La marcha del
silencio del 18 F y la reacción del Gobierno.
Por James Neilson |
Decidieron marchar en silencio porque, nos aseguró Cristina,
no tenían nada que decir o porque realmente no podían decir lo que pensaban,
omisión que, claro está, no se le ocurrió atribuir a la caballerosidad de
quienes rezan para que la parte final de la gran epopeya kirchnerista no sea
tan catastrófica como muchos temen.
Con todo, aunque las palabras burlonas de la señora motivaron mucha indignación y una multitud de réplicas airadas, la verdad es que no se equivocaba por completo. Es que nadie sabe cómo saldrá el país del cenagal al que el Gobierno, con el apoyo más o menos entusiasta de buena parte de la población, lo ha llevado.
Tanto los fiscales y jueces que se sienten horrorizados por
la noción de que tratar de aplicar la ley es “golpista”, como los líderes
opositores más vehementes, están tan desconcertados por el estado en que se
encuentra el país como Cristina y sus acompañantes que a esta altura se limitan
a prepararse para sacar el máximo provecho de las desgracias que ellos mismos
han provocado. El derrumbe del precio del petróleo privó al país de la única
vía de escape, la que pasaría por Vaca Muerta, que hasta hace poco los
optimistas creían vislumbrar.
Aunque los problemas siguen multiplicándose, no se celebran
debates políticos genuinos en que los partidarios de distintas medidas arguyen
en torno a las ventajas y desventajas de propuestas determinadas. Sólo hay un
diálogo de sordos, uno muy ruidoso, por cierto, de suerte que el silencio puede
resultar más elocuente que docenas de discursos magistrales. Así y todo, si
bien la negativa tajante de Cristina y otros kirchneristas a perder el tiempo
hablando con sus adversarios es algo excepcional en el mundo democrático en que
los debates políticos son inherentes al sistema, parecería que, de resultas del
desmoronamiento de los esquemas ideológicos, hasta en los países considerados
rectores los dirigentes no hacen mucho más que intercambiar banalidades o
insultos. El mundo se ha hecho tan complicado últimamente que pocos problemas
se prestan a las soluciones sencillas que políticos en busca de votos suelen
proponer. Es por lo tanto lógico que casi todos se concentren en dejar saber
que son buenas personas.
El futuro inmediato de la Argentina luce oscuro, para no
decir opaco, pero sucede que en otras latitudes las perspectivas parecen aún
más lóbregas de lo que es el caso aquí. Gracias a la inoperancia realmente
extraordinaria de sus dirigentes y la merma de sus ingresos petroleros, la
Venezuela chavista está hundiéndose en el caos y la miseria. Grecia corre
peligro de sufrir un destino igualmente trágico. En Brasil, la recién reelegida
presidenta Dilma Rousseff está en graves apuros debido al letargo de la
economía y el impacto de denuncias de corrupción en escala industrial. Con
escasas excepciones los países musulmanes del norte de África y el Oriente
Medio se han transformado en manicomios sanguinarios que están exportando sus
patologías letales a Europa. Mientras tanto, la guerra entre ucranianos y
separatistas prorrusos ya ha causado miles de muertos y podría ocasionar
muchísimos más. Para colmo, la locomotora china está frenándose, lo que es una
mala noticia para sus aliados estratégicos.
Todavía quedan algunas islas de estabilidad relativa, pero
incluso en ellas –Dinamarca, Suecia, Bélgica, Holanda, Francia, el Reino Unido,
Alemania, Australia, Estados Unidos–, el clima sociopolítico está haciéndose
cada vez más tóxico al difundirse el miedo a que estén en vísperas de una etapa
de conflictos inmanejables tanto internos como externos. Ya es penosamente
evidente que muchos integrantes de las nutridas minorías musulmanas que se han
establecido en Europa no estén por adoptar las costumbres y los valores de sus
anfitriones. Por el contrario, para asombro de los convencidos de que todos
quieren vivir en democracias pluralistas en que la religión es un asunto
privado que no debería incidir en la conducta de nadie, están resueltos a obligarlos,
por los medios que fueran, a rendir el homenaje debido a los suyos.
Cada sociedad tiene sus particularidades, sus propias
tradiciones, preferencias y necesidades, de suerte que siempre es tentador dar
por descontado que los problemas más urgentes se deben a causas exclusivamente
internas. Sin embargo, el que en tantas sociedades presuntamente distintas las
elites se sientan angustiadas por crisis apenas comprensibles significa que no
es así. ¿De qué se trata, pues? De lo terriblemente difícil que es superar los
desafíos planteados por la modernidad que se caracteriza por comunicaciones
ubicuas e instantáneas, el avance inexorable de la tecnología que está
destruyendo decenas de millones de puestos de trabajo y la brecha creciente que
se da entre expectativas a primera vista razonables y las posibilidades reales.
El resultado es que la nuestra es una época sumamente
propicia para los vendedores de ilusiones, “relatos” facilistas como los
confeccionados por los chavistas, sus amigos kirchneristas, los imaginativos
griegos de Syriza y los españoles de Podemos, además de las certidumbres
contundentes de fanáticos religiosos islámicos que solucionan todo asesinando o
esclavizando a quienes se resisten a someterse a su credo despiadado.
El progreso que tantos beneficios ha traído al mundo es
fruto del triunfo de la Ilustración que, desde nacer en Inglaterra y Francia
hace tres siglos, se propagó por todos los países de cultura occidental y,
andando el tiempo, también en las zonas actualmente prósperas o, cuando menos,
democráticas, de Asia. Aunque las sociedades basadas en los principios
racionalistas impulsados por pensadores como Hume, Locke, Kant, Voltaire y
otros son mucho más atractivas que las demás, de ahí la voluntad de un
sinnúmero de personas procedentes de África y Asia de arriesgar la vida para
trasladarse a ellas, ya es legítimo preguntarse si son viables.
Tal y como están las cosas, parecería que no lo son. Una
consecuencia de privilegiar la autonomía del individuo ha sido una caída
precipitada de la tasa de natalidad. Por motivos que en todos los casos son
comprensibles, los herederos de la Ilustración son reacios a reproducirse. En
países como Grecia, Italia, España, Rusia, Alemania y Japón, la población
nativa disminuye año tras año. Según los demógrafos, sería un auténtico milagro
que lograran revertir la tendencia así supuesta, pero a menos que lo hagan,
dentro de dos o tres generaciones no quedará más que un puñado de ancianos
despreciados por quienes ocuparán las tierras que una vez fueron suyas.
Si bien los argentinos no han perdido interés en
reproducirse, aquí también la esterilidad voluntaria está haciéndose sentir: la
tasa de natalidad actual, con 2,29 hijos por mujer, es la más baja de la
historia del país. Aunque la tasa registrada es mucho mejor que los
aproximadamente 1,5 o menos hijos por mujer que nacen en Italia, Grecia y
Alemania o los 1,8 en Brasil, si cae por debajo de 2,1, comenzará el
despoblamiento. ¿A qué se debe este fenómeno extraño? Hasta hace apenas un par
de décadas, se suponía que sólo una tribu primitiva abrumada por una
civilización ajena mucho más avanzada se dejaría morir de tristeza, o, tal vez,
un pueblo súbitamente marginado después de sufrir una derrota devastadora
perdería la voluntad de perdurar, pero las sociedades europeas actuales
empezaron a extinguirse cuando eran las más ricas, y según cualquier criterio
objetivo, las mejor gobernadas y más justas de toda la historia del género
humano.
Sea como fuere, al envejecer las sociedades modernas, la
gente se aferra con mayor tenacidad a derechos que fueron conquistados cuando
las circunstancias eran muy distintas. Se hacen más conservadoras, más cautas.
He aquí la razón por la que tantas han sido incapaces de adaptarse a tiempo a
los desconcertantes cambios económicos que, impulsados por una oleada tras otra
de novedades tecnológicas y por la lógica empresarial, están dinamitando los
sistemas benefactores que se crearon en los países desarrollados en los años
que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Los más perjudicados han sido los
muchos jóvenes que se prepararon para un mundo en que la riqueza disponible
aumentaría de manera permanente y, con ella, las oportunidades para abrirse
camino, sólo para encontrarse en uno en que sus servicios serían prescindibles.
Fue de prever que, al ampliarse la brecha entre las
expectativas mayoritarias y una realidad que para muchos es ingrata,
proliferarían los movimientos antisistema, por lo común voluntaristas y
nacionalistas, de los que el confeccionado por los kirchneristas es un ejemplo
bastante típico. Todos son reaccionarios; se alimentan de la nostalgia por “la
normalidad” de tiempos ya idos. Sus líderes suelen aludir con frecuencia a la
importancia de la esperanza y a sus propios sentimientos solidarios, tan
superiores a los de quienes a su juicio están resueltos a defender el statu
quo. Las protestas callejeras, las consignas utópicas acuñadas por los rebeldes
estudiantiles del ’68 parisino y la afirmación de que sí hay alternativas
radicales permiten a muchos desahogarse y, desde luego, ayudan a políticos
ambiciosos que son duchos en el arte de aprovechar el rencor colectivo, pero
hasta ahora todos los gobiernos formados por populistas han fracasado, dejando
a quienes habían confiado en sus promesas en una situación aún peor que la que
antes habían encontrado insoportable.
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