Por Tomás Abraham (*) |
La mayoría de la gente que estuvo en la calle en un día de lluvia estaba
conmovida con la muerte de Nisman. La presencia de la
madre y sus hijas hizo sensible el drama compartido. El día que se supo
que había muerto fue escalofriante. Como si se cayera una careta que
desnudaba un rostro deforme, monstruoso. Luego, la domesticación de nuestra
conciencia con el mar de palabras que pone las cosas en lugares reconocibles,
se hizo dueña del acontecimiento. Mientras ese recuerdo no se borre, la causa
Nisman tardará en cerrarse por más que las pistas cruzadas y las hipótesis
renovadas confundan a todo el mundo.
¿Por qué? Pero más allá de la presencia en las calles de una multitud bajo
un mismo reclamo, las razones que se han aducido para llevarla a cabo son
plausibles de análisis.
Quienes se han encargado de tomar la iniciativa de organizar la marcha del 18Fmanifestaron que
era un homenaje al fiscal Nisman. ¿Ese fue el sentido de la marcha? ¿Homenaje
por qué? ¿Porque murió por la verdad y la justicia? No es lo que dicen Memoria
Activa ni Apemia, es decir, no es lo que dicen Diana Malamud ni Laura Ginsberg, que si
bien no están de acuerdo entre ellas en muchas cosas relacionadas con las
medidas a tomar para el esclarecimiento de la causa AMIA, coinciden en
afirmar que el fiscal hizo muy poco durante diez años para avanzar en llegar a
la verdad. Nada se sabe sobre la conexión local con sus ejecutores y
cómplices en los atentados a la AMIA y a la Embajada de Israel. Y la conexión
local no es sólo lo que tenemos cerca, sino nuestro principal problema. Y las
nombradas Ginsberg y Malamud, víctimas de las bombas por haber perdido a seres
queridos, siempre han sido un ejemplo de lucha por el descubrimiento de la
verdad sin cálculos de oportunidad, ni marchas y contramarchas, como las de
algunas autoridades de la comunidad judía que sí fueron parte de la procesión.
Cuando una persona es asesinada o inducida a matarse, de lo que se
trata es de investigar el hecho para hallar al culpable y al responsable,
independientemente de su capacidad laboral, de su entrega profesional, la tenga
o carezca de ella.
Supongamos que la denuncia de Nisman pueda ser desestimada por el juez a
cargo de la instrucción; imaginemos que los cargos que imputa no tienen asidero
para ningún procesamiento, ¿acaso no deja de ser prioritario averiguar
quiénes fueron los que lo mataron, o por qué decidió quitarse la vida? Así
es que la organización de la marcha para homenajearlo es prejuzgar sobre su
persona. Saber la verdad nada tiene que ver con que la víctima haya sido
virtuosa o un ejemplo para la civilidad.
La marcha, entonces, si no la justificamos en nombre de un homenaje a la
víctima, se la puede convocar por un reclamo de justicia. En ese caso los
fiscales que invitan al acto no confiarían del todo en la eficacia de la labor
de la fiscal a cargo de la muerte de Nisman, no descansan en lo que harán los
fiscales que investigarán la causa AMIA, o no tienen todas las dudas despejadas
sobre el fiscal que ha tomado los cargos que Nisman iba a presentar por
encubrimiento luego del memorándum entre Irán y nuestro país.
Pero ninguno de los fiscales convocantes sostiene que sospecha
de la conducta de sus pares y dice respetar los tiempos de la
Justicia. Por lo tanto la marcha no favorece, garantiza, o acelera la labor que
se lleva a cabo en la actualidad por las diferentes fiscalías. Lo que sí
sabemos es que algunos de los fiscales que organizan la marcha han sido
acusados por los familiares de las víctimas por encubrimiento y
negligencia en sus funciones en relación con la causa que les incumbe desde
hace 21 años.
Desagravio. ¿Puede ser que la marcha haya sido una expresión de desagravio
hacia la persona del fiscal y de su familia, que no recibieron las condolencias
de la primera mandataria ni de su gabinete; familiares de un hombre de la
Justicia que debieron haber sido recibidos por la Presidenta como máxima
responsable de la salvaguarda de la vida de los ciudadanos?
Lamentablemente, quizás, esto último haya sido lo más doloroso, lo más
inexplicable, y lo más irritante, entre todas las cosas que provocó la muerte
de Nisman. La
Presidentatuiteó apenas nos enteramos de la muerte de Nisman para
decir que fue un suicidio, al día siguiente siguió con el mismo procedimiento
para sostener que fue un asesinato, y luego ninguneó el hecho y se justificó en
que ella era la principal perjudicada.
Este gobierno no está a la altura de las exigencias de las investiduras
delegadas por el pueblo argentino. Podrá ser más o menos popular de acuerdo con
las circunstancias y por medidas que se aprobarán con distinto grado de
adhesión, pero cuando hay víctimas que no le reditúan beneficios políticos, o
que pueden perjudicar su imagen, las ignoran, y hasta ofenden a quienes sufren.
Esa alegría de la que habla la Presidenta, que dice no querer perder, es
la misma alegría que en 1994 el entonces presidente Carlos Menem tampoco
quería perder, y por eso en momentos en que la gente otra vez con sus paraguas
llenaba las plazas por la bomba en la AMIA, le daba una entrevista a la revista
Corsa. Así era la festejada simpatía de aquel presidente, como así es la
reconocida vitalidad de nuestra mandataria. Esta indiferencia ya la
hemos vivido con Cromañón, cuando no importaban los cuerpos de las decenas
de muertos, y sí importaba que esas muertes no favorecieran a la derecha. Lo
mismo que las muertes de la línea Sarmiento, o la fiesta de la democracia
mientras los saqueos y los ataques aterrorizaban a los habitantes de
varias provincias, y ahora lo mismo sucede con Nisman en boca de quienes hablan
de oportunismo político de la oposición, o que le tiraron un cadáver a
Cristina, etc.
Hay un fenómeno de la robotización de la política que comienza desde la
mañana, cuando Jorge
Capitanich o Aníbal Fernández lanzan
la consigna que repetirá la tropa en sus diferentes instancias. “¡Va la
Pando!”, gritan los jefes, y la frase se repite en las redes sociales, en las
unidades básicas, en las reuniones de referentes culturales.
Del otro lado de la trinchera, es continua la ansiedad por informarse en
los programas opositores, seguir extáticos ante las nuevas poses y argumentos
en boca de sus principales periodistas, o no perderse en el recorrido de los
programas en los que el libreto hace rato está escrito y en los que sólo se
trata de reforzar el guión con invitados que no son más que actores en una
puesta siempre la misma.
Muchos quieren salvar a la República, otros dicen resistir ante quienes quieren despojar al pueblo de los logros conseguidos estos años, y cuando hay un caso como el de Nisman, no se hace más que volver a sostener lo ya asumido en cada una de las posturas. Es un sistema de rigideces.
El miedo. La reacción de la Presidenta nos da qué pensar. No sé si son
pertinentes los análisis psicotécnicos de quienes no cejan en hablar de ella
cada vez que pueden. De su ciclotimia, de su narcisismo, o de sus joyas. Lo que
diré a continuación no tiene la pretensión de estar a la altura de tales
diagnósticos. Pero se me ocurrió que las reacciones de la Presidenta
después de la muerte de Nisman estaban causadas por el miedo, un temor que
persiste. Cuando en el acto de inauguración de Atucha II, le dice a la gente
que el canciller envió sendas cartas a las autoridades de Estados Unidos y de
Israel, porque los argentinos no debemos ser usados para dirimir litigios que
conciernen a otros países, imaginamos que supone que hubo agentes extranjeros
que se infiltraron en nuestro país.
Nuevamente, actos letales provenientes de lejanos rincones del planeta
–Irán, Siria, CIA, Mossad, Hezbollah– con ausencia de conexión local. Cierto o
no, nos infiltran cuando así lo disponen, y nuestras defensas, para emplear un
eufemismo, están siempre llamativamente bajas.
La Presidenta no sabe qué pasó con Nisman, pero sí sabe que los
organismos de seguridad están fuera de control. Y sus
repetidos acting out no son más que fugas para delante frente a la incógnita no
develada. Nosotros tampoco sabemos por qué el fiscal, durante la feria
judicial, denuncia por televisión a la Presidenta por encubrimiento de una
causa criminal. Sin ser especialista del modo en que se vinculan los
funcionarios de la Justicia con los medios masivos de comunicación, el hecho no
deja de ser extraordinario, fuera de lo común. Podemos imaginar que el fiscal
buscaba protección porque su vida estaba en peligro. Y es posible que mucha de
la gente que marchó sienta que esa protección tampoco la tiene, y que no hay
autoridad en la que confiar para salvaguardar su vida. Llámese a esta
desprotección con los nombres de inseguridad, Bonaerense, mafias, narcotráfico,
barras, servicios.
¿Exageración? Es posible que no lo sea. El hecho de que los referentes
políticos más nombrados en los últimos tiempos sean Berni, Milani y Stiuso nos
da un panorama inesperado de la sociedad en la que vivimos. Hasta la Presidenta
debe sentir una cierta inseguridad aun con los nuevos dispositivos de
Inteligencia que pretende implementar de un día para el otro. Como si toda
“inteligencia” pudiera ser una inteligencia en contra.
(*) Filósofo - www.tomasabraham.com.ar
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