
sido una de las más firmes políticas de Estado de la larga década espiada y del
gobierno de los servicios. Cuando Nisman apareció muerto, la imagen
presidencial cayó casi veinte puntos en la zona metropolitana, y apenas dos en
el conurbano. Pero incluso esos números ya se están revirtiendo: no es que la
gente no crea culpable al Gobierno, es que verdaderamente el tema le importa
muy poco. Esa porosidad para las operaciones sucias de Balcarce 50 y ese
confort de puertas adentro (sálvese quien pueda), ese fatal y extendido
analfabetismo republicano y ese desprecio por las reglas y las leyes que se
encuentran en nuestro disco rígido explican la vigencia de quienes encarnaron
políticamente esos sentimientos y también la insólita situación de un país que
en tres años ha procesado dos o tres Watergates, terribles tragedias causadas
por el Estado y medidas extravagantes o directamente nefastas que en otras
naciones hubieran provocado marchas multitudinarias y juicios políticos.
Un buen test de ese inmovilismo anida en una preocupación
que atraviesa todas las clases sociales: el boom del narcotráfico. ¿Por qué no
hubo todavía tres millones de personas en la calle clamando por acciones que
detengan el flagelo? Desde el papa Francisco hasta la Casa Blanca, pasando por
los más importantes especialistas en el tráfico de estupefacientes, todos han
advertido en los últimos días sobre esta situación explosiva: carteles
extranjeros y mafias locales operando a gran nivel, despliegues territoriales
en las villas y en los conurbanos, penetración en las fuerzas de seguridad,
espiral de violencia, ejércitos y sicarios, y jugadas de lavado de dinero que
tienen vasos comunicantes con la financiación negra de la política y con el
terrorismo internacional. Lo escalofriante no es que el Gobierno refute al
Vaticano y al Departamento de Estado, sino que la sociedad se lo permita. Y que
haya pasado incluso sin pena ni gloria el pronunciamiento de la Iglesia
argentina, que habló con angustia esta semana del tráfico, la pobreza, la
marginalidad creciente y la corrupción. A ese cóctel le faltan, no obstante,
varios condimentos: se palpa en el ambiente politizado el miedo que llegó para
quedarse con el desenlace violento de Nisman, los movimientos cruzados de los
servicios extranjeros, los espías de Milani y el batallón de trescientos
militantes camporistas que se apoderaron de los fierros en la Secretaría de
Inteligencia. Una hipersensibilidad permite entender que las causas judiciales
son una bola de nieve, que está en juego el poder, que distintas naciones
operan en el territorio, que pululan fanáticos de todos lados, y que hay
intereses creados y blancos móviles en esta Argentina turbia de fin de ciclo.
Cristina se consuela pensando en la historia, mientras nosotros le rezamos a
Italo Calvino: "La historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de
la cual intentamos salir lo mejor posible".
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