Por Fernando González |
Los finales de ciclo siempre tienen el sabor de la
decadencia y mucho más cuando muestran el repliegue hacia la obediencia pequeña
en vez de exhibir la proyección amplia hacia el futuro. Eso es lo que se
vislumbró anoche en la Casa Rosada, tras el recambio de gabinete al que se vió
forzada la Presidenta por el desgaste cada vez más acelerado de sus
colaboradores.
Los aplausos mecánicos y los cantitos tribuneros de cada
tertulia de gobierno ya no pueden eclipsar el descenso de la gestión
kirchnerista cuyo refugio preferido de este tiempo es el voluntarismo.
El ejemplo más contundente de esta situación es el deterioro
con el que se retiró de la jefatura de gabinete el chaqueño Jorge Milton
Capitanich. Había ingresado al gobierno con el ímpetu de quien se consideraba
un candidato potencial a la presidencia y termina embarrado en el más absoluto
de los desprestigios. Ni siquiera el acto patético y genuflexo de romper una
página del diario Clarín en conferencia de prensa lo salvó del degüello
político al que lo sometió Cristina. Y ahora deberá pelear como un novato del
poder para comprobar si puede estirar su trayectoria como intendente de la
ciudad de Resistencia.
Al malogrado Capitanich lo reemplaza Aníbal Fernández,
soldado siempre dispuesto a defender la épica kirchnerista con los atributos
módicos de su habilidad discursiva y su experiencia vasta acerca de los
mecanismos del poder aprendida en las trincheras lejanas del menemismo y el
duhaldismo. El ignoto Daniel Gollán reemplaza al próspero Juan Manzur en el
ministerio de Salud y Eduardo Wado De Pedro, el diputado camporista preferido
de Cristina, ocupará en la secretaría general de la Presidencia el cupo de los
jóvenes obedientes que cada jefe de estado se reserva para la soledad del final
de mandato.
Cristina presidió una ceremonia donde predominaron las sonrisas.
La suya propia, tal vez porque el juez federal Daniel Rafecas acababa de
desechar sin ponerse colorado ni refugiarse en la prolijidad la imputación que
el fiscal Gerardo Pollicita le había hecho en base a la denuncia de Alberto
Nisman. Y aunque la responsabilidad del Gobierno en proteger a los iraníes
sospechados de atentar contra la AMIA seguirá siendo motivo de investigación,
lo que quedó en claro con el favor de Rafecas es la magnitud del disparate del
Partido Judicial con el que la Presidenta y sus repetidores batieron el parche
en los últimos días.
La otra sonrisa de la noche fue la de Amado Boudou. El
vicepresidente, procesado y convertido en el dirigente con peor imagen del
país, reía provocador. Cristina le regaló primeros planos de la transmisión
oficial pero lo despachó feamente hacia Uruguay para que el domingo no
contamine esa postal de despedida que será la Asamblea Legislativa en el
Congreso. Con la sombra de Nisman regando de sospechas presente y futuro, el
lastre de Boudou es demasiada carga para el tránsito final de una Presidenta
que eligió labrar el epitafio político de la confrontación.
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