El próximo presidente
recibirá una economía en ruinas, un huracán inflacionario
y una gran cantidad
de empleados ñoquis.
Por James Neilson |
Los tres presidenciables que desde hace mucho tiempo
encabezan todas las encuestas de opinión, Daniel Scioli, Mauricio Macri y
Sergio Massa, dicen querer que la Justicia logre aclarar todo pero, para
frustración de los kirchneristas más belicosos, entienden muy bien que no les
convendría en absoluto brindar la impresión de estar procurando aprovechar la
muerte dudosa del fiscal Alberto Nisman para arañar algunos votos más.
Con la
excepción parcial de Scioli que, como buen peronista, se las ha arreglado para
ser a un tiempo oficialista y, en opinión de Cristina y sus militantes por lo
menos, un opositor agazapado, no se sienten ni beneficiados ni perjudicados por
los estragos provocados por el caso en la imagen de una presidenta que, por
mucho que le disguste la idea, ya debería estar haciendo las valijas.
Macri trata de ser optimista y dice ver en el suicidio o
asesinato de Nisman “una oportunidad de aprendizaje”. “Estamos en la etapa de
un aprendizaje, se está fundando la Argentina que viene” que, asegura, será un
país muy distinto del actual, uno “con marchas pacíficas”. Pero sabrá que lo
que según algunos fue un “magnicidio” ha hecho aún más tenebrosa la situación
que afrontará el gobierno próximo. Tendrá que administrar un país de
instituciones sumamente precarias que, en muchos casos, como los de la
Cancillería, el Ministerio de Economía y algunas relacionadas con la Justicia,
se han visto colonizadas por militantes políticos que, lejos de querer
colaborar con sus nuevos jefes, tratarán de hacerles la vida imposible
Quienes esperan suceder a Cristina Fernández en la Casa
Rosada ya se habían resignado a recibir de sus manos no sólo la banda
presidencial, el bastón de mando ídem y otros símbolos sino también una
economía en ruinas azotada por un huracán inflacionario que los obligará a
aplicar un ajuste, con un “aparato productivo” comatoso y un Banco Central
vaciado, además de una cantidad extraordinaria de empleados ñoquis a los que
les será difícil desalojar de los nichos en que se han metido. Desde aquella
madrugada del 18 de enero que ocupará un lugar destacado en la historia
nacional en la que se encontró el cadáver del fiscal en el baño de su
departamento en Puerto Madero, saben que la herencia incluirá servicios de
inteligencia cuyos integrantes se resisten a prestar atención a las órdenes de
sus presuntos amos políticos, un Poder Judicial en que abundan personajes
dispuestos a subordinar todo, comenzando con el respeto por la ley, a una
ideología casera nada democrática, y, lo que es peor aún, una clase política
que con frecuencia se ve dominada por oportunistas venales. De todos los desafíos que les aguarda, el
planteado por una cultura política tan corrupta como disfuncional podría ser el
más difícil, ya que ellos mismos comparten sus vicios.
Por razones comprensibles, los presidenciables de turno
suelen ser reacios a preguntarse si una sociedad que a través de los años se ha
mostrado incapaz de emular a otras de características a primera vista menos
promisorias, como las de Corea del Sur o Singapur, para no hablar de aquellas
de cultura parecida como las de España e Italia, posee los recursos humanos que
necesitaría para superar sus problemas más urgentes. Siempre llegan a la
conclusión de que les será maravillosamente fácil, ya que, además de contar con
un superávit de ventajas comparativas envidiables, la ciudadanía habrá
aprendido de los errores perpetrados por quienes están por irse y por lo tanto
no se le ocurriría permitir que otro gobierno los repitiera.
En principio, los que piensan así deberían estar en lo
cierto, pero sucede que una proporción sustancial del electorado insiste en
votar por sujetos que anteponen su “lealtad” al líder máximo de moda a su deber
como legisladores o funcionarios gubernamentales. Lo hace porque los más pobres
que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, han respaldado al peronismo sin
perder el tiempo discriminando entre los caudillos supuestamente “liberales”
como Carlos Menem por un lado y los que, como Cristina, se afirman paladines
del estatismo por el otro, creen que, para sobrevivir, necesitarán contar con
la ayuda de un padrino. Puesto que aquí no existe un “Estado benefactor” ajeno
a los partidos y por lo tanto inmune al clientelismo político, tal actitud
puede comprenderse, ¿Será diferente en los años próximos? A menos que lo sea,
la Argentina seguirá asombrando al mundo por su vocación autodestructiva.
