jueves, 5 de febrero de 2015

Entre el miedo y el mercado

Charlie Hebdo, humoristas, actores y hasta mensajes presidenciales ponen de relieve el debate sobre el humor. ¿Podemos reírnos de cualquier cosa? 
La sátira ¿vale para todo?

Por Bruno Bauer (*)

El humor habla de nuestros miedos. La muerte, el deseo, el poder, la guerra, los malos gobiernos, un amante de nuestra esposa bajo la cama, las personas diferentes a nosotros, como judíos, gallegos, homosexuales o musulmanes, quedar perdidos en una isla desierta, perder 7 a 1, o llevar una vida infeliz en una familia disfuncional y un empleo sin futuro en el sector 7G; todo aquello que tememos es materia de humor para poder hablar de eso, para poder exorcizarlo.

Y, de todos miedos del Hombre, el más temible siempre es la conducta de los otros hombres, lo sabemos desde 1651. De manera que el humor habla de la conducta de los hombres, el humor es entonces una manifestación de la ética, y allí encontramos al primero de sus límites. Ese carácter ético explica la enorme dificultad en hacer un humor político que vaya más allá de la burla (y la censura) a la conducta de nuestros políticos profesionales, como tener sobrepeso, usar crucifijos y carteras Louis Vuitton, o, simplemente, ser mujer. También explica el camino ciego del llamado “humor absurdo” que, apenas pierde el lazo con un conjunto de significantes triviales sacados de contexto, como puede ser una Conferencia de Batmans del Mercosur, se pierde en el corazón esponjoso de un muffin de bufandas largas, gatos y duendes, un “humor poético” que no hace reír y sólo acaricia con tibieza y calcula la sensibilidad lineal de gente que tampoco lee mucha poesía.

El humor emplea la función innata de la risa para premiar las conductas que un grupo humano considera positivas: los chicos ríen mientras se persiguen para disolver cualquier sospecha de agresividad real, para dejar en claro que están jugando; el aspirante a un empleo llega con una sonrisa a la entrevista para despertar automáticamente la simpatía, o la misericordia, de sus potenciales empleadores antes de haber demostrado la menor aptitud para el puesto. Pero el humor también emplea la risa para castigar las conductas que se apartan de la norma mediante la burla al cobarde, al goloso, al indolente, al tonto, al loco, al sucio y al deforme. Cuando el lenguaje entró en contacto con este mecanismo casi darwiniano de juicio social, nació el humor, nacieron Aristófanes, Quevedo, Alphonse Alais, Buster Keaton, Monthy Pyton, Gila, Fontanarrosa, Café Fashion y South Park, y todos aquellos que se burlaron de lo que sus sociedades, los sistemas de valores de sus épocas, consideraron erróneo, inútil o nocivo. Y allí reside una de las fronteras que marca el carácter ético del humor: es absolutamente relativo, los chistes son productos culturales que envejecen más rápido que una imagen, una historia o una melodía. En 2015 nadie puede afirmar sinceramente que Moliere o Chaplin le despiertan carcajadas, porque nos hablan de una sociedad que ya fue, de un sistema de valores que no existe más y que sólo podemos recuperar mediante un ejercicio intelectual, una mediación que entorpece el arco reflejo de la risa, y apenas nos deja una mueca impostada de pertenencia cultural. La relatividad del humor obliga a cualquier broma a ser milimétricamente oportuna: dos minutos después de que la gorda se resbaló, una semana después del atentado, veintiséis años después de la Guerra Fría, el chiste pierde sentido, el tuit pierde contexto, la caricatura no se entiende, su destino es la Papelera de Reciclaje de la cultura.

La operación ética del humor apunta al brutal cambio de contexto, alterar el tejido semiótico que nos permite entender al mundo poniendo una de sus hebras en el lugar equivocado: el retrato con un diente pintado de negro, el caballero despojado de su dignidad, el rey desnudo, el político en calzoncillos, el intelectual ignorante, el magnate con gustos de pobre, la clase media con aspiraciones desmedidas, el anarquista con zapatillas Gola. Nos hace reír aquello que conocemos pero en un lugar inesperado. Ese es todo el efecto del humor sobre la realidad: cambiar una tuerca de lugar para sentarse a ver cómo nada fuciona como debería, como un sistema de valores previo a cualquier risa nos dice que debería funcionar. El humor no nos hará mejores personas ni contribuirá a comprender mejor la realidad. El humor no deja de ser conservador, apunta al deber ser, a una realidad modélica, sólo puede seguir nuestra conducta como un censor conservador, como un superyó oblicuo y cobarde dispuesto a esmerilar ese conjunto de faltas conscientes y asumidas de la razón cínica con la única esperanza de generar un conjunto de reacciones homogéneas y alegres alrededor de un crítica que no cambiará al mundo. El humor no hará la revolución por nosotros.

Pareciera que el humor como manifestación ética no tiene límite exterior: se limita a bordear nuestros temores desde el lado de afuera del bien para señalar lo que hacemos mal. Cuanto mayor es la carga moral del bromista, más revulsiva es la broma. Sólo recordemos a ese patriarca de la incorrección política, Jonathan Swift, anglicano y resentido, invitando a sus compatriotas a comerse a los niños para combatir la pobreza. Pocos superaron esa marca desde entonces. ¿Debemos esperar entonces que, pese a los juicios, los tiros y las bombas, el humor siga avanzando sobre nuestras conductas, como una nube de óxido nitroso que envuelve e intoxica cada práctica y creencia que considera equivocada? Sí, vivimos en una sociedad incompletamente secularizada y saturada de valores. Ante el pánico por la modernidad, un mundo educado en Darwin, Freud y Diderot vuelve corriendo a los viejos valores religiosos, tradicionalistas, casi preindustriales. Progresistas agnósticos elogiando al Papa, occidentales laicos escribiendo “El Profeta” con mayúsculas, nativos digitales proponiendo comer basura y piedras para no ofender a la Pachamama, toda esa batería de nuevos y viejos valores alimenta la industria de las futuras burlas con más y más varas para medir y para golpear.

Pero esa industria necesita clientes, esos dibujantes y guionistas necesitan editores y lectores, productores y televidentes, consumidores que estén dispuestos a pagar. De esa manera, el mercado, inmune a cualquier valor trascendente, es el segundo límite del humor: un producto cultural, como todo bien, realiza su valor en el intercambio. La libertad de expresión es la libertad de comercio de las expresiones publicadas. Al primer choque social que altere la demanda, las bromas de Charlie Hebdo contra los musulmanes cotizarán al alza y las bromas de Página 12 contra el fiscal Nisman cotizarán a la baja, ya no por ninguna ley o código de ética prefabricado, sino por las fuerza del mercado de expresiones culturales.

La ética y el mercado, esos son los límites del humor y no los podemos manejar, regular ni legislar. Como tampoco es esperable (aunque sería deseable) que ningún humorista se atreva a franquearlos. 

(*) Bruno Bauer es humorista gráfico. Es autor de la tira Lenin y vos (Ediciones La Parte Maldita – Revista Comux, 2014).

© La Vanguardia

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