Por Natalio Botana |
Ya han transcurrido más de dos semanas desde que el país se
vio envuelto por la conmoción suscitada por la muerte dudosa del fiscal Nisman.
En una sociedad maltrecha, acostumbrada a coexistir con la inseguridad y la
deshonestidad e incompetencia del Estado, los acontecimientos trascendentes en
esta materia, más que hechos excepcionales, son piezas que se suman a una
cadena de infortunios.
Cuando estalló la noticia del fiscal Nisman y revivimos sus
antecedentes, no pude menos que volver a los antiguos papeles que escribí hace
más de veinte años en esta misma página, en aquel tenebroso mes de julio de
1994. Todavía tengo presente el estruendo y la nube gris que se esparció sobre
Buenos Aires, el manto fúnebre sobre las decenas de víctimas que yacían bajo los
escombros de la sede de la AMIA, en la calle Pasteur.
Hoy esa casa está reconstruida, pero lo que no se ha
reconstruido en absoluto es la demanda de justicia que aquel atentado atroz
inspira. Si no se entiende que la muerte del fiscal Nisman se inscribe sobre
esa privación de justicia que, desde entonces, se extiende como una nube
contaminada sobre nosotros, en rigor no se entiende nada. Tal, sin duda, el
drama que, de no reaccionar de una vez por todas, va en camino de convertirse
en tragedia: el drama de la ineptitud de nuestra administración de Justicia y
de las increíbles volteretas a que nos somete un gobierno guiado por intereses
cambiantes. Irán es el punto oscuro de estos lances.
Así, por esa deplorable insuficiencia institucional que no
termina de recuperar aliento y rumbo, hoy, al igual que en 1993, nos asomamos
al abismo de la incertidumbre y de una desconfianza colectiva que intuye que
las cosas quedarán, al cabo, en agua de borrajas. Este conjunto de factores nos
impulsa a entrar de lleno en el reino de lo peor, porque el signo más hiriente
de que la insuficiencia institucional toca repetidamente el fondo de la nada es
la impunidad que, salvo excepciones, sucede a la muerte.
Compárese, sin ir más lejos, el episodio de la AMIA con el
ataque terrorista que conmovió a Francia y al mundo el mes pasado. Dos ejemplos
del mal absoluto en la historia: al primero, el nuestro, lo acompaña durante
dos largas décadas el silencio de la Justicia (en este caso, la Justicia no
tiene solamente entre nosotros los ojos vendados sino también selladas la boca
y la conciencia). En el otro episodio, la respuesta de los organismos de
seguridad fue fulminante y bastaron pocas horas para identificar a los
culpables que, enfrentados con la policía, sellaron su suerte de sangre.
Este contraste estremece ya que pone de manifiesto el hecho
de que el Estado en la Argentina ha alcanzado un nivel tal de incapacidad que
ya no controla ni a sus propios organismos de seguridad. Lentamente, sin llegar
aún a los extremos de otros países latinoamericanos, nos estamos internando en
una terra incognita en la que tiene lugar, según señala Héctor Aguilar Camín en
el último número de la revista mexicana Nexus, "la captura criminal del
Estado".
Son oleadas diversas de criminalidad que se disparan sobre
el continente y que tienen la peculiaridad de poner de manifiesto tanto el
contexto de desigualdades que nos circunda, como la astenia del Estado, una
suerte de Gulliver gigantesco atenazado por la corrupción, la colonización de
los delincuentes y la decadencia ostensible de sus funciones básicas. El Estado
parece servir para muchos menesteres, salvo para garantizar la vida.
En la circunstancia de la muerte del fiscal Nisman, esa
inclemente astenia se reveló en los sótanos del poder. Si a ellos se añade la
desconfianza que impera en la sociedad y en los rangos de la oposición hacia el
Gobierno, tenemos un cuadro en el que cualquier intento de reforma de las
instituciones de seguridad estará herido por esa inclinación malsana hacia la
sospecha recíproca. El primer responsable de este pantano plagado de
prepotencias e inhabilidades es el propio Gobierno.
Se prueba de este modo la contradicción más saliente de las
concepciones hegemónicas acerca del ejercicio del poder, el pie de barro sobre
el que pretenden asentarse estos aprendices de brujo. Levantan sus aparatos de
propaganda y de seguridad para fabricar un régimen hegemónico de dominación
política y social a despecho de la atención que, sin duda, merece poner en
forma un Estado que sea el centro de la autoridad legítima y común de todos los
argentinos.
La consecuencia de este tinglado político es obvia: creen
los gobernantes que ese poder con vocación hegemónica sobresale sobre el resto
al paso que ese mismo poder se les escurre en las cloacas de un Estado
desarticulado e incompetente. Es un doloroso tributo a la ignorancia. Los
gobernantes están convencidos de que los enemigos están fuera del Estado cuando
esos demonios, al mismo tiempo dañinos e inútiles, anidan en el seno mismo de
ese palacio aislado y de esas estructuras estatales blandas y porosas.
No son las páginas del diario Clarín las que deberían
romperse en un acto tan torpe como autoritario. Son, al contrario, los
repliegues del Estado con su séquito de violentos, barras bravas y cómplices de
la criminalidad los que deberían colocarse bajo el escrutinio de una opinión
pública hastiada para, de inmediato, obrar en consecuencia.
No vislumbro, por ahora, que estas actitudes proclives a la
reconstrucción institucional del Estado prosperen. En realidad, esto sólo sería
posible con un cambio de gobierno cuyas vísperas electorales estamos viviendo y
se intensificarán en el año en curso. Para ello no solamente hacen falta
candidaturas. Es urgente, además, que se colme el vacío sobre el cual las
hegemonías se montan por defecto de los contrarios. Las líneas estratégicas que
se van trazando en procura de lograr acuerdos competitivos más amplios y
convincentes son, por ende, bienvenidas.
Entre tanto habrá que precaverse de la costumbre de tapar lo
que ocurre y ocultar bajo la alfombra los vicios de nuestra democracia. Una
carrera irresponsable hacia el olvido: ¡Alegría, alegría!, el verano no ha
concluido, mientras el gobernador bonaerense se pasea en la Ciudad Feliz, con
cara feliz y, como corresponde, en traje de baño. Todo pasa...para que nada
pase.
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