jueves, 19 de febrero de 2015

El galtierismo de Cristina

Por Jorge Fernández Díaz
La fase política más relevante de la Marcha de Silencio no se encuentra en las calles mojadas por un diluvio tropical por las que se deslizó, sino en su exuberante prehistoria discursiva. En las vísperas están cifradas novedosas patologías de la Argentina y secretas convulsiones del gran partido de poder. La tercera inauguración de Atucha II, bautizada obscenamente Presidente Néstor Kirchner, le permitió a su viuda mostrarse como una mandataria enojada, pero eufórica.

Se expidió firme y segura de sí misma, reivindicando sus arranques hormonales y concentrada en gobernar con naturalidad hasta diciembre y en garantizar un sucesor con el mismo tinte ideológico: "A este gobierno nadie le marca la cancha", dijo con displicencia.

Tal vez sus intelectuales e incluso su militancia más cerril esperaban que esa cadena nacional, horas antes de la concentración, estuviera dedicada a denunciar un golpe de Estado, como preconizaron a órdenes de ella con alarma y grandes aspavientos a lo largo de los últimos diez días. Se ve que Cristina deja esas tonterías para sus idólatras, y que por fin ha encajado con cierta lógica que un gobierno duro no puede temer un golpe "blando".

El descarte, sin embargo, no borra el hecho de que utilizó a intelectuales como escudos humanos para asustar a la población y desinflar una marcha popular y democrática, y también para revestir de respetabilidad dos hechos políticos crudos: su jihad judicial se debe a que los jueces y fiscales investigan ahora la corrupción de su gobierno, y su batalla contra los agentes de inteligencia obedece a que han dejado de espiar a su nombre.

Dentro del planeta oficial, los peronistas clásicos siguen confesando en voz baja temores y estupor. Luego de haber fenecido por efecto del voto la re-reelección, sin candidato propio a la vista, con encuestas en picada, economía atada con alambre y aislamiento político creciente, esperaban que Cristina Kirchner dispusiera una retirada racional y ordenada.

En cambio, demostró una suerte de "galtierismo", entendiendo este neologismo no como un sinónimo de guerra internacional, sino como una sobreestimación de su propia fuerza, una ampulosa bravuconada sin sustento. Que venga la OTAN, que traigan al principito. Tanto la reforma judicial como los cambios en el área del espionaje habrían resultado positivos si no fueran el resultado de intenciones políticas aviesas e intereses de facción. Y habrían tenido incluso el apoyo de las fuerzas opositoras, si no se hubieran roto todos los puentes durante estos últimos tres años de autocracia. Hoy aparecen como lo que son: reformas sospechosas e impracticables, realizadas de apuro, a la bartola y a los ponchazos. Y con un efecto colateral pavoroso: la generación infinita de enemigos enconados y letales. Una bola de nieve producida por la torpe soberbia oficial; el matón de la cuadra prueba sus puños con todos sin entender que fatalmente lo espera en alguna esquina alguien más guapo y más fuerte.

Ensoñación retórica

El galtierismo de Cristina fue posible porque los peronistas actuaron con cobardía y porque algunos adalides del progresismo, en lugar de señalarle sus errores y excesos, le sirvieron en bandeja a la Presidenta su propia ensoñación retórica. Muchos de ellos piensan que los periodistas hacemos "terrorismo" y sienten que los argentinos experimentamos una revolución.

Por supuesto, a una revolución le sigue un golpe. Ni la prensa es terrorista, ni el modelo es revolucionario, ni hay en ciernes una asonada. Pero este relato delirante fue funcional y en cierta medida tranquilizador y autoexculpatorio para la patrona de Balcarce 50. Y les permitió a sus autores jugar este juego ficticio pero épico, fascinante y endogámico. Algunos creen seriamente en esa trama hilarante, y viven en un circuito cada vez más cerrado donde todos somos golpistas. Hay varios estudios académicos acerca de cómo esa espiral de discursos blindados y conspirativos forman una asfixiante telaraña de falsas creencias y espejismos riesgosos.

Los militantes del MTP, en un ejemplo extremo, sucumbieron a esa particular clase de autosugestión antes de atacar La Tablada. Lejos de esos disparates tétricos, los ultrakirchneristas y sus voceros ilustres no han dejado, sin embargo, de alimentar la marcha de Nisman, lanzando insultos y chantajes morales a la plebe que se moviliza. Esas palabras hirientes fueron chorros de combustible para la indignación.

El último acting lo brindó la mismísima Carta Abierta, que en un comunicado inusual de última hora se rasgó las vestiduras por el sistema republicano y la división de poderes, después de haber atacado durante años al republicanismo y tacharlo de derechista. Sin su prosa alambicada de siempre, atizando un poco más la protesta, habló allí de los jueces como si fueran comandantes de una dictadura, y le pidió a la Corte Suprema que sofrene su autonomía porque pone en riesgo "la vida institucional".

¿Qué podría hacer la Corte? ¿Ordenarles a Bonadio y a Pollicita que no acusen, y a Marijuan y a Campagnoli que no marchen? ¿Puede pedirles Lorenzetti a los magistrados que vuelvan a cajonear los trescientos expedientes que salpican a los principales funcionarios del Gobierno?

Aprietes

Los profesores se enardecen porque los jueces parecen un hipotético partido opositor, pero ellos callaron deliberadamente la monumental operación de copamiento de la Justicia que realizó el oficialismo, dividiendo como siempre entre amigos y enemigos, y también las incontables veces en las que el Poder Ejecutivo desoyó sentencias y avasalló con amenazas, aprietes y disposiciones caprichosas a los jueces que fallaron en contra de los intereses presidenciales.

En un plano más amplio, se hizo evidente que el nerviosismo del Gobierno fue en aumento durante la última semana. Nadie sabía qué volumen podía tener la protesta. Pero todos adivinaban que la Casa Rosada, con encuestas e informes secretos en la mano, la consideraba gigantesca. Directamente proporcionales a ese tamaño fueron el miedo que demostró y la agresividad desesperada que borró todos los límites y que consagró el nuevo apotegma: toda marcha cívica que no sea organizada por el Estado es destituyente y perversa. Apropiadores de niños, narcotraficantes y golpistas llevaban de las narices a la manada y al medio pelo, según el discurso mediático que ordenó la Jefatura de Gabinete.

El kirchnerismo logró manchar cosas sagradas, como la libertad de expresión, la honradez de la gestión y los derechos humanos.

En las vísperas de este grito silencioso también quiso ensuciar el derecho a salir a la calle y la posibilidad de que el pueblo exprese su descontento. Con esa actitud terminó de aceptar que encarna el verdadero y más rancio poder, y que al fin se transformó en lo que tanto aborrecía.

© La Nación

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