Por Gabriela Pousa |
Un país al filo del abismo. Una o más balas con esquirlas que alcanzan
los cuatro puntos cardinales, y dañan a culpables e inocentes arbitrariamente. Desconcierto.
Escepticismo, fruto de años de mentir y mentirnos. Capítulos que se suman a
diario a una novela cuya trama va de lo inverosímil al drama, porque pocos
creen que algo ha de saberse finalmente. Son muchas manos en un plato…
La credibilidad fue la primera víctima de esta contienda, la impunidad
durante años pudo más. Ahora, aparentemente, va terminando el mentado 18F. El
silencio dejó un eco contundente. La lluvia bautizó a los argentinos
que pasaron de habitantes a ciudadanos. Se escuchó todo y nada., sí
simultáneamente. El gobierno igual optará por ensordecer, nada
nuevo, como siempre.
La Presidente hará honor a la fábula de la rana y el escorpión, no puede
contra su naturaleza. No hay argentino tan ajeno a la realidad como
ella.
En la calle, piel de gallina. Ahogo de ilusiones que se creyeron
perdidas. El asombro de darse cuenta que hay un límite para todo. Para
ellos y para nosotros, para Boca y para River porque en eso transformaron a la
Argentina: una geografía partida y enfrentada incluso a sí misma. Blanco
o negro sin matices. Los grises exiliados, extranjeros como el Mersault de
Camus en su propio campo.
La opinión pública dejó el mensaje claro. Esa sumatoria de voces
de las mayorías que hasta hace poco eran minoría dijo, aún sin palabras,
demasiado. Se ha instalado en el “consciente colectivo” que lo
sucedido fue un homicidio. Lo que diga luego la Justicia caerá en saco roto:
ese es otro “logro” del Kirchnerismo. Imposible creer en un Poder
usurpado y transformado en apéndice del Ejecutivo.
Nadie se baña dos veces en el río de Heráclito: todo es cambio. Sin que las expectativas desborden e impidan la objetividad necesaria en estos días, se vio a una ciudadanía unida, en el espanto es cierto, pero es un primer paso.
Quizás sea apenas una señal, pero este comienzo debe valorarse
tanto como el desarrollo, el desenlace y el final. El rumbo sigue siendo
incierto. La historia enseña, y muestra que nadie se duerme en la Edad Media y
se levanta en la Edad Moderna. El trayecto es inevitable y estamos
transitándolo. Hay piedras que correr del paso para seguir caminando.
La pena mayor es ver cuánto tiempo se ha perdido. Todos estamos más viejos, más heridos. Todos hemos despedido algún afecto que, explícita o implícitamente, la zozobra de una década dejó en el camino.
Qué ese dolor no trasunte en rencor sino en memoria, para que el olvido no se lleve la experiencia de lo vivido.
La marcha fue un símbolo, el silencio fue un grito. Si hay que
hablar con su vocabulario para que entiendan lo que ha pasado, hablemos de
bandos. Guste o no, la movilización tiene consecuencias para ambos. A
los ciudadanos los obliga a esa constancia que hasta ahora no tenían. Al
gobierno lo obliga a hacerse cargo. Pero no lo hará, volverá a retobarse. Es
émulo de Poncio Pilatos.
Negarse a lo fáctico sin embargo, es una bomba de tiempo que ha de
estallarle en las manos. Están a solas escribiendo el final de su
propia historia: un derrotero con secuelas que perdurarán durante mucho tiempo.
No se irán por golpes duros, blandos, suaves o livianos. Se irán por implosión,
por sus omisiones y sus actos.
Balcarce 50 es un hervidero. Las máscaras se caen, y el maquillaje
apenas puede engañar por televisión. Los nervios causan estragos, las
contiendas internas recrudecen. Ellos no pueden tolerar lo que han visto hace
un instante agazapados en la negación: no eran militantes rentados, era la
gente. Era el pueblo rompiendo cadenas y tratando de oír el grito
sagrado.
La jefe de Estado no pudo como antes refugiarse en El Calafate. Debió
volver porque esta vez no hay por donde escaparse. Los mismos que
ayer no querían al occiso en el recinto, ahora convocan al nuevo fiscal, Gustavo
Pollicitas, para ser oído. Cambian de estrategia, la
desorientación los lleva a probar algo diferente, quizás los fracasos algo han
enseñado.
Alberto Nisman fue la gota que rebalsó el vaso. Es cierto que ningún
país desarrollado ha crecido y madurado sin derramar sangre. Una pena que ésta
haya sido requisito para que, amén de abrir los ojos, nos atrevamos a ver, a
mirar y a mirarnos. Dimos lástima muchos años. El mundo no comprendía
la abulia, la resignación, el hastío.
Fuimos, y todavía somos vulnerables como Nación. No es complejo dividir
y manipular al pueblo, la amenaza seguirá estando con este u otro
gobierno sino maduramos.
Ahora vendrá la venganza, la provocación, el redoblar la apuesta e ir
por todo lo que queda. No seamos ingenuos. Una batalla no es la guerra ganada. No flamean
aún banderas blancas.
Hoy pensamos y hablamos desde la emoción. Mañana, cuando las
fichas caigan y advirtamos a conciencia de lo que hemos sido capaces sin darnos
cuenta, la responsabilidad que nos cabe será aún más grande.
No todos los que marcharon merecen el aplauso. Habrá que decantar
y discernir entre quienes han hecho las cosas bien, y los héroes de barro que a
veces creamos porque nos hacen falta referentes, modelos y liderazgos.
Para estar a la altura de las circunstancias se requiere: voluntad para
asumirlo, coraje para actuar, y perseverancia para,
en Octubre próximo, escribir el final de una pesadilla que nos robó el sueño de
una Argentina Republicana y democrática, sin distorsión, sin eufemismos, sin
fantasmas.
Aunque la conciencia esté más liviana, no vuelvan satisfechos a sus
casas, sería un error. La insatisfacción es motor propulsor, es ansia de ir
más allá, de no parar, de llegar a la meta final. Y esto aún no
terminó. Por el contrario, esto recién está comenzando.
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