Por Jorge Fernández Díaz |
Un ejército de motos, policías a caballo e infantes con
metralletas protegían tardíamente al muerto. Decenas de personas humildes y
sollozantes salían al camino con carteles rudimentarios y flores, y le imploraban
al filósofo, porque no tenían enfrente a nadie más, que por favor se hiciera
justicia. Santiago Kovadloff iba aterido de frío dentro de ese cortejo fúnebre
que desembocaría en el desolador cementerio de La Tablada.
Allí varios judíos ortodoxos con indumentaria atemporal
cumplirían con los ritos finales. A Santiago ese día paradójico de sol y
bandadas de pájaros le parecía sombrío y eterno. Sentía por dentro un extraño déjà vu. Una vez más estaban sepultando
a una víctima de la violencia política y de la impunidad. Ser argentino se
transformó en esto: la repetición trágica del silencio invicto, el delito
triunfando sobre la verdad, el triste desamparo, la imposibilidad de que el
dolor pueda ser unánime. Kovadloff habló en esa ceremonia y luego lloró amargamente
en la intimidad de su departamento. Su antiguo discípulo y amigo, el filósofo
Ricardo Forster, se acababa de referir al trabajo de Nisman: "Se construyó
esa denuncia para generar todo este clima de desasosiego, de bronca, en un
verano que parecía muy tranquilo". El secretario del Pensamiento Nacional
se lamentó de que la realidad haya interrumpido eso: "la alegría del
verano".
El contraste, esa distancia que se ha abierto entre todos
nosotros, hizo que Santiago recordara de inmediato un lejano viaje que hicieron
juntos a España. Con otros profesores de filosofía pasaron de Badajoz a
Portugal, y en una pequeña taberna cercana a la frontera pidieron vino verde y
charlaron un rato con el tabernero: era también judío y su familia había tenido
que ocultar esa condición de las persecuciones inquisitoriales y antisemitas.
Bajaron a un sótano y el tabernero les mostró una puerta disimulada que tenía
por fuera una cruz y por dentro una estrella de David. En esa clandestinidad
protegida, en ese asfixiante reducto, sus antepasados rezaban dramáticamente a
su Dios desde el siglo XVI. Fue tal la impresión de Forster que salió corriendo
y llorando con enorme angustia. Kovadloff lo siguió y lo alcanzó para abrazarlo
y compartir su emoción. Aquel abrazo sería hoy absolutamente imposible. Esos
dos hombres de las ideas y de la palabra, esos dos ex amigos de la vida,
quedaron atrapados por la empalizada de la división. Impunidad y división son
los clavos del ataúd que guarda para siempre el cuerpo del fiscal que iba a
denunciar a la presidenta de la Nación y que en las vísperas apareció
misteriosamente baleado dentro de su propio baño.
Veinticuatro horas después de las exequias y el desgarro de
La Tablada, como si fuera una respuesta enajenada a ese duelo lacerante, el
kirchnerismo vivió su gran fiesta de jactancias y bromas en los salones de la
Casa Rosada. Los miembros del Movimiento para la Supervivencia Personal
respondieron a los rezos fúnebres con los cánticos bullangueros. Se los notaba
felices. La sociedad no politizada, esa misma que hace dos semanas comenzó a
mirar de frente al Gobierno y fue como si lo viera por primera vez, tuvo una
muestra más de insensibilidad macabra. El caso criminal saltó el cerco político
y atravesó todos los programas de televisión y todas las clases sociales. Esta
vez no estaban en el banquillo de los acusados el padrastro o el portero, sino
la propia jefa del Estado y sus muchachos, que quedaron bajo la lupa impiadosa
del público general. No sabemos si Lagomarsino es sincero o miente; lo único
seguro es que para el televidente común se contradijo menos que Berni. La
cantidad de datos precipitados y a la postre apócrifos que el oficialismo lanzó
a la vista de todos, las increíbles declaraciones desaprensivas e
irresponsables, las marchas y contramarchas, la voracidad por intentar
establecer un relato que lo exculpe, los delirios conspirativos que denunció y
la profunda negligencia operativa que la administración demostró día tras día
tuvieron un impacto fulminante en segmentos de la población que habitualmente
no se interesan por los entresijos de la política vernácula. E incluso en
algunos otros: el miércoles una simpatizante kirchnerista que vacacionaba en
Miami encontró por la calle a un ex miembro del Gabinete Nacional, hoy devenido
en empecinado opositor, y le recriminó sus críticas: "Vos querés que le
vaya mal a Cristina". El dirigente le explicó que eso no era cierto, y
también qué cosas ocurrían de verdad puertas adentro del poder. Al oírlo, la
mujer de repente rompió en llanto: "No me hagas esto, por favor -le dijo
para su sorpresa-. Necesito pensar que no fui engañada. ¡Necesito creer!"
