sábado, 14 de febrero de 2015

Un viaje al submundo

Por James Neilson

Aún más que la denuncia penal que formuló contra la Presidenta, el canciller y una cohorte de agitadores profesionales, personajes como el piquetero kirchnerista Luis D’Elía y Fernando Esteche de Quebracho, la muerte violenta de Alberto Nisman abrió una puerta que la mayoría hubiera preferido dejar cerrada a cal y canto. 

Se entiende. Detrás de ella está una escalera descendente que conduce hacia un submundo cloacal en que pululan asesinos a sueldo, estafadores, mafiosos de verdad, espías al servicio de políticos rapaces y sujetos vinculados con lo que Cristina calificó de “toda esa mugre que hay afuera”, o sea, el terror islamista con el que, según Nisman, ella misma quería pactar.

¿Se trata de la Argentina verdadera que de día se disfraza de una democracia decente en la que impera la ley, pero que de noche se entrega a sus peores instintos porque, en el fondo, es lo que el pueblo quiere? Para alarma de quienes se aferran a la esperanza de que el país pueda recuperarse de las muchas enfermedades políticas, económicas y culturales que lo tienen postrado, tanto las circunstancias nada claras de la muerte de Nisman como la reacción a un tiempo confusa y maliciosa del Gobierno frente a un desastre institucional de primera magnitud hacen temer que haya poco lugar para el optimismo.

Si bien ya han transcurrido varias semanas desde que el cadáver de Nisman fue encontrado por su madre en el baño de su departamento en Puerto Madero, Cristina aún no parece haber entendido la gravedad de lo que sucedió aquella madrugada. Se ha resistido a pronunciar una sola palabra de condolencia a los familiares del fiscal; al contrario, ha hecho gala de un grado de frialdad a veces jocosa que asusta hasta a los acostumbrados a aplaudir todas sus ocurrencias. Nadie se ha beneficiado más que Cristina de la sensibilidad popular frente a la muerte; nadie se ha mostrado menos capaz de compartir el dolor ajeno.

Para colmo, ha interferido impúdicamente en el trabajo de la Justicia. Con el pretexto de que, ya que “somos todos iguales”, ella también tiene derecho a expresarse con libertad absoluta sin que nadie “de otro poder” pueda hacerla callar, se puso a actuar como una versión criolla de Miss Marples, la de los relatos de Agatha Christie, sugiriendo pistas, ensayando hipótesis psicológicas y afirmando, en un alarde inolvidable de orgullo de su propia infalibilidad, que “no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas”. Puesto que para la tropa los antojos de Cristina equivalen a órdenes, militantes como Jorge Capitanich y Aníbal Fernández en seguida comenzaron a rabiar en contra de los reacios a hacer suya la verdad oficial.

Según Capitanich y otros soldados cristinistas, el Gobierno acaba de salir ileso de una nueva intentona golpista, la más reciente de una larga serie, que fue impulsada, cuando no, por Clarín. Para subrayar la furia que se apodera de él toda vez que piensa en la malevolencia del corpo mediático, el chaqueño se desahogó rompiendo un par de páginas del diario más vil del planeta, para entonces dar a entender que le encantaría ver entre rejas a los responsables de escribir notas que no le gustan, ya que “esta mentira sistemática requiere no solo respuesta de mi parte sino del juzgado”.

Son muchos los políticos que piensan así, sobre todo en el Medio Oriente “mugriento” que Cristina, averiada por las secuelas de sus esfuerzos por congraciarse con los despiadados ayatolás iraníes, quisiera mantener bien lejos de la Argentina, pero con muy pocas excepciones saben controlarse. Mal que le pese al ex presidenciable chaqueño metamorfoseado en payaso parlanchín, siempre será recordado por lo que muchos tomaron por una proeza comparable con la protagonizada por el difunto Herminio Iglesias cuando, antes de las elecciones de 1983, quemó un cajón que simbolizaba “el ataúd de la UCR”.

A esta altura, queda evidente que al gobierno kirchnerista le interesa menos averiguar lo que sucedió que morigerar el impacto de un episodio luctuoso que lo ha dejado desconcertado frente a la parte sustancial de la sociedad que le está reclamando respuestas. Casi todos los involucrados –la Presidenta, la procuradora general Alejandra Gils Carbó, la fiscal Viviana Fein, el secretario de Seguridad Sergio Berni y muchos otros–, se ven bajo sospecha de querer manipular los hechos verificables por sus propios motivos, mientras que los jueces Ariel Lijo y Daniel Rafecas no quieren intervenir en un asunto tan espinoso como el supuesto por la denuncia original. Si la estrategia de los kirchneristas consiste en sembrar confusión, han sido exitosos, pero lo han logrado a un costo muy alto para el país y, tal vez, para sí mismos. En la actualidad, la confianza en las instituciones es virtualmente nula. Muy pocos creen que un día se resuelva el caso más importante de las décadas que se han sucedido a partir de la restauración de la democracia.

Los más resueltos a socavar la fe de la ciudadanía pensante en lo relacionado con la Justicia son los kirchneristas. Saben que no les sería dado prosperar en un país respetuoso de la ley y de las normas que suelen calificarse de republicanas, uno en que políticos acusados de enriquecerse a costillas de los contribuyentes tendrían que cambiar de oficio porque sus propios compañeros no tolerarían su presencia y el electorado los repudiaría. Desde hace años, la estrategia del gobierno “nacional y popular” se ha basado en la necesidad de impedir que sus integrantes más conspicuos se vean obligados a rendir cuentas ante jueces que no se sentirían conmovidos por sus pretensiones revolucionarias. Se han subordinado cada vez más a tal objetivo, pero a pesar de lo mucho que han logrado no pueden sino entender que no conseguirán la impunidad permanente que tanto anhelan, de ahí el pánico que sienten cuando ocurre algo que, temen, podría significar el fin de su propia hegemonía política.

No fue preciso encontrar un borrador de la denuncia escrita por Nisman para saber que quería ver detenidos a Cristina y Héctor Timerman por haberse prestado a un pacto denigrante con Irán que, además de parecerle una forma de traicionar a las 85 personas muertas en el atentado contra la sede de la AMIA, podría significar la destrucción de todo cuanto había hecho en su vida profesional. Aunque las opiniones en cuanto al valor jurídico de la denuncia están divididas –puede argüirse que a menudo las razones de Estado deben considerarse superiores a los meros detalles éticos–, escasean los convencidos de que al país le convenía aproximarse a la República Islámica de Irán.

La explicación más caritativa de la decisión de Cristina es que, confiada como siempre en su propia intuición y desdeñosa de los esfuerzos de la Justicia argentina y los servicios de inteligencia de países “imperialistas” para identificar a los autores intelectuales del peor ataque terrorista sufrido por el país y la peor atrocidad antisemita que se había registrado en el mundo después del holocausto nazi, dudaba de la responsabilidad de los genocidas confesos iraníes. Una explicación menos caritativa es que, por lealtad hacia su amigo el comandante bolivariano Hugo Chávez, y por odio a Estados Unidos, la idea de aliarse con los ayatolás le pareció genial.

Además de llamar la atención al submundo de espías que, luego de operar a favor del gobierno de los Kirchner durante más de una década, empezaban a provocarle dolores de cabeza, acaso porque, tal como sucede en el mundillo judicial, se había difundido la sensación de que una época se acercaba a su fin, la muerte de Nisman ha dado un nuevo impulso al antisemitismo que aquí, como en tantos otros países, siempre está a la espera de pretextos para manifestarse. Hace poco, en una localidad de Chubut un grupo de turistas israelíes fue atacado por una banda de ultraderechistas que, a juzgar por las consignas que gritaban, lo tomó por un pelotón de soldados que procuraban conquistar la Patagonia, mientras que en Villa Crespo aparecieron afiches que nos aseguraban que “el judío bueno es el judío muerto. El judío muerto es Nisman”.

Puede que solo haya sido cuestión de incidentes aislados, pero han motivado mucha preocupación porque tanto aquí como en otras partes del mundo, en especial Europa, el antisemitismo está haciéndose más virulento por momentos. Desde hace más de mil años, a los judíos les ha tocado encabezar la lista de chivos expiatorios de sociedades en crisis, de suerte que no es demasiado sorprendente que, al sufrir Europa una recesión económica angustiante y perder intensidad los recuerdos del genocidio perpetrado por los nazis, el antisemitismo se haya reactivado. Sin embargo, mientras que los nazis de la primera mitad del siglo pasado se inspiraban en una teoría entre mística y racial disparatada, pero no por ellos menos peligrosa, en la actualidad el odio se ve fomentado por islamistas acompañado por izquierdistas que, de todos los muchos conflictos que están desgarrando distintas zonas del mundo, privilegian el de los israelíes con vecinos que, lejos de intentar ocultar su voluntad de masacrarlos, se proclaman resueltos a culminar la obra de Adolf Hitler, el que a ojos de muchos líderes islamistas fue uno de los hombres más admirables de la historia del género humano.

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