lunes, 2 de febrero de 2015

Insensibilidad macabra

Por Jorge Fernández Díaz
Un ejército de motos, policías a caballo e infantes con metralletas protegían tardíamente al muerto. Decenas de personas humildes y sollozantes salían al camino con carteles rudimentarios y flores, y le imploraban al filósofo, porque no tenían enfrente a nadie más, que por favor se hiciera justicia. Santiago Kovadloff iba aterido de frío dentro de ese cortejo fúnebre que desembocaría en el desolador cementerio de La Tablada.

Allí varios judíos ortodoxos con indumentaria atemporal cumplirían con los ritos finales. A Santiago ese día paradójico de sol y bandadas de pájaros le parecía sombrío y eterno. Sentía por dentro un extraño déjà vu. Una vez más estaban sepultando a una víctima de la violencia política y de la impunidad. Ser argentino se transformó en esto: la repetición trágica del silencio invicto, el delito triunfando sobre la verdad, el triste desamparo, la imposibilidad de que el dolor pueda ser unánime. Kovadloff habló en esa ceremonia y luego lloró amargamente en la intimidad de su departamento. Su antiguo discípulo y amigo, el filósofo Ricardo Forster, se acababa de referir al trabajo de Nisman: "Se construyó esa denuncia para generar todo este clima de desasosiego, de bronca, en un verano que parecía muy tranquilo". El secretario del Pensamiento Nacional se lamentó de que la realidad haya interrumpido eso: "la alegría del verano".

El contraste, esa distancia que se ha abierto entre todos nosotros, hizo que Santiago recordara de inmediato un lejano viaje que hicieron juntos a España. Con otros profesores de filosofía pasaron de Badajoz a Portugal, y en una pequeña taberna cercana a la frontera pidieron vino verde y charlaron un rato con el tabernero: era también judío y su familia había tenido que ocultar esa condición de las persecuciones inquisitoriales y antisemitas. Bajaron a un sótano y el tabernero les mostró una puerta disimulada que tenía por fuera una cruz y por dentro una estrella de David. En esa clandestinidad protegida, en ese asfixiante reducto, sus antepasados rezaban dramáticamente a su Dios desde el siglo XVI. Fue tal la impresión de Forster que salió corriendo y llorando con enorme angustia. Kovadloff lo siguió y lo alcanzó para abrazarlo y compartir su emoción. Aquel abrazo sería hoy absolutamente imposible. Esos dos hombres de las ideas y de la palabra, esos dos ex amigos de la vida, quedaron atrapados por la empalizada de la división. Impunidad y división son los clavos del ataúd que guarda para siempre el cuerpo del fiscal que iba a denunciar a la presidenta de la Nación y que en las vísperas apareció misteriosamente baleado dentro de su propio baño.

Veinticuatro horas después de las exequias y el desgarro de La Tablada, como si fuera una respuesta enajenada a ese duelo lacerante, el kirchnerismo vivió su gran fiesta de jactancias y bromas en los salones de la Casa Rosada. Los miembros del Movimiento para la Supervivencia Personal respondieron a los rezos fúnebres con los cánticos bullangueros. Se los notaba felices. La sociedad no politizada, esa misma que hace dos semanas comenzó a mirar de frente al Gobierno y fue como si lo viera por primera vez, tuvo una muestra más de insensibilidad macabra. El caso criminal saltó el cerco político y atravesó todos los programas de televisión y todas las clases sociales. Esta vez no estaban en el banquillo de los acusados el padrastro o el portero, sino la propia jefa del Estado y sus muchachos, que quedaron bajo la lupa impiadosa del público general. No sabemos si Lagomarsino es sincero o miente; lo único seguro es que para el televidente común se contradijo menos que Berni. La cantidad de datos precipitados y a la postre apócrifos que el oficialismo lanzó a la vista de todos, las increíbles declaraciones desaprensivas e irresponsables, las marchas y contramarchas, la voracidad por intentar establecer un relato que lo exculpe, los delirios conspirativos que denunció y la profunda negligencia operativa que la administración demostró día tras día tuvieron un impacto fulminante en segmentos de la población que habitualmente no se interesan por los entresijos de la política vernácula. E incluso en algunos otros: el miércoles una simpatizante kirchnerista que vacacionaba en Miami encontró por la calle a un ex miembro del Gabinete Nacional, hoy devenido en empecinado opositor, y le recriminó sus críticas: "Vos querés que le vaya mal a Cristina". El dirigente le explicó que eso no era cierto, y también qué cosas ocurrían de verdad puertas adentro del poder. Al oírlo, la mujer de repente rompió en llanto: "No me hagas esto, por favor -le dijo para su sorpresa-. Necesito pensar que no fui engañada. ¡Necesito creer!" Sondeos secretos que se hacen de manera febril anticipan una caída notable en la imagen presidencial a raíz de todos estos zafarranchos. "Estoy un poco averiada, como en la batalla naval, pero jamás hundida", dijo metafóricamente el viernes. Tiene razón. Su raid mediático plagado de errores, exabruptos, cartas y cadenas no hizo más que hundirla un poco más: el Gobierno no ha dejado de cavar su propia fosa desde el minuto cero de la muerte. Podría haber encajado sobriamente la tremenda herida política que ya significaban un suicidio enigmático o inducido, o directamente un homicidio simulado y perpetrado con su responsabilidad o bajo sus propias narices. Pero intentó desde el primer momento manipular e imponer, sin compasión alguna, y entonces fue agrandando las sospechas sobre su culpabilidad. A esto se agrega la sangre fría para apuñalar todos los días al cadáver. Llenándolo de suciedades, injurias, inventos, sugerencias íntimas y otras bajezas aportadas por los servicios de inteligencia lo único que el Gobierno logró fue lastimarse a sí mismo con esos puntazos al aire que le lanzaba día y noche al fantasma etéreo de Nisman. Hubo una carrera enloquecida para desplazar al finado del lugar de víctima y alojar allí a la patrona de Balcarce 50, que pase lo que pase siempre debe ejercer su histriónico rol de mártir oficial. Debería saberlo ya: nadie le gana esa partida a un muerto.

Las frases preferidas de Cristina Kirchner fueron, a su vez, granadas de mano activadas por ella misma bajo su propia mesa. Cuando la jefa del Estado repite "todo tiene que ver con todo" no hace más que confirmar el carácter caprichoso y paranoico de su estilo de gestión. No todo tiene que ver con todo, y quien llama a no separar la paja del trigo, a ver complots organizados en cualquier hecho o secuencia, y a borrar por innecesarios el azar, la impericia, la casualidad y los matices del destino, está sembrando ira y confusión, y generando fanatismos bobos. La frase "no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas" en boca de la máxima autoridad del Poder Ejecutivo provoca alarma y pavor, porque demuestra un sesgo arbitrario e impredecible. Su posición de "opinator" verborrágico banaliza su propia voz. Y finalmente, la frase "no permitamos que nos dividan" parece un chiste: nadie hizo tanto como el cristinismo para desunir al pueblo argentino. Y si se refiere, como lo hizo, a los conflictos de Medio Oriente, no cabe la menor duda de que desde la voladura de la embajada israelí y la tragedia de la AMIA estamos lamentablemente involucrados en esas coordenadas. El giro geopolítico a favor de Irán y la firma del Memorándum de Entendimiento no hizo más que incrustarnos de cabeza en los lodazales donde ella ahora nos conmina a no meternos.

El epílogo de la semana mostró a la Presidenta ante su obediente militancia de probeta practicando una vez más la contabilidad creativa, sumando reservas sin contar que las alquimias del Banco Central aumentan la recesión, que debió pedirle prestadas carísimas muletas a China y que cacareamos una suma sin restas a costa de permanecer en default. También "históricos" aumentos jubilatorios que ni siquiera compensan los callados incrementos inflacionarios. Carnecita para que los propios digieran el sapo y los ajenos muerdan el anzuelo y olviden por un rato el doliente déjà vu de la impunidad.

© La Nación

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