El que durante más de diez años la parte más poderosa de la
clase política nacional, con la complicidad del grueso del electorado, haya
colmado de poder a una señora tan caprichosa como Cristina, permitiéndole
actuar como una monarca medieval, es de por sí alarmante. La negativa a asumir
las responsabilidades personales propias de un legislador así reflejada puede
atribuirse a que demasiados profesionales de la política son oficialistas
seriales que se han acostumbrado a vender sus servicios al mejor postor sin
preocuparse por sus eventuales ideas. A su modo, han conseguido sacar provecho
de “la muerte de las ideologías” que tanto aquí como en los países desarrollados
ha contribuido a desprestigiar la actividad política.
En los años noventa del siglo pasado, los oficialistas natos
se disfrazaron de “neoliberales” menemistas, para después transformarse en
seguidores de Eduardo Duhalde y, un poco más tarde, en kirchneristas de la
primera hora. ¿Y mañana? Algunos trashumantes congénitos, preocupados por el
cambio de clima, ya han migrado al territorio regido por el ex kirchnerista
Massa, otros confían en que el kirchnerista a medias Scioli los ayude a seguir
disfrutando de los privilegios de pertenecer a la nomenclatura gubernamental,
mientras que los hay que sienten que podría ser de su interés probar suerte
acercándose a Macri. No es que estén buscando una oportunidad para servir a la
Patria; lo único que quieren es ahorrarse el destino triste de quienes no
encuentran un lugar en ninguna lista o equipo de asesores de un potentado
local. Huelga decir que algunos, tal vez muchos, guardarán rencor por haberse
permitido humillar por una señora altanera que los ha tratado con desprecio; en
el traicionero mundillo político, la lealtad tiene fecha de vencimiento.
Como suele suceder toda vez que Cristina se ve involucrada
de un modo u otro en un nuevo escándalo, sus militantes acusan a los líderes
opositores de ser golpistas resueltos a voltearla. Fue de prever, pues, que
algunos kirchneristas coyunturalmente fanatizados intentarían hacer pensar que
la muerte de Nisman fue obra de una banda de conspiradores vinculados con los
satánicos “poderes concentrados”, Clarín, la CIA, los buitres y, sería de
suponer, las huestes de Massa y otros presidenciables, pero virtualmente nadie
los ha tomado en serio. Con ironía cruel, parecería que los únicos golpistas
auténticos que se encuentran en el país son aquellos estrategas kirchneristas
que suponen que sería mejor que el gobierno de Cristina cayera de resultas de
una ofensiva antidemocrática de lo que sería que protagonizara un final
catastrófico, dejando al triunfador de las elecciones venideras un país tan
irremediablemente quebrado como la Venezuela del inverosímil Nicolás Maduro.
Coinciden Macri y Massa en que los únicos beneficiados por
un golpe serían los K. Los dos tienen sus motivos para rezar para que Cristina
se mantenga en el poder hasta el 10 de diciembre aun cuando en los meses que
todavía le quedan se dedicara a armar bombas de tiempo programadas para
estallar a comienzos del año que viene. Preferirían encargarse de un “modelo”
totalmente agotado a recibir uno meramente agonizante. Quieren que no quede
duda alguna sobre la identidad de los responsables de la feroz crisis
socioeconómica por la que el país tendrá que pasar antes de iniciar, por
enésima vez, la prevista recuperación. Si la experiencia les ha enseñado algo,
es que buena parte de la ciudadanía está acostumbrada a atribuir sus penurias a
quienes se ven sin más alternativa que la de esforzarse por reparar los daños
causados por un gobierno populista. Prevén que, luego de un par de meses, se
hagan oír las voces de quienes reclamarían el regreso del kirchnerismo para que
el país disfrutara nuevamente de un “verano de alegría” como el que, según
Jorge Capitanich, Ricardo Forster y otros pensadores destacados del campo
nacional y popular, molestaba tanto a los enemigos del pueblo que no vacilaron
en hacer morir a un fiscal para que la gente hablara de otra cosa.
En las democracias maduras, hasta un desliz menor por parte
de un mandatario puede resultar más que suficiente como para “desestabilizar” a
un gobierno considerado exitoso. En la Argentina, la mayoría suele ser más
tolerante. Si bien últimamente ha bajado el valor de las acciones de Cristina
en el mercado político, sigue contando con el respaldo de una minoría muy
significante que se resiste a dejarse perturbar por asuntos como el pacto con
los teócratas furibundos de Irán, el tuit extravagante con el que insultó a los
socios estratégicos de China justo cuando les suplicaba algunas moneditas y su
reacción gélida frente a la muerte, en circunstancias nada claras, de un fiscal
de la Nación, para no hablar del aumento fenomenal del patrimonio de la familia
Kirchner y las desventuras del vicepresidente Amado Boudou.
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