Por J. Valeriano Colque (*) |
Argentina no es un país fácil de entender. Lo saben todos
los que alguna vez intentaron explicar cuestiones muy nuestras a gente venida
de lejos, gente habituada a una lectura cartesiana de la realidad.
Quien lo hizo, habrá constatado cuán arduo le resulta al
ocasional interlocutor asumir, como nosotros, que por estas latitudes la ley de
gravedad suele ser una excepción. ¿O existe un modo mejor de entender por qué
en Argentina los que menos ganan tributan como los contribuyentes más
acomodados?
La discusión sobre el Impuesto a las Ganancias se desarrolla
ante un enorme silencio gubernamental; un silencio esporádicamente roto por los
explicadores de turno, capaces de sostener que el salario es ganancia, un
razonamiento digno de una mente neoliberal–que los liberales nunca intentaron
siquiera–y en el marco de una inflación que se usa para ajustar las
obligaciones ajenas y diluir las propias.
Desde el año pasado a este 2015, los trabajadores de la
franja asalariada más baja que tributa, casados y con dos hijos, pagarán un 217
% más, debido a que las respectivas alícuotas y bases imponibles de los sueldos
permanecieron estáticas.
Para mayor claridad, quien ganaba 16 mil pesos mensuales
pagó el año anterior 7.605 pesos de Ganancias; pero con un ajuste por convenio
del 30 %, pasó a cobrar 20.800 y deberá tributar 24.115 pesos. Kafkianas
delicias de la vida argentina.
Quienes tienen menores ingresos y afrontan cargas de familia
tributan más. Si uno supera apenas el mínimo imponible, paga un 27 %, y con un
ingreso extra, el 35 %, o sea lo mismo que tributan quienes cobran más de 100
mil pesos mensuales. Se entiende que no pesa lo mismo un descuento del 35 %
sobre 25 mil pesos que sobre 120 mil.
No son cuestiones que estén en el centro del debate en
países de elevada presión impositiva en los que, sin embargo, los impuestos
carecen de carácter regresivo y retornan en servicios públicos de calidad al
menos aceptable, sin olvidar las ventajas de una moneda fuerte, a la que la
inflación no va fagocitando mes a mes, mientras mina la capacidad de ahorro.
Pero, para colmo del absurdo argentino, hay un aspecto
decididamente ideológico que emerge como nuestro mejor chiste de humor negro.
Porque este asalto al salario de los trabajadores lo
perpetra un Estado gobernado por quienes, desde antiguos tiempos, vienen
sosteniendo que la columna vertebral de su pensamiento pasa por la recuperación
del trabajo y la mejora sistemática de los ingresos de los asalariados. Y esto
último sí que resulta difícil de explicárselo a cualquiera, porque ni siquiera
podemos explicárnoslo a nosotros mismos.
Los que tienen
tendrán más mientras el resto tendrá menos
Se cumplieron 30 años (¡30 ya!) de aquel suceso musical que
fue We Are The World (Somos el mundo), una iniciativa que reunió a
megaestrellas de la canción con el loable fin de ayudar a paliar la pobreza en
África. Dicen que fue el mayor éxito benéfico de la historia musical
y–proponemos desde acá–la mayor evidencia de que el capitalismo–desde entonces
y mucho antes también–avanza en un camino que lo ahogará.
A 30 años de aquel hit, el capitalismo se apresta descorrer
un velo siniestro en 2016: el 1 % de la población mundial (70 millones de
millonarios) tendrá tanta riqueza como el 99 % restante.
Si no hubieran sucedido la denuncia y la posterior muerte
del fiscal Nisman, quizá la prensa argentina hubiera puesto más énfasis en la
visita al país del economista estrella (y el más urticante) del momento: Thomas
Piketty.
La tesis de Piketty es demoledora: la acumulación de riqueza
en un grupo muy pequeño de personas de manera creciente y creciente no es una
disfunción del capitalismo, sino una consecuencia natural. El postulado es que
R (la renta del capital) será siempre y cada vez mayor que G (r-g), siendo G el
crecimiento promedio de la economía. Así las cosas, los que tienen tendrán más,
mientras el resto (aun creciendo en su riqueza) tendrá (relativamente) menos.
Como sucedió en Argentina durante el principio del ciclo K,
épocas de fuerte crecimiento (G) generan momentos transitorios (o incluso
estadísticamente ilusorios) de un cierre de la brecha, pero cuando el
crecimiento se ralentiza o desaparece (como sucedió en el mundo desde la crisis
de 2008), se hace evidente que el “derrame” es ascendente: los de abajo se van
más abajo con relación a lo que acumulan los de arriba.
Aunque no hay muchos datos sobre riqueza acumulada en
Argentina, el mapa del ingreso muestra que el 10 % de la pirámide se lleva un
33 % del total. Si a eso sumamos el capital preexistente, la desigualdad es
mucho más marcada.
Para peor, en el país ya pasó lo mejor del ciclo económico y
el mapa de desigualdad sólo mejoró si se lo compara con 2002. Si lo medimos con
el mapa de desigualdad del menemismo, los parámetros parecen calcados: la
pobreza sigue en torno al 27 % del total, alineada con los valores de la región
donde–allá lejos y hace tiempo–solíamos distinguirnos.
El 1 % de los ricos del mundo debería estar hoy más
preocupado que el 99 % restante por empezar los cambios, en serio.
(*) Economista
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