El erotismo en la
obra de D.H.Lawrence y en especial
en El amante de Lady Chatterley
Por Octavio Paz |
Hace unos días, hojeando una reciente antología de la Nouvelle Revue Française, me encontré
con algunos comentarios y notas que muestran la resonancia que tuvo Lady Chatterleys lover hacia 1930. A
pesar de que Francia cuenta con una rica tradición de obras eróticas, el
interés por el libro de Lawrence no es inexplicable: el novelista inglés
mostraba el otro aspecto del erotismo, su antigua cara religiosa y pánica,
ignorada casi siempre por los escritores franceses.
Para la tradición francesa
el sexo es, sobre todo, placer, y la gama del placer es casi infinita. En uno
de sus extremos colinda con la crueldad, el sufrimiento y la muerte ("el
placer único y supremo de amor", dice Baudelaire, "reside en la
certeza de hacer el mal"); en el otro, con la risa, la ropa íntima y el
badinage. Los placeres eróticos son vistos en Francia como infracciones,
desviaciones o rupturas del orden. Por esto no es extraño que la palabra
libertinaje, de origen francés, haya estado asociada primero a la filosofía y a
la libertad de las opiniones. A fines del siglo XVII, un filósofo libertino era
un incrédulo, y la casta madame de Sevigné se llamaba a sí misma
"libertina" por algunas de sus inocentes opiniones, poco
convencionales. Para la tradición francesa, el erotismo se confunde con la
libertad del individuo y sus pasiones; para Lawrence, el impulso sexual es
impersonal: nos libera de los prejuicios y las reglas sociales sólo para
hacernos regresar al gran todo anónimo del principio. En la visión de Lawrence,
el sexo no aparece ni como placer ni como opinión libertaria, sino como
religión. Su práctica, lejos de ser un juego, es un ritual. En las novelas de
Sade, los falos, las vulvas y los otros órganos sexuales filosofan sin cesar;
por esto nos interesan más sus opiniones que sus descripciones. Lawrence no
razona ni filosofa: es un inspirado que nos transmite una revelación. En muy
pocos escritores el sentimiento del mundo natural -árboles, flores, piedras,
lagartos, yeguas, culebras- es tan intenso y profundo como en el novelista
inglés. Apenas si debo señalar que esa intensidad y esa hondura son el
resultado de una comunión sexual con el cosmos. Sus héroes y heroínas no buscan
el placer, sino la comunión.
Abiertamente sexual
Es natural que una obra tan abiertamente sexual y tan
religiosamente carnal, despojada casi en absoluto de perversiones y de sadismo
(lo contrario de Proust), sorprendiese a varios y notables escritores
franceses. Uno de ellos fue el filósofo católico Gabriel Marcel, introductor
del existencialismo en Francia. En 1929, casi al otro día de la aparición de Lady Chatterley's lover, publicó en el
número de mayo de la Nouvelle Revue
Française una nota que todavía puede leerse con provecho. Marcel comienza
por confesar que la novela de Lawrence le parece pornográfica, pero agrega
inmediatamente que es una pornografía nutrida en las fuentes mismas de la vida.
Subraya con acierto el sentimiento de pacífica sexualidad ("détente
phallique") que se desprende de las mejores páginas de la novela. Un
sentimiento, anoto al margen, que no es menos religioso que el
"sentimiento oceánico" de Freud. A pesar de su crudeza, dice Marcel,
esta novela es un libro ingenuo. Yo habría preferido que hubiese escrito: un
libro inocente. Porque lo es, como es inocente el primer día del mundo. El
artículo de Marcel -uno de los primeros que se escribieron en Francia sobre
Lawrence- fue una consagración entusiasta, a pesar de las cautelas del
filósofo. Tres años después, André Malraux publicó, en la misma Nouvelle Revue Française (enero de
1932), un breve y deslumbrante ensayo sobre Lady
Chatterley. Creo que es uno de los mejores que he leído acerca de esa
novela y del mismo Lawrence. Nueva prueba de la excelencia de Malraux, hoy
ignorado por los apresurados y los necios. Este pequeño ensayo hace pensar que
hubiera sido tan notable en la crítica literaria como lo es en la crítica de
arte y en la novela. En unas cuantas páginas hace un análisis veloz, brillante
y salpicado de observaciones agudas que abren imprevistas perspectivas, todavía
en espera de ser exploradas. Por ejemplo: "En el siglo XVIII, los hombres
de raza blanca descubren que una idea puede ser más excitante que un cuerpo
hermoso". Reflexión certera, aunque, leída en 1990, requiere un doble
ajuste: hoy no sólo las ideas nos excitan mucho menos que en 1930, sino que
también ha disminuido la potencia magnética de los cuerpos. Las ideas han
perdido su atracción y los cuerpos su misterio. La gratificación instantánea no
sólo daña al deseo, sino que frustra uno de los goces más ciertos del amor
sexual: el mutuo descubrimiento que hace la pareja de sus cuerpos. Nuestras
sociedades han sustituido al deseo por la higiene, a la libertad por la
promiscuidad.
Malraux comprendió inmediatamente todo lo que oponía
Lawrence al erotismo moderno: el poeta inglés no ve al erotismo como una
expresión del individuo, sino que concibe al individuo, al hombre y a la mujer,
como oficiantes de una sexualidad cósmica. Lawrence nos propone, dice, un mito.
Pero un mito, añade con cierto escepticismo, "no acude a la razón, sino a
la complicidad de nuestros deseos y experiencias".
Demasiado tajante
Me parece que el juicio de Malraux es demasiado tajante y no
toca el punto esencial. Cierto, el aire frío de este final de siglo ha disipado
muchos sueños y lo que ha quedado del mito de Lawrence son dos o tres novelas y
un puñado de poemas. Pero ¿Lawrence nos propuso realmente un mito? No fue ni
quiso ser sino un escritor de obras de imaginación, un poeta-novelista. Al
mismo tiempo, pensó que la gran literatura era una visión del hombre y que esa
visión no era una fantasía ni un ficción, sino una revelación del hombre
escondido que es cada hombre. Esa visión, transformada en palabra sensible, es
decir, en forma: pan del entendimiento, podía ser comprendida y revivida por
cada lector. Su idea de la literatura no era una idea religiosa; por esto
oponía a la noción moderna de comunicación la de sacramento: la literatura como
comunión. Las raíces de la inspiración literaria de Lawrence son las del mito,
pero sus obras no son mitos: son novelas, poemas, relatos, ensayos. Son
escritos profundamente personales, a la inversa de los mitos, que son invenciones
impersonales e involuntarias. Los mitos surgen en una comunidad de manera
anónima, imprevista y sin que nadie se lo proponga. Son creaciones orales, y no
se escriben sino cuando el antropólogo los recoge. Si los mitos se escribiesen,
se escribirían solos. Aunque la obra de Lawrence no es un mito, la inspira un
mito: el de la búsqueda de la inocencia primordial, el regreso al origen y al
gran pacto con las bestias, las plantas, los elementos, el sol, la luna, los
astros. A pesar de sus flaquezas y repeticiones, de sus excesos verbales y de
su humor arbitrario, Lawrence fue un poeta-sacerdote de la religión más antigua
del mundo. Fue consagrado sacerdote de esa religión no por su cónclave de esta
o aquella iglesia, sino por mandato del sol. Su religión fue la del comienzo,
un comienzo que no es cronológico ni es el de los antropólogos que estudian a
las sociedades primitivas: es el diario comienzo, ese primer día que, cada día,
inventan los amantes. Un comienzo sin fechas.
© El País (España) –
Marzo de 1991
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