Por Gabriela Pousa |
Todo se repite inexorablemente en Argentina El fiscal Alberto
Nisman no es la primera víctima de esta democracia delegativa que
aceptamos voluntariamente, desentendiéndonos de ella después de la algarabía de
su recuperación en 1983.
Así fue: con Raúl Alfonsin se enterraron las boinas blancas y
las experiencias de gestiones frustradas, con el peronismo de Herminio
Iglesias, se sepultó la justicia social y los bombos ya no sonaron igual. Adiós
a las doctrinas. De ahí en más, bienvenida la ambición personal y la propia
conveniencia como ideologías a explorar.
Nunca un político estuvo a la altura de las expectativas de su pueblo. ¿Cuánto tiempo se
tardó en reconocer algo positivo a Arturo Frondizi? ¿Y Arturo Illia no fue
bastardeado por lento acaso? Hoy uno es el estadista añorado y el otro, el
paladín del político honrado. Lo que ayer se despreciaba hoy cobra
relevancia.
Quizás las múltiples decepciones favorecieron el desinterés por
saber de qué se trata, y más aún por corroborar si los dirigentes electos
nos representan en realidad. Cumplimos un domingo en ir a votar, y
parece que no se nos puede pedir más. Las entelequias no demandan, y la Patria
es uno de esos vocablos que el kirchnerismo ha vaciado. Dios espera en
algún lado.
La habilidad del oficialismo en manejar “a piacere” la sociedad durante
más de diez años, no encontró correlato en una oposición que le regaló tres
mandatos presidenciales sin solución de continuidad. Los Kirchner
supieron aprovechar la característica imperante de la época en que les tocara
actuar. Hallaron al país inmerso en la cultura del ocio donde tener otorga
mayor jerarquía y status que el ser.
Si la gente quería eso, ellos se lo iban a dar. Y lo hicieron sin importar el método, el fin justificaba los medios. Durante una década vivimos sumidos en la fascinación del entretenimiento. De pronto, todo debía divertir: la escuela, la Iglesia, el Estado, la política, en definitiva la vida misma. A punto tal se establecía la industria del divertirmento que aparecieron casas funerarias ofreciendo ceremonias temáticas en lugar de los clásicos entierros.
Si la gente quería eso, ellos se lo iban a dar. Y lo hicieron sin importar el método, el fin justificaba los medios. Durante una década vivimos sumidos en la fascinación del entretenimiento. De pronto, todo debía divertir: la escuela, la Iglesia, el Estado, la política, en definitiva la vida misma. A punto tal se establecía la industria del divertirmento que aparecieron casas funerarias ofreciendo ceremonias temáticas en lugar de los clásicos entierros.
Lo ceremonioso, la solemnidad se catapultaron aburridas y
consecuentemente quedaron abandonadas a un lado del camino. Hasta el
Himno Nacional modificó su pentagrama. Surgieron versiones acordes a la moda
musical. ¿Era necesario aggionar un símbolo nacional? Nadie se lo preguntó
entonces.
El arte de lo posible se desentendió de sus compromisos para pasar a ser
el arte de mantener entretenido al tejido social. Si la realidad no pintaba
alegre se la disfrazaba y convertía en mercadería que, gustosa, la sociedad
consumiría.
Presenciamos situaciones mefistofélicas, bizarras. En algunas tiendas,
las vendedoras ofrecían una camisa o una remera y decían: “es divertida”.
Siempre quise saber cómo una prenda era capaz de entretener por si misma, y
cual era entonces aquella que aburría…, pero no. No estábamos para
preguntar ni preguntarnos.
Los interrogantes se nos dieron con sus respectivas respuestas fuesen o no ciertas, nos ahorraron el “trabajo” de pensar. ¡Qué caro lo estamos pagando!
Los interrogantes se nos dieron con sus respectivas respuestas fuesen o no ciertas, nos ahorraron el “trabajo” de pensar. ¡Qué caro lo estamos pagando!
En ese contexto, la política dejó de ser el instrumento para solucionar
los problemas de la gente, y pasó a ser una herramienta para su divertirmento. El kirchnerismo
entendió el mensaje. En plena época de la imagen, lo colorido y lo
banal son imperativos, y a partir de esa premisa construyeron una década de
show y circo.
Los escándalos tuvieron su cuota de surrealismo, los artistas
populares ganaron prominencia, se los convocó a una caterva de recitales
acompañados de sándwiches y vino, de sandias, vales y micros que traían
espectadores pasivos desde el interior a la urbe de cemento donde se
concentrara el gen de la diversión que merecíamos.
Frente a ese escenario, Cristina Fernández entendió que no era
el momento para la oratoria precisa sino para el stand up, la burla y el
bufoneo. Y muchos, demasiados, gozaron y aplaudieron durante años todo eso.
A veces se reaccionó. Pero el error de la sociedad fue marchar para
protestar cuando debía hacerlo para reclamar soluciones con plazos de tiempo
concretos. El cambio que se demanda no puede ser mero deseo, el cambio
debe ser una imposición con custodias permanente para que sea hecho.
“El ojo del amo engorda al ganado“, dice el refrán. Pues
bien el amo no es el gobierno, el amo es el pueblo. No lo comprendimos
a tiempo. Al olvidarnos de esa condición esencial para el postrer
desarrollo institucional, nada fue por el camino correcto.
Ahora, una muerte nos sacó del “verano de emoción” al que aludía
el gobierno. Nos sopapeó feo, nos mostró que hay límite para la fiesta y que,
antes o después, todo se paga. Nos puso serios.
El kirchnerismo lo percibió pero no puede ponerse a la altura de
los acontecimientos por la simple razón que es quién los provocó. Por acto o
por omisión.
Del sonido ensordecedor de los discursos y cadenas oficiales, de las
luces de neón, de las doce cuotas para electrodomésticos pasamos al
ruido dislocado del puñado de tierra sobre un cajón, y al lado dos chiquitas
mirando sin entender el significado.
El escalofrío de tamaña escena nos volvió al ser humano que habíamos
canjeado por una suerte de autómatas o de robot.s Hoy parecemos más
personas. Si dura o no es otra cuestión. Pero al menos este show se terminó.
Gran parte de los espectadores decidieron salir del teatro, exigir otro
libreto, otro guión y aguardar con ansias fin de año para cambiar también al
director.
Ya no se está dispuesto a ver la misma función. A fuerza de repetición,
cansó. El final de la trama no incluía el “fueron felices y comieron
perdices“. El cuento terminó mostrando todo su horror.
“Nos nos une el amor sino el espanto…”, el poeta no se
equivocó.
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