Por Jorge Fernández Díaz |
Hace veinte días éramos para el mundo un punto ciego, apenas
un comentario al margen, acaso el cliché de una larga y enigmática decadencia.
Hoy somos un estruendo que combina luctuosas sospechas con inquietantes
frivolidades de república bananera. Estamos de pronto bajo la lupa de todos, y
los bochornos domésticos que ya teníamos naturalizados salpican ahora con la
fuerza de la novedad más chirriante las páginas de los diarios influyentes y
despiertan el asombro hilarante y a veces directamente el espanto de la opinión
pública internacional.
Esto tiene su lógica y su dinámica. En las principales
capitales de Occidente primero se enteraron de que un fiscal denunciaba a la
Presidenta de haber perpetrado una oscura operación de encubrimiento a favor de
varios sospechosos de terrorismo. Luego leyeron que ese fiscal aparecía baleado
en vísperas de dar a conocer su pesquisa. Y más tarde vieron cómo el jefe de
Gabinete rompía ampulosamente un diario para negar una información, que un día
después era confirmada. Ese gesto teatral y autoritario también fue noticia
planetaria y no hizo más que potenciar el núcleo del asunto: habían hallado en
el cesto de basura de aquel fiscal un primer borrador (luego desechado) en el
que evaluaba pedir la detención de Cristina Kirchner. A continuación, sin el
mínimo recreo, en medio de este denso clima de duelo nacional y de graves
suspicacias, descubren que esa misma presidenta viaja de buen humor a China y
hace bromas desde su cuenta oficial acerca de las dificultades que los chinos tienen
para pronunciar el español. Y entonces todo parece saltar por los aires. Es que
nosotros estamos muy acostumbrados a esa clase de insensibilidad macabra y a
las oscilaciones emocionales de la patrona de Balcarce 50. Ya descontamos
además que el lenguaje de un estadista aquí se puede deslizar hacia una mera
lengua canyengue y en ocasiones revanchista, anecdótica o vacua. Pero para la
comunidad global que ahora nos vigila todo eso resulta una sorpresa mayúscula e
indignante. "Es de lejos el peor tuit de una líder mundial que usted pueda
leer hoy", escribió The Independent. La legendaria revista The New Yorker
aludió a las perturbaciones anímicas y a la "conducta disfuncional"
de la jefa del Estado, y citó una frase antológica del gran cronista Jon Lee Anderson
sobre el derrotero de Cristina: "Una mezcla de tragedia griega y ópera
bufa".
El caso Nisman y las desventuras de la mandataria estuvieron
entre las diez informaciones más leídas del Financial Times y The Washington
Post, y es una saga permanente en las páginas y en los portales de The New York
Times, El País de Madrid y en casi todos los periódicos del hemisferio norte y
de América latina. La cadena BBC llegó a preguntarse si era técnicamente
posible arrestar a la Presidenta a raíz del extraño acuerdo con el régimen
antisemita de Ahmadinejad. Justas o injustas, lógicas o disparatadas, todas
estas menciones no hacen más que ratificar algo que ha calado hondo en los
observadores internacionales: la reputación del gobierno argentino es
desastrosa. En esos círculos, Néstor Kirchner era considerado un Lula áspero,
pero jamás un personaje ridículo; la actual imagen de su viuda está asociada
con Nicolás Maduro. En materia estratégica, tal como estableció alguna vez el
geopolitólogo Joseph Nye, existen el hard power y el soft power. El poder duro
de un país está basado en la economía, la tecnología, la acción militar. El
poder blando está lleno de intangibles, como la cultura y el prestigio. La
Argentina sólo tenía, hasta el momento, un atributo en el renglón del soft
power, y eran los derechos humanos. La muerte mafiosa de un fiscal que
investigaba el poder fue como un misil bajo la línea de flotación: hasta ese
activo quedó estropeado.
En Buenos Aires, se suceden reuniones con muchos embajadores
de la Unión Europea y con algunos representantes norteamericanos. La sensación
que impera en esos encuentros es dual. Por un lado, nadie puede creer del todo
que alguien del propio Gobierno haya mandado un sicario de los servicios para
deshacerse de Nisman. Pero están anonadados por el torpe manejo de toda la
crisis política, y han vuelto su mirada hacia las distintas posiciones que la
administración kirchnerista viene adoptando en temas tan sensibles como
Ucrania, Irán, Estado Islámico y Charlie Hebdo. Lo que les preocupa no son esos
votos concretos, sino los argumentos que se exhiben para justificarlos. Es que
las diplomacias profesionales tampoco están habituadas al relato: suelen tomar
en serio esas largas dramaturgias endogámicas, y entonces sienten, en su visión
más piadosa, que "de mínima el gobierno argentino no entiende nada".
A las grandes potencias democráticas no les preocupan, en
ese sentido, los pactos firmados estos días con China, sino las razones
antioccidentales que deslizan los funcionarios para respaldar acuerdos
comercialmente desventajosos. "Si yo fuera nacionalista, esta entente
sería un escándalo -comentó risueñamente un analista extranjero que sigue muy
de cerca las evoluciones de la política exterior. Y si yo fuera progresista,
esta visita sería un papelón intragable. ¿Fondos para una represa llamada
Néstor Kirchner? Alarma un poco que ya a nadie le ponga los pelos de punta
semejante grosería." El analista no comprende que ese
"progresismo" ha virado hacia el primitivismo, la cultura personalista
y la práctica feudal, y que permanece anestesiado en su propia soberbia: vive
en el confort del Estado, nunca se equivoca y, por lo tanto, no tiene marcha
atrás. Las relaciones carnales de los noventa eran un vasallaje al Tío Sam. Las
relaciones carnales con China son un cariñoso homenaje a Mao. Tampoco les mueve
un músculo que en Pekín su amada líder se haya pavoneado de la pericia de los
agroproductores argentinos y haya reivindicado nuestro perfil de granero del
mundo, luego de haber boicoteado durante años esa posibilidad y de haber
lanzado una batalla cultural y económica sin precedente contra el campo. Fueron
precisamente sus intelectuales y artistas de variedades quienes de manera
maniquea intentaron oponer la industria a la agricultura, y los que demonizaron
a los productores que esta semana sirvieron de carnada seductora para el
monedero de Xi Jinping.
También se han vuelto tristemente célebres en la gran
vidriera los dos alfiles de Cristina. Capitanich se transformó esta semana en
el involuntario gerente de Marketing de Clarín: Magnetto debería levantarle un
busto en la redacción para que sus periodistas le recen todos los días. ¿Cuánto
vale esa campaña fallida y espectacular? Y Aníbal Fernández no deja de producir
estupor con su jerga vulgar: le mandó decir por los medios a la doctora Fein
que no era buen momento para "ponerse la malla". En esto tiene razón,
puesto que quien investiga una de las muertes más conmocionantes de la era
democrática no puede irse de vacaciones. Pero no parece muy decoroso hacerle
llegar así la opinión del Poder Ejecutivo, ni muy afortunado el reproche
personal: a pocos días de haber hallado el cadáver de Nisman en su baño,
mientras la Argentina temblaba, el comediante se paseaba en short y ojotas por
las amigables arenas del parador Hemingway. Tal vez la prensa global se ocupe
de ellos en los próximos días. Es más seguro, sin embargo, que cubrirá
ampliamente una marcha nunca vista en un país civilizado: fiscales que deben
movilizarse por las calles porque no tienen garantías personales ni políticas para
luchar contra la impunidad.
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