Sondeos secretos que se hacen de manera febril anticipan una caída notable en
la imagen presidencial a raíz de todos estos zafarranchos. "Estoy un poco
averiada, como en la batalla naval, pero jamás hundida", dijo
metafóricamente el viernes. Tiene razón. Su raid mediático plagado de errores,
exabruptos, cartas y cadenas no hizo más que hundirla un poco más: el Gobierno
no ha dejado de cavar su propia fosa desde el minuto cero de la muerte. Podría
haber encajado sobriamente la tremenda herida política que ya significaban un
suicidio enigmático o inducido, o directamente un homicidio simulado y
perpetrado con su responsabilidad o bajo sus propias narices. Pero intentó
desde el primer momento manipular e imponer, sin compasión alguna, y entonces
fue agrandando las sospechas sobre su culpabilidad. A esto se agrega la sangre
fría para apuñalar todos los días al cadáver. Llenándolo de suciedades, injurias,
inventos, sugerencias íntimas y otras bajezas aportadas por los servicios de
inteligencia lo único que el Gobierno logró fue lastimarse a sí mismo con esos
puntazos al aire que le lanzaba día y noche al fantasma etéreo de Nisman. Hubo
una carrera enloquecida para desplazar al finado del lugar de víctima y alojar
allí a la patrona de Balcarce 50, que pase lo que pase siempre debe ejercer su
histriónico rol de mártir oficial. Debería saberlo ya: nadie le gana esa
partida a un muerto.
Las frases preferidas de Cristina Kirchner fueron, a su vez,
granadas de mano activadas por ella misma bajo su propia mesa. Cuando la jefa
del Estado repite "todo tiene que ver con todo" no hace más que
confirmar el carácter caprichoso y paranoico de su estilo de gestión. No todo
tiene que ver con todo, y quien llama a no separar la paja del trigo, a ver
complots organizados en cualquier hecho o secuencia, y a borrar por
innecesarios el azar, la impericia, la casualidad y los matices del destino,
está sembrando ira y confusión, y generando fanatismos bobos. La frase "no
tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas" en boca de la máxima autoridad
del Poder Ejecutivo provoca alarma y pavor, porque demuestra un sesgo
arbitrario e impredecible. Su posición de "opinator" verborrágico
banaliza su propia voz. Y finalmente, la frase "no permitamos que nos
dividan" parece un chiste: nadie hizo tanto como el cristinismo para
desunir al pueblo argentino. Y si se refiere, como lo hizo, a los conflictos de
Medio Oriente, no cabe la menor duda de que desde la voladura de la embajada
israelí y la tragedia de la AMIA estamos lamentablemente involucrados en esas
coordenadas. El giro geopolítico a favor de Irán y la firma del Memorándum de
Entendimiento no hizo más que incrustarnos de cabeza en los lodazales donde
ella ahora nos conmina a no meternos.
El epílogo de la semana mostró a la Presidenta ante su
obediente militancia de probeta practicando una vez más la contabilidad
creativa, sumando reservas sin contar que las alquimias del Banco Central aumentan
la recesión, que debió pedirle prestadas carísimas muletas a China y que
cacareamos una suma sin restas a costa de permanecer en default. También
"históricos" aumentos jubilatorios que ni siquiera compensan los
callados incrementos inflacionarios. Carnecita para que los propios digieran el
sapo y los ajenos muerdan el anzuelo y olviden por un rato el doliente déjà vu de la impunidad.
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