Por Jorge Fernández Díaz |
"Cometimos un error garrafal. Le regalamos la épica a
la oposición", se horrorizaba un integrante del área de comunicación del
Gobierno el jueves 19. Tenía los diarios sobre la mesa y miraba las fotos de la
marcha de los paraguas. El kirchnerismo piensa la política como teatralidad y
esas imágenes conmovedoras bajo la lluvia le arrebataron el monopolio del
efectismo cinematográfico. A esa misma hora, mientras el dramaturgo de Balcarce
50 se lamentaba, un fiscal, que había sido vivado por la multitud en la víspera,
recibía en su despacho a doce colegas.
Había en esa improvisada y escalonada comitiva jueces y
fiscales, y todos lo felicitaban y alentaban, y le confesaban su
arrepentimiento por no haber asistido a esa ceremonia trascendental. Todos
entendían que el principal mensaje de la sociedad movilizada no era para
Cristina Kirchner, sino para ellos mismos. No les faltaba razón. Llamó mucho la
atención la presencia en la concentración de vastos sectores despolitizados,
gente de clase media que suele ensimismarse en su vida privada y que no sigue
detalladamente las peripecias de la esfera pública. Tal vez había allí incluso
muchos votantes pasivos de aquel remoto 54%: personas bendecidas por el alto
consumo e impactadas en su momento por la muerte de Néstor Kirchner que se
habían desentendido desde entonces y a quienes el atronador disparo en la sien
de Nisman las había despertado de la siesta. En política, la muerte siempre
mete la cola. Ciudadanos de a pie sin ningún vínculo entre ellos, firmes bajo
el diluvio tropical, refirieron a distintos movileros que se sentían extraños:
la Argentina les resultaba irreconocible. Este país se ha convertido en una
cosa deforme y agresiva, cruzada por divisiones y por mafias, insistían con
asombro. Para muchos fue un amargo despertar; para otros, la ratificación de
sus enconos y temores. Todos juntos formulaban, sin embargo, una misma demanda.
Telegrama urgente para jueces y fiscales: pónganse los pantalones largos y
dejen de hacer la venia; luchen contra la impunidad y la corrupción.
La Presidenta leyó bien ese subtexto que se mascullaba bajo
los paraguas y el temporal. La primera respuesta a la movilización fueron sus
calculadas bromas sobre el horóscopo chino, que desgranó en el día de su
cumpleaños a través de su cuenta de Twitter. Allí habló de las increíbles
coincidencias astrales que había entre ella, Néstor, Mao y Xi Jinping. Su idea
era transmitir despreocupación frente al cimbronazo: soy impermeable a lo que
"ellos" piensan sobre "nosotros". La segunda respuesta consistió
en organizar una contramarcha para el 1° de marzo, cuya millonaria financiación
saldrá del bolsillo de los contribuyentes. Su lema es "la democracia no se
imputa". Como si Cristina fuera la personificación total de la democracia,
una deidad que está por encima de los mortales y que no puede ser pasible de
una investigación judicial. El tercer paso fue amenazar directamente a los
magistrados: "No se les ocurra hacer ningún gesto que pretenda
desestabilizar al Gobierno porque las situaciones van a ser muy malas",
mandó decir al secretario general de la Presidencia. Por "gesto" debe
entenderse cualquier diligencia o fallo que afecte a los miembros más
encumbrados del Poder Ejecutivo. La idea de que una mera medida judicial pueda
hacer tambalear un gobierno fuerte al que encima le faltan pocos meses para
despedirse no es seria; se trata más bien de un chantaje político y
sentimental. El cristinismo le pide a la Justicia, en verdad, que devuelva las
múltiples causas por corrupción a sus cajones y que mire para otro lado; de lo
contrario, se las tendrá que ver con su furia destructiva. Ese inédito
ultimátum chocó con dos "gestos" demoledores: la confirmación del
procesamiento al vicepresidente de la Nación por coima que realizó la Cámara
Federal porteña y el respaldo de la Sala I del Tribunal de Apelaciones para que
el juez Bonadio avance sobre la causa Hotesur, profundice la pesquisa del
patrimonio presidencial y eventualmente cite a declarar a Máximo Kirchner si lo
cree necesario.
Tal vez desvelada por esta angustia personal, la jefa del
Estado resolvió pasar ayer a la ofensiva: escribió una carta en la que intentó
preparar a su militancia para una larga y cruenta jihad contra el infiel. En
este caso, el "partido judicial", que vendría a reemplazar al
"partido militar" y cuyo propósito sería un golpe de Estado, aunque
con una "modalidad más sofisticada", como explicó, porque los jueces
y fiscales articulan "con los poderes económicos concentrados y
fundamentalmente con el aparato mediático monopólico, intentando desestabilizar
al Ejecutivo y desconociendo las decisiones del Legislativo. Un superpoder por
encima de las instituciones surgidas del voto popular". Es extraño que
hable en términos de pasado acerca del "partido militar", cuando fue precisamente
ella quien lo resucitó al colocar a la cabeza del Ejército a un general del
Frente para la Victoria sospechado de crímenes de lesa humanidad.
El nuevo relato tiene por propósito crear otro enemigo
apocalíptico que a la vez contenga a los anteriores. También, deslegitimar la
protesta ciudadana y ningunear el carácter independiente de miles y miles de
caminantes bajo la lluvia, con la intención de reducir ese hito popular a la
mera operación de un grupo de fiscales fogoneados por dirigentes opositores que
practican el golpismo. Y, finalmente, encuadrar cualquier revés en los
tribunales dentro de todo este "proceso destituyente".
La realidad sin trampas ni paranoias es bien distinta, pero
no menos inquietante. Los Kirchner nacionalizaron un formato único: el feudalismo
provincial. Perón era populista, pero su experiencia provenía de los clásicos
nacionalismos militares de la época, y Menem debió atemperar un poco sus ansias
feudales aprendidas en La Rioja porque no hacían juego con el neoliberalismo
que abrazaba. El feudalismo aldeano de los Kirchner, que a pesar del barniz
progre tanto se parece al proyecto rancio de los Saadi y los Juárez, representa
una experiencia nueva para la Argentina. Esta configuración ha sido muy poco
estudiada por los cientistas políticos, que por desgano se han contentado con
emparentar a los kirchneristas con el chavismo, evadiendo el hecho de que el
modelo no estaba afuera, sino adentro: siempre fue Santa Cruz. Ese modelo
monárquico y atrasado que toma de rehén al Estado y propende al discurso único,
y que otras provincias acuñan también para escándalo de la república moderna,
está preparado para la eternidad y no concibe la alternancia. Es por eso que se
autoriza a ser reeleccionista y dinástico, y, a la vez, a producir todo tipo de
estropicios institucionales y eventualmente a enriquecerse por el camino
"para hacer política". La perpetuidad les garantiza anular
expedientes y manipular jueces; la variación electoral no faculta esos
sucesivos operativos de limpieza. El problema es que el cristinismo no previó
la muerte del líder ni que la re-reelección se abortaría con el voto castigo;
tampoco que no encontraría un pariente potable o un sucesor claro que le
brindara garantías absolutas. Cuando mermó el poder y los jueces fueron
abandonando el miedo, el kirchnerismo perdió los estribos y lanzó una andanada
salvaje contra todo aquel que osara juzgarlo. Nisman fue parte de esa
hostilidad, y su muerte significa por eso, y no por otra cosa, una bisagra. Su
desenlace sacudió a sus camaradas y rescató a miles de argentinos de la
pasividad y la indulgencia. En una vuelta de tuerca dramática, esa gente exige
ahora a los jueces y fiscales que no se acobarden y que vayan hasta el hueso.
No sé qué dirá el horóscopo chino, pero da la impresión de
que para la Presidenta este año no viene bien aspectado.
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