Por Fernando González |
Hace poco más de un año, Jorge Milton Capitanich era un
dirigente respetado. Un gobernador joven, surgido del peronismo chaqueño al que
muchos en su partido y fuera de él visualizaban como un potencial candidato a
presidente. Tenía pocos prejuicios ideológicos y algunos conocimientos de
economía que lo ubicaban en la línea del recambio generacional peronista junto
a Sergio Massa o a Juan Manuel Urtubey.
Todo eso cambió vertiginosamente cuando decidió aceptar la
jefatura de gabinete de Cristina Kirchner. En muy poco tiempo se transformó en
ese autómata que a la mañana temprano se para frente a los periodistas y repite
un stand up de consignas en las que no cree.
Su lenguaje monocorde es la burla preferida de sus
compañeros del Gobierno y los humoristas lo eligen cada día para satirizarlo
porque su personaje es muy fácil y previsible. Hasta la Presidenta le jugó la
broma más pesada en diciembre cuando designó a Aníbal Fernández como secretario
de Estado para que desempeñe el papel de comunicador picante. A Coqui
Capitanich le quedó entonces sólo la tarea triste de atacar a los enemigos que
le señalan desde arriba con argumentos que van de lo insólito a lo ridículo. Y
él cumple obedientemente perdiendo jirones de su prestigio.
Pero ayer Capitanich cruzó una línea que ningún dirigente
político debe cruzar. El jefe de gabinete, como si se tratara de una jugada de
estadista experimentado, rompió dos veces páginas del diario Clarín. Con gestos
teatrales y frases agresivas que en su imaginación le deben haber sonado
magistrales. Fue un diario y también podría haber sido un expediente judicial o
la carta de algún parlamentario opositor. Pero este gobierno ha elegido a la
prensa como enemigo y romper un diario es un símbolo esperable de un
kirchnerismo que ya ha estampado las fotos de periodistas conocidos en afiches
callejeros condenatorios pagados siempre con fondos públicos.
Así Capitanich le hizo honor a la cultura de la
confrontación, quizás el peor legado de la década kirchnerista. Y resulta
penoso que caiga en esa práctica antidemocrática un dirigente de 50 años, que
poco tiene que ver generacionalmente con la ceguera que llevó a algunos
sectores del peronismo a la violencia extrema de los años setenta para crearle
el escenario propicio a la dictadura militar y al terrorismo de Estado. Romper
las páginas de un diario, sólo porque no le gustan o le parecen equivocadas sus
noticias, puede ser la justificación que necesiten otros intolerantes para
ejercer su violencia contra periodistas, jueces o políticos de pensamiento
diferente.
Afortunadamente, la credibilidad de las personas como
Capitanich ha caído a niveles que lo tornan casi inofensivo. Su perfomance
totalitaria despierta más tristeza que temor y es apenas una metáfora de reparto
más del país adolescente que tiene tantos actores protagónicos. El jefe de
gabinete ni siquiera se da cuenta del daño que se inflige al lograr que un
diario español lo bautice como "el ministro rompedor de diarios".
Está demasiado ensimismado en su naufragio personal hecho de conspiraciones y
fantasmas de cabotaje. Tal vez algún día recobre la conciencia democrática y
descubra que el verticalismo le ha robado una trayectoria que pudo ser muy
diferente.
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