Por Claudio Fantini
“Suàn le” (olvídenlos) dijo Mao Tse-tung para poner fin al
exterminio masivo de gorriones que él mismo había impulsado un par de años
atrás, culpándolos de comerse los granos de las cosechas y calificándolos como
“una de las peores plagas de China”.
A esa altura del delirante plan del “Gran Timonel”, ya casi
no había gorriones y las langostas y otros insectos que son devorados por ese
pájaro, devastaron sembradíos agravando la escasez que diezmó poblaciones
enteras.
Si se suma este océano de muertes por desnutrición a las
demás que causó el llamado Gran Salto Adelante, la política que implicó el uso
masivo de mano de obra en la industria pesada y la agricultura para sustituir
importaciones de maquinarias, la cifra de muertos se acerca a 70 millones.
Ergo, el saldo del poder de Mao no fue sólo la unidad de un vasto territorio
diverso en lenguas y razas, poniendo fin a un viejo feudalismo, sino también un
genocidio.
Debió tener en cuenta ese dato objetivo de la historia la
presidenta argentina, al elogiar al fundador de la República Popular China.
Igual que en el caso de Kim Il sung, su aliado norcoreano en la catastrófica
guerra contra los gorriones, la supuesta sabiduría infinita de Mao era más
producto del culto personalista impuesto por su régimen, que de la realidad.
El genocidio que implicó la era maoísta incluye a las
víctimas de la Revolución Cultural, una masiva y despiadada cacería de brujas
que involucró a legiones de niños y jóvenes fanáticos, a los que el líder
comunista llamaba “mis pequeños guardias rojos”.
Llegar a Beijing y elogiar a Mao Tse-tung, no es lo mismo
que llegar a Estocolmo y elogiar a Olof Palme. La diferencia entre el líder
chino y el estadista sueco es nada menos que la diferencia entre el
totalitarismo y el progresismo.
Cristina Kirchner elogió al creador de un régimen que
masificó la pena de muerte y la aplicó, por ejemplo, a la homosexualidad,
tendencia a la que se persiguió implacablemente y se la penó hasta con la
castración.
¿Se puede desde el progresismo elogiar al creador del
régimen que sometió a más de 50 millones de chinos al “Laogai”, el sistema de
“reeducación por el trabajo”, que no era otra cosa que la reclusión en campos
de trabajo forzado?
A su paso por China, la presidenta equiparó a Mao con Perón,
diciendo que ambos eligieron la tercera posición, rehuyendo de las dos opciones
(norteamericana y soviética) que impuso la Guerra Fría.
En rigor, Mao era estalinista y fue pro-soviético mientras
vivió el brutal genocida caucásico. Su ruptura con Moscú ocurrió poco después
de morir Joseph Stalin, cuando el nuevo líder soviético, Nikita Khrushev,
inició el proceso de “desestalinización” de la URSS, revelando los crímenes y
demás atrocidades perpetradas por su antecesor.
Elogiar, como hizo la presidenta, a un gran protagonista de
la historia, pero creador de un régimen totalitario, es o bien un rasgo de
adhesión al totalitarismo, o bien un acto de ignorancia, o bien una frivolidad
causada por cholulismo ideológico.
Lo que está claro es que, a esta altura de la historia,
ningún liderazgo ni fuerza política puede considerarse progresista si coquetea
con ideologías dogmáticas y elogia líderes que se hicieron endiosar, ejercieron
poderes absolutistas y crearon regímenes totalitarios.
El progresismo está en las antípodas de toda forma de
totalitarismo. Y como los regímenes que se arrogan el control total de la
sociedad y de las personas que la integran, alcanzando la anulación del
individuo mediante la infiltración de su privacidad y la imposición de un
pensamiento único, son productos de ideologías dogmáticas, el progresismo no es
ideológico, sino una forma de humanismo comprometido con la libertad y la
igualdad.
Las ideologías dogmáticas, entre ellas el
marxismo-leninismo, el nazismo y también la ortodoxia liberal, implican una
reconversión de la religión iniciada en los tiempos de la Revolución Francesa,
debido a que, igual que las religiones, se basan en convicciones absolutas.
Del sistema que Montesquieu desarrolló, a partir del
pensamiento de Locke, en esa obra monumental que es “El Espíritu de las Leyes”,
parten las ideas de justicia social que respetan los fundamentos de la
democracia que planteó Hans Kelsen, dando la misma importancia a la igualdad,
la libertad y el respeto por las minorías.
Todos los tipos de convicciones absolutas no parten de este
fundamento, del mismo modo que todas las clases de totalitarismo se basa en
fundamentos totalmente opuestos.
Se alejaba del progresismo Jean-Paul Sartre cuando
coqueteaba con los totalitarismos marxistas, y no se alejó jamás Albert Camus,
quien además se jugaba el pellejo en las guerras contra las ideologías
dogmáticas.
Posiblemente Cristina Kirchner no leyó el Libro Rojo de su
admirado Mao, impuesto como Biblia ideológica en la China que lideró junto a
Chou En-lai. Lo seguro es que las ideas progresistas no están en esas páginas,
sino, en todo caso, en Bertrand Russell al afirmar que “quien cree, como yo,
que el intelecto libre es la principal máquina del progreso humano, no puede
sino oponerse al bolchevismo tanto como a la iglesia de Roma…las esperanzas que
inspira el comunismo son tan admirables como las inculcadas en el Sermón de la Montaña,
pero también se sostienen fanáticamente y, por esa razón, son capaces de hacer
el mismo daño”.
Evaluando esos daños en la historia, el filósofo y
matemático galés explicó que “la mayoría de las tragedias del mundo se deben a
que siempre hay ignorantes que están absolutamente convencidos de algo”.
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