Por Manuel Vicent |
Si al entrar en una galería de arte
encuentras un urinario expuesto sobre un pedestal y al contemplarlo no piensas
en tu vejiga sino en la emoción que te provocan las formas puras de ese objeto
situado fuera de contexto, Marcel Duchamp dirá que tu mirada te ha convertido
en un creador. Si fuera verdad, como afirmó el pintor Kurt Schwitters que “todo
lo que escupe el artista es arte”, darás por bueno que para cualquier artista
el acto de expulsar el propio excremento es equiparable a la inspiración que
llevó a Tiziano a pintar la Venus de Urbino.
De hecho, en 1961,
Piero Manzoni expuso 90 latas de 5x6,5 centímetros etiquetadas como Mierda
de Artista, que vendió al precio de su peso en oro según la cotización del
día. Algunas de estas latas fueron adquiridas para su colección por la Tate
Gallery de Londres, por el MoMA de Nueva York y por el Pompidou de París.
Parece que la primera regla del
artista contemporáneo es dar que hablar con cualquier clase de locura. El
neoyorquino Dash Snow presentó un collage contra las
brutalidades de la policía sobre el que había derramado su semen. Antes, Andy
Warhol ya había pintado con orina y Chris Ofili con boñiga de elefante, pero
fue Dalí el primero en percibir que el genio de un artista moderno no está en
su obra sino en su vida y en este sentido invirtió la mayor parte de su talento
en fabricar de sí mismo un personaje equiparable a una marca comercial. El acto
iniciático de su consagración consistió en romper un escaparate en la Quinta
Avenida de Nueva York ante una batería de fotógrafos. Parece fácil, pero solo
algunos privilegiados consiguen transformar el escándalo en una creación
personal que conlleve fama y dinero. Uno de ellos es Jeff Koons.
Si arte es todo lo que hace el
artista, el problema consiste en saber quién es ese ser tan poderoso que a su
vez crea al artista y le otorga el don misterioso de despertar pasiones
estéticas y monetarias fulminantes e ineludibles. En la cultura clásica era
Apolo el encargado de transferir al artista el carácter sagrado de la belleza.
A lo largo del tiempo este dios se ha transfigurado bajo los nombres de famosos
mecenas, príncipes renacentistas, cardenales de la Iglesia, burgueses
hanseáticos. En el arte contemporáneo hoy Apolo dice llamarse Larry Gagosian,
White Cube, Paula Cooper o hasta su fallecimiento Sonnabend, marchantes y
galerías estrellas con poder suficiente para convertir a sus pintores en una
marca a través de la publicidad. Es el caso de Jeff Koons.
El artista Jeff Koons posa junto a una de las esculturas por las que se pagaron 50 millones de euros. |
Al contrario de cualquier artista
bohemio, lejos de exhibir una pinta excéntrica, Jeff Koons tiene el diseño de
un ejecutivo medio con corbata, el pelo cortado a cepillo como un teniente de
West Point, que confundirías con una de las miles de hormigas iguales que suben
y bajan de las oficinas de los rascacielos de Nueva York. Nació en Pensilvania
en 1955, estudió Bellas Artes en Chicago, se licenció en 1976 y lo primero que
aprendió del galerista Gagosian fue que una obra de arte está sometida como
cualquier otra mercancía a las leyes del mercado y solo vale lo que alguien
esté dispuesto a pagar por ella. Su precio justo, como decía el crítico Robert
Hughes, siempre es el más alto que pueda alcanzar. Por pura lógica, Jeff Koons
se hizo agente de bolsa en Wall Street durante cinco años para financiarse la
carrera artística y se aplicó a sí mismo la cuota de mercado como una receta.
El
sociólogo Jean Baudrillard afirmó que en esta sociedad postindustrial la
realidad ha sido suplantada por un juego de signos, imágenes y símbolos. La
publicidad no vende productos reales sino un estilo de vida. Puestos así, en el
arte contemporáneo los artistas, los marchantes y los coleccionistas famosos
para existir deben convertirse previamente en una marca publicitaria
reconocible en el mercado.
Consciente de que el negocio del arte
es una representación que se realiza sobre un escenario teatral planetario,
Jeff Koons primero entró a saco a través de banalidades de carácter industrial
en la estéticakitsh con el famoso perro Puppy de
más de doce metros cubierto de flores, con anuncios de bebidas, corazones de
plástico, popeyes, elefantes, conejos, pelotas de baloncesto suspendidas en un
tanque de peces, pulidoras de vitrinas, panteras rosas, aspiradoras y otras
baratijas convertidas en trofeos con colores brillantes; luego dio otra vuelta
de rosca y trató de convertir la pornografía en vanguardia exhibiéndose a sí
mismo como mercancía con sucesivas imágenes explícitas de coitos, incluido el
sexo anal, practicados con su exmujer, la actriz porno Ilona Staller, la famosa
Cicciolina de la política italiana.
Hoy es el artista vivo más caro del
mundo. Ballom Dog, uno de sus perros hinchables, ha alcanzado
el precio de 51 millones de euros en una subasta de Christie’s en 2013. Pero un
coleccionista solo estará dispuesto a pagar esta cifra si con ello experimenta
la pulsión erótica que se produce cuando el arte entra en contacto con el
dinero y le ofrece ante el mundo la marca oficial de hombre rico y caprichoso.
Los galeristas como Gagosian, Sonnabend o Saatchi, modernos representantes de
Apolo en la tierra, lanzaron el siguiente oráculo: en la inversión de arte no
hay reglas, el tiburón de Damien Hirst es bueno, las latas de mierda de Manzoni
son buenas, un perro de Koons es bueno; cualquier bagatela que el artista
decida que es arte es buena, siempre que haya coleccionistas dispuestos a pagar
por ella.
© El País (España)
0 comments :
Publicar un comentario