Por Álvaro Abós |
Tenían que cuidarlo como oro, pero lo dejaron solo. Tenía
diez custodios, pero se les murió. Ahora, la frase -percutante, decisiva- que
han leído millones de personas en diarios y portales de todo el mundo dice:
"Encontraron muerto al fiscal que acusaba a la presidenta argentina".
Parece que el Gobierno no entendió lo que significa una
muerte para la conciencia de la gente en estos años de descreimiento y
escepticismo, donde prácticamente todos los valores, pero sobre todo los
políticos, están en baja.
En París, dos terroristas islamistas entraron en la
redacción de Charlie Hebdo y mataron
uno a uno a muchos de los que estaban allí. Esa revista satírica apenas
sobrevivía: su tirada era de 60.000 ejemplares, que para una publicación en
Francia significa estar al borde del cierre.
El miércoles siguiente a la masacre que conmovió al mundo, Charlie Hebdo imprimió un millón de
ejemplares. Se debió reeditar varias veces: ya van por los siete millones de
ejemplares.
El fiscal Alberto Nisman era un desconocido para una buena
parte de los argentinos. Digamos la verdad: el horrendo atentado contra la AMIA
es una vieja herida argentina. Sucedió hace 21 años.
El año pasado, el Memorándum de Entendimiento que firmó el
canciller Héctor Timerman con Irán suscitó críticas y polémicas. Pero en este
enero de 2015, sólo lo recordaban algunos especialistas en el tema. La opinión
pública en general, los argentinos del común, nos enteramos de quién era Nisman
cuando hizo su presentación, el miércoles pasado, ante la Justicia. Luego, con
gran convicción, el fiscal contó en distintas notas periodísticas los detalles
de lo que había descubierto.
Lo peor que podía pasar
El Gobierno y sus voceros salieron a embarrarlo. Con los
tapones de punta. Pero lo que tenían que hacer era cuidarlo. El fiscal Nisman
era sagrado. Era como esos testigos protegidos por el FBI que muestran las
películas norteamericanas. Los detectives los acompañan hasta cuando van al
baño.
Con Nisman pasó lo peor que podía pasar. Lo que no debió
suceder nunca: se les murió. Se suicidó, dice el Gobierno. Lo mataron, dice y
cree la gente.
Ahora es un símbolo. "Yo soy Nisman", afirman
muchos argentinos. Miles de nosotros lo decimos. Muchos de nosotros no sabemos
bien quién era Nisman. Sólo sabemos que era un argentino que cumplió su deber.
Era fiscal e investigó. Se arriesgó, hizo lo que debía hacer. Aun a sabiendas
de que se jugaba la vida.
Necesitamos confiar en alguien que no nos defraude. La
calle, con ese escepticismo que nace del dolor y que bordea el cinismo, lo dice
así: "Tenés que estar muerto para que te crean".
Es extraño que el Gobierno no se diera cuenta del valor que
tiene Nisman, muerto. Es raro, porque cuando murió Néstor Kirchner, el aparato
propagandístico oficial se volcó de inmediato en la construcción del héroe. Y
el Frente para la Victoria ganó las elecciones con más del 50% de los votos
gracias, en gran medida, a esa operación. A esa ola que a veces tarda en bajar.
Muerto Nisman, el Gobierno insiste en ensuciarlo. No saben
lo que les espera.
Estamos cansados de que nos mientan, de que al futuro de
este país lo diriman los servicios de informaciones. Dicen que Nisman dependía
de un tal "Jaime" Stiusso. Siguen embarrándolo. Nadie ha visto nunca
a Stiusso ni lo queremos ver. Un diputado nacional del oficialismo dijo en el
Congreso: "Hay sectores de la Inteligencia del Estado nacional que son el
último reducto donde todavía no llegó la transparencia?"
¡Qué coraje tienen! Llevan doce años en el poder y no
supieron limpiar esa pocilga que son los servicios de informaciones. Por el
contrario, los usaron en operaciones varias. Por eso, yo también digo: yo soy
Nisman.
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