Por Natalio Botana |
Más allá de los recursos puestos en juego, que oscilan entre
los extremos de la legítima influencia y el engaño, un gobierno elector es
aquel que busca controlar su propia sucesión. El asunto tiene un largo encuadre
constitucional en el país desde que Juan B. Alberdi, en su proyecto de
Constitución de 1852 (acaso inspirado en la Constitución unitaria de 1826)
escribió: "El presidente dura en su empleo el término de seis años y no
puede ser reelegido sino con intervalo de un período".
Con ligeras modificaciones, que incluían la figura del
vicepresidente, la redacción se mantuvo inalterada en la Constitución de
1853-60 y perduró hasta que las reformas de 1949 y 1994 establecieron, la
primera, la reelección consecutiva ilimitada, y la segunda, actualmente vigente,
una reelección mitigada. Como es sabido, el presidente y el vice pueden ser
reelegidos por un solo período consecutivo, o bien (se repite la redacción de
1852) con el intervalo de un período.
La clave institucional para entender la intencionalidad de
quien quiere controlar su sucesión radica en estas palabras. El intervalo de un
período limita, en efecto, el apetito reeleccionista del presidente, al paso
que proyecta la posibilidad de un próximo retorno al Poder Ejecutivo (cuatro
años no es mucho tiempo). Así, al no clausurar definitivamente sus ambiciones,
nuestra Ley Suprema invita a los gobernantes salientes a un ejercicio de
cálculo y previsión.
Notemos que esta regla no es en sí misma negativa. Se la
aplica en muchos países de América latina, entre ellos Brasil, y sin reelección
inmediata en Chile y Uruguay. En la Argentina, en cambio, ha sido fuente de no
pocas dificultades y sobresaltos, antes y después de instaurada la democracia
en 1983. Los ejemplos sobran y no hay lugar en esta página para enumerarlos en
detalle, pero, en todo caso, la astucia para imponer un sucesor (en esto Julio
A. Roca era un maestro en la vieja República entre 1880 y 1910) solía ser
contrarrestada por la independencia, rebeldía o inutilidad del nuevo
presidente.
Se llamaba a este juego de apuestas y consecuencias no
queridas "la patada histórica": una vez instalado en la Presidencia,
el sucesor obraba por sí mismo y creaba, por propio designio o por defecto, una
situación imprevista. Si bien esta hipótesis se verificó en muchas
circunstancias en el pasado, la democracia posterior a 1983 no añadió de
entrada nuevos ejemplos hasta que la llegada a la Presidencia del matrimonio
Kirchner, en 2003, produjo una transformación de fondo al combinar con eficacia
dos tradiciones históricas: la de la reelección consecutiva e ilimitada del
presidente, propia de la reforma de 1949, y la del control de la sucesión, a la
cual, de pretenderlo un gobernante, abre curso la reforma de 1994.
Como se trataba de un matrimonio dotado de férrea unidad por
el afecto y la vocación política, la rotación de Néstor a Cristina, y de ésta
hipotéticamente al primero, daba satisfacción a la tradición peronista, fiel a
la idea del reeleccionismo ilimitado, y, al mismo tiempo, aseguraba que la
sucesión, luego de un período de cuatro años, no se saliera de madre y quedase
dentro de los márgenes del matrimonio. Una invención originalísima que, no
obstante, debía afrontar dos pruebas decisivas: primero, la victoria electoral
en elecciones, lo que se logró en 2007; segundo, la prueba de la prolongación
de la vida de los protagonistas, lo que no se logró en 2010, cuando la muerte
segó la trayectoria ascendente de Kirchner.
Entonces no quedó más alternativa que jugar la carta de la
reelección en 2011 (para la presidenta en ejercicio este salto significó un
éxito rotundo respaldado por el 54% de los sufragios) y, posteriormente,
explorar una posible reforma constitucional o, en su defecto, controlar su
sucesión al término de un segundo mandato, pues la Constitución impide otra
reelección consecutiva.
En este campo de incertidumbre está hoy instalado el
oficialismo. Por el peso de la voluntad y de las denuncias de corrupción que lo
hostigan, está obligado a asegurar, según se afirma, la continuación de su
"modelo nacional y popular"; por el peso de las adhesiones
electorales necesarias en una democracia, que paso a paso van reflejando las
encuestas, el candidato mejor posicionado en sus filas -Daniel Scioli- no
parece satisfacer los requisitos ideológicos más atractivos para la Presidenta.
Éste es el resultado del quiebre que se manifestó en los
comicios intermedios de 2013 en las filas del Frente para la Victoria. En esa
amalgama inestable de antiguos peronistas, gobernadores de provincia,
sindicalistas más o menos próximos a las políticas oficiales y fervientes
adictos al discurso y a la conducción de la Presidenta, la erosión del apoyo
electoral con la irrupción exitosa de Sergio Massa corre pareja con la
extraordinaria disciplina que, en cada votación, ratifican los bloques
mayoritarios en ambas cámaras del Congreso.
Sin lugar a dudas, las sólidas mayorías en el Senado y en
Diputados son la última reserva que le permitiría avanzar al Gobierno en varios
frentes de batalla. El conflicto con la Justicia, cuya virulencia aumenta día
tras día, representa ahora el terreno principal de los enfrentamientos porque,
además de las tácticas coyunturales, conlleva una reforma de raíz de la
legislación en materia civil, penal y procesal penal. Tal vez sea ésta la
estrategia predominante del Gobierno para dejar, con el auxilio de una
burocracia fresca y adicta, un Estado reestructurado al servicio de los que se
van.
Estaríamos pues en presencia del intento de instalar el
control de la sucesión presidencial por vía indirecta, ante la sospecha de no
contar con el control suficiente y directo con respecto a quien ocupará la
cumbre del poder presidencial. Estas maniobras de franca ofensiva tienen fecha
de terminación el 10 de diciembre de este año. En ese momento no habrá más (es
una conjetura probable) una mayoría contundente, sino un Congreso fragmentado,
el equivalente a un recinto en el cual habrá que negociar y pactar.
¿Intervendrá en este escenario un presidente fiel bajo el
amparo de la presidenta saliente? En la respuesta a esta pregunta está
contenida una gran parte de las incógnitas presentes. No siempre los aliados de
la víspera serán los aliados del futuro. Sin ir más lejos, el presidente
Duhalde, que apoyó a regañadientes en 2003 la candidatura de Kirchner, no tardó
en convertirse, de la mano de un grosero discurso oficial, en un enemigo del
cual, naturalmente, había que desconfiar y de inmediato despojar de su influjo
sobre la provincia de Buenos Aires.
Éste parece ser el destino del gobierno elector: por un
lado, decía Francisco Franco en España, el sueño de dejar "las cosas bien
atadas" (el Caudillo especulaba que el sucesor que él había designado, el
rey Juan Carlos I, mantuviese incólumes las bases del régimen autoritario
nacido de los escombros de la Guerra Civil); por otro lado, la pesadilla
fantasmal, con su carga de amenaza, de "la patada histórica" (lo