Por Tomás Abraham (*) |
El Estado tiene dos funciones primordiales. Una es la de
garantizar la vigencia y la aplicación de las leyes. La otra es la de tener el
monopolio del uso de la fuerza contra la eventual violencia de los privados. Si
estamos de acuerdo con estas condiciones para la existencia de un Estado, no
tenemos aparato estatal en la Argentina. Lo que no quiere decir que haya
desaparecido sino que está en crisis, y en una crisis que no es de legitimidad
sino de operatividad, y que no tiene nada de transitoria.
Cuando esto sucede la incertidumbre es normal y la
inseguridad se hermana con el miedo. Las fuerzas de seguridad en la Argentina
han colapsado hace tiempo. Se ha dicho repetidas veces que la Policía Federal fue
corrompida en sus mismos fundamentos durante la dictadura del Proceso al estar
bajo el mando de Ramón Camps, y someter a los detenidos a vejaciones, torturas
y muerte. Se ha repetido que desde ese momento la policía no se reeducó para
cumplir con sus tareas específicas que son la del cuidado del orden público, de
la vida y de los bienes de los habitantes.
También se han señalado los aspectos siniestros de la
Bonaerense en tiempos del menemismo en los que Eduardo Duhalde era gobernador.
La mano dura y la complicidad con dineros espurios asociados con distintas
formas del delito –el asesinato de José
Luis Cabezas– han caracterizado desde hace años a esa fuerza y nunca han
podido mejorar su comportamiento a pesar de todos los cambios y licenciamientos
que se han hecho.
Y por último, la designación del general Milani, el
desmantelamiento de la estructura de la vieja SIDE y el desplazamiento de sus
miembros, han dado lugar a una guerra entre los servicios que ya se cobra sus
primeras víctimas.
Los servicios de Inteligencia en nuestro país están
destinados a espiar a los argentinos, y de éstos, a los adversarios del poder.
Del mismo modo en que sucede en los regímenes policiales y en las dictaduras,
se señala a la gente peligrosa para los intereses de quienes mandan,
pertrechados como están con las armas además de la protección política de las
que disponen para perseguir, presionar, o matar.
Nuestro país no tiene hipótesis de conflicto con países
vecinos, pero sí tiene un dispositivo de espionaje montado para seguir la
conducta de sus habitantes, y que en este momento ha diversificado la oferta de
materiales y fue en busca de nuevos clientes.
Lo curioso es que aun así, cobijado por el dinero, el poder
y el secreto, crímenes y masacres perpetuados hace más de veinte años queden
impunes y nada se sepa de la llamada conexión local. Se podrá hablar de la
pista siria o de la pista iraní, pero jamás se habla de una pista argentina.
Por eso se equivoca la Presidenta cuando le resta
importancia al tema del encubrimiento y de los encubridores, porque sin
complicidades nacionales y agentes internos, jamás se podrían haber puesto las
bombas en la embajada de Israel y en la AMIA.
Nuestra ciudadanía es testigo de una tragedia de enredos que
se inicia cuando quien investiga es cómplice de los culpables. Embarrar la
cancha, afirmar una cosa y desdecirse al día siguiente, multiplicar las
hipótesis, crear expectativas y desorientar a la opinión pública con un
infinito de probabilidades, armar una novela con un nuevo capítulo cada día,
hasta llegar al agotamiento por saturación sin hallar un solo culpable, todo
hace presagiar que sucedido el día 18 de enero debería repetir la historia con
la consiguiente resignación de todos y cada uno de quienes quieren saber la
verdad.
Alberto Nisman no se mató, fue asesinado. No sabemos cómo.
Nada tiene que ver con un suicidio. No hace falta consultar la agitación
esquizoide del Facebook de la primera mandataria para corroborarlo. Si
seleccionáramos un ejemplo histórico por todos conocido, nadie podría decir que
el fundador de la filosofía se suicidó al ser condenado por subversivo al
afectar determinados intereses de los atenienses. Nadie se suicida por
subversivo ni nadie se mata por el mero hecho de acusar a quienes mandan. Son
los perjudicados por sus acciones quienes lo sentencian a muerte. Sócrates fue
sentenciado a envenenarse. Lo que se llama “suicidio inducido” es una de las
formas del asesinato, y nada tiene que ver con la decisión individual de
quitarse la vida por considerarla insoportable.
Otro aspecto de la crisis que vive el Estado nacional es lo
que acontece con el Congreso. Nuestro poder legislativo al no cumplir con las
funciones a las que está destinado, deja que la violencia y la arbitrariedad se
expandan sin obstáculos y que se generen situaciones de gran dramatismo. El
memorándum con Irán fue votado a mano alzada sin discusión seria, prolongada,
minuciosa, profunda.
Un Congreso no es un cuartel en el que baja una orden y los
súbditos obedecen sin dudar, discutir, interrogar. Y me refiero al partido
gobernante, al Frente para la Victoria, que le hace un grave daño a la
democracia al repetir este mecanismo durante años.
Los representantes del pueblo han sido elegidos por
pertenecer a instituciones democráticas llamadas partidos políticos. No puede
haber Congreso democrático sin partidos que permitan la discusión interna, que
tengan mayorías y minorías, tendencias disímiles, y que junto a una conducta de
compromiso y lealtad respecto de los principios partidarios, éstos no incluyan
el diálogo para que las decisiones surjan por diferencias que se han
consensuado por un acuerdo entre partes.
El verticalismo es un peligro para la República porque hace
depender las medidas que comprometen la vida de cuarenta millones de argentinos
en un puñado de personas que acompañan a una jefa o jefe. Usa los votos para
proteger el interés corporativo de un grupo de políticos.
Y esto se ha demostrado en nuestro país, y se ha verificado
una vez más con este memorándum, que más allá del secreto bien guardado de sus
intenciones y transacciones, ha sido un fracaso, y lo ha sido por ineficiencia,
falta de elaboración, aventurerismo político, y arbitrariedad entre monárquica
y despótica.
Pasó con Malvinas, lo mismo pasa hoy.
El oficialismo dice que nuestro sistema judicial está
podrido. Que los medios de comunicación están podridos. Pero no han sido
periodistas ni jueces los que han matado de una u otra forma a Nisman. La
Presidenta señala que lo que ha ocurrido es confuso y siniestro. Totalmente de
acuerdo, lo que es realmente temible, es que también lo sea para ella. Gran
envergadura se le ha dado a los servicios de Inteligencia sin que hayan podido
“impedir” que se le dispare un balazo a
un fiscal un día antes de que se presente ante los congresales con las pruebas
que quería aportar. Impedir o concretar, no lo sabemos.
Por supuesto que hay interrogantes. No entendemos el apuro
del fiscal, esa urgencia por presentar documentos que involucran a las máximas
autoridades, la interrupción de su viaje, la no comunicación al juez, su
exposición mediática. Claro que hay interrogantes, para comenzar, nada sabemos
de las razones por las que se entablaron negociaciones con un país acusado por
nuestra máxima autoridad ante la ONU de matar a decenas de ciudadanos
argentinos. Tampoco sabemos por qué fracasaron los acuerdos e ignoramos la causa por la que en nada se avanzó en lo
estipulado por el memorándum. Todo es encubrimiento, nuestra política exterior
se basa en el encubrimiento. Nuestra diplomacia es de encubrimiento, y disimula
su torpeza con bravuconadas que se justifican con la palabra soberanía.
La posición de Nisman respecto del atentado a la AMIA, hace
rato que está en discusión. Ha sido cuestionada por organizaciones de
familiares de las víctimas como la que representa Laura Ginsberg, que siempre
ha denunciado todos los encubrimientos que ocultan a la conexión local. La
fundadora de Apemia sostiene que el Estado argentino es un estado terrorista
que actúa como tal con la complicidad de sucesivos gobiernos. Si esto fuera
cierto estaríamos a merced de cualquiera que empuñe un arma. Una situación así
parece no tener salida. No podemos desdeñar a todos los resortes
institucionales. Descartar –como lo hace
esta tremenda y ejemplar luchadora por la Justicia– en la investigación del
crimen de la AMIA, de la Embajada y del fiscal, a lo que pueden hacer la Corte
Suprema, algunos fiscales, ciertos jueces, es una declaración de que nuestra
sociedad es invivible.
Ese extremismo parece una lucha abierta por la verdad y al
mismo tiempo es una renuncia o un último recurso cuando todo está perdido. Lo
que sí es cierto, es que en más de treinta años de democracia, quien ejerza el
derecho a la opinión, investigue o denuncie casos de corrupción o sospeche de
delitos mayores, en nuestro país, si lesiona a quienes tienen poder, está en
peligro. No sólo peligro de difamación, de extorsión, sino de muerte también.
Nosotros no necesitamos que alguien se atreva a burlarse de
un dios o de un profeta para ser amenazado o eliminado, basta que tenga la
audacia de desafiar una autoridad política.
“Que nadie se atreva”, “que nadie se anime a tocarla”, no es una frase
delirante, es parte de nuestro sentido común y del lenguaje forjado en la
historia que todos conocemos y que ha sido montada meticulosamente estos
últimos años.
Toda esta realidad va más allá de la solidez de las
denuncias de Nisman. Y bastante más allá de las disquisiciones sobre su salud
mental. Respecto del funcionamiento del cerebro y la mente de los argentinos,
los tomógrafos de nuestros sanatorios no alcanzarían para diagnosticar
alteraciones en el estado de millones de neuronas de la dirigencia nacional y de
sus voceros. Por algo la disciplina y sus expertos están de moda.
Irán está lejos. Siria está lejos. Nosotros somos una
comunidad constituida por cercanías. Nosotros somos los que encarnamos el mayor
peligro para nosotros mismos. La “maravillosa” década del setenta y sus
consecuencias durante el gobierno militar, muestran lo que pueden hacerle unos
argentinos a otros. Durante los noventa del menemismo, la acción mafiosa siguió
siendo eje determinante de nuestra política. Se cobró innumerables víctimas, entre
las que se contó el mismo hijo del presidente.
En nuestro país nadie violó las fronteras para cometer un
crimen. Nadie entra a casa sin que le permitamos el acceso. Pero esta vez, en
el caso de la muerte de Nisman, ni siquiera fue necesario hacerlo. Se hizo
fuego –como dicen los peritos– puertas adentro, con diez custodios encargados
de protegerlo y con la presencia de un secretario de Seguridad para dar el
primer testimonio de lo acontecido, ¿o fue para diagramar su encubrimiento?
Aunque hasta eso salió mal.
(*) Filósofo. www.tomasabraham.com.ar
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