Por Jorge Fernández Díaz |
La fase política más relevante de la Marcha de Silencio no
se encuentra en las calles mojadas por un diluvio tropical por las que se
deslizó, sino en su exuberante prehistoria discursiva. En las vísperas están
cifradas novedosas patologías de la Argentina y secretas convulsiones del gran
partido de poder. La tercera inauguración de Atucha II, bautizada obscenamente
Presidente Néstor Kirchner, le permitió a su viuda mostrarse como una
mandataria enojada, pero eufórica.
Se expidió firme y segura de sí misma, reivindicando sus
arranques hormonales y concentrada en gobernar con naturalidad hasta diciembre
y en garantizar un sucesor con el mismo tinte ideológico: "A este gobierno
nadie le marca la cancha", dijo con displicencia.
Tal vez sus intelectuales e incluso su militancia más cerril
esperaban que esa cadena nacional, horas antes de la concentración, estuviera
dedicada a denunciar un golpe de Estado, como preconizaron a órdenes de ella
con alarma y grandes aspavientos a lo largo de los últimos diez días. Se ve que
Cristina deja esas tonterías para sus idólatras, y que por fin ha encajado con
cierta lógica que un gobierno duro no puede temer un golpe "blando".
El descarte, sin embargo, no borra el hecho de que utilizó a
intelectuales como escudos humanos para asustar a la población y desinflar una
marcha popular y democrática, y también para revestir de respetabilidad dos
hechos políticos crudos: su jihad judicial se debe a que los jueces y fiscales
investigan ahora la corrupción de su gobierno, y su batalla contra los agentes
de inteligencia obedece a que han dejado de espiar a su nombre.
Dentro del planeta oficial, los peronistas clásicos siguen
confesando en voz baja temores y estupor. Luego de haber fenecido por efecto
del voto la re-reelección, sin candidato propio a la vista, con encuestas en
picada, economía atada con alambre y aislamiento político creciente, esperaban
que Cristina Kirchner dispusiera una retirada racional y ordenada.
En cambio, demostró una suerte de "galtierismo",
entendiendo este neologismo no como un sinónimo de guerra internacional, sino
como una sobreestimación de su propia fuerza, una ampulosa bravuconada sin
sustento. Que venga la OTAN, que traigan al principito. Tanto la reforma
judicial como los cambios en el área del espionaje habrían resultado positivos
si no fueran el resultado de intenciones políticas aviesas e intereses de facción.
Y habrían tenido incluso el apoyo de las fuerzas opositoras, si no se hubieran
roto todos los puentes durante estos últimos tres años de autocracia. Hoy
aparecen como lo que son: reformas sospechosas e impracticables, realizadas de
apuro, a la bartola y a los ponchazos. Y con un efecto colateral pavoroso: la
generación infinita de enemigos enconados y letales. Una bola de nieve
producida por la torpe soberbia oficial; el matón de la cuadra prueba sus puños
con todos sin entender que fatalmente lo espera en alguna esquina alguien más
guapo y más fuerte.
Ensoñación retórica
El galtierismo de Cristina fue posible porque los peronistas
actuaron con cobardía y porque algunos adalides del progresismo, en lugar de
señalarle sus errores y excesos, le sirvieron en bandeja a la Presidenta su
propia ensoñación retórica. Muchos de ellos piensan que los periodistas hacemos
"terrorismo" y sienten que los argentinos experimentamos una
revolución.
Por supuesto, a una revolución le sigue un golpe. Ni la
prensa es terrorista, ni el modelo es revolucionario, ni hay en ciernes una
asonada. Pero este relato delirante fue funcional y en cierta medida
tranquilizador y autoexculpatorio para la patrona de Balcarce 50. Y les
permitió a sus autores jugar este juego ficticio pero épico, fascinante y
endogámico. Algunos creen seriamente en esa trama hilarante, y viven en un
circuito cada vez más cerrado donde todos somos golpistas. Hay varios estudios
académicos acerca de cómo esa espiral de discursos blindados y conspirativos
forman una asfixiante telaraña de falsas creencias y espejismos riesgosos.
Los militantes del MTP, en un ejemplo extremo, sucumbieron a
esa particular clase de autosugestión antes de atacar La Tablada. Lejos de esos
disparates tétricos, los ultrakirchneristas y sus voceros ilustres no han
dejado, sin embargo, de alimentar la marcha de Nisman, lanzando insultos y
chantajes morales a la plebe que se moviliza. Esas palabras hirientes fueron
chorros de combustible para la indignación.
El último acting lo brindó la mismísima Carta Abierta, que
en un comunicado inusual de última hora se rasgó las vestiduras por el sistema
republicano y la división de poderes, después de haber atacado durante años al
republicanismo y tacharlo de derechista. Sin su prosa alambicada de siempre,
atizando un poco más la protesta, habló allí de los jueces como si fueran
comandantes de una dictadura, y le pidió a la Corte Suprema que sofrene su
autonomía porque pone en riesgo "la vida institucional".
¿Qué podría hacer la Corte? ¿Ordenarles a Bonadio y a
Pollicita que no acusen, y a Marijuan y a Campagnoli que no marchen? ¿Puede
pedirles Lorenzetti a los magistrados que vuelvan a cajonear los trescientos
expedientes que salpican a los principales funcionarios del Gobierno?
Aprietes
Los profesores se enardecen porque los jueces parecen un
hipotético partido opositor, pero ellos callaron deliberadamente la monumental
operación de copamiento de la Justicia que realizó el oficialismo, dividiendo
como siempre entre amigos y enemigos, y también las incontables veces en las
que el Poder Ejecutivo desoyó sentencias y avasalló con amenazas, aprietes y
disposiciones caprichosas a los jueces que fallaron en contra de los intereses
presidenciales.
En un plano más amplio, se hizo evidente que el nerviosismo
del Gobierno fue en aumento durante la última semana. Nadie sabía qué volumen
podía tener la protesta. Pero todos adivinaban que la Casa Rosada, con
encuestas e informes secretos en la mano, la consideraba gigantesca.
Directamente proporcionales a ese tamaño fueron el miedo que demostró y la
agresividad desesperada que borró todos los límites y que consagró el nuevo
apotegma: toda marcha cívica que no sea organizada por el Estado es
destituyente y perversa. Apropiadores de niños, narcotraficantes y golpistas
llevaban de las narices a la manada y al medio pelo, según el discurso
mediático que ordenó la Jefatura de Gabinete.
El kirchnerismo logró manchar cosas sagradas, como la
libertad de expresión, la honradez de la gestión y los derechos humanos.
En las vísperas de este grito silencioso también quiso
ensuciar el derecho a salir a la calle y la posibilidad de que el pueblo
exprese su descontento. Con esa actitud terminó de aceptar que encarna el
verdadero y más rancio poder, y que al fin se transformó en lo que tanto
aborrecía.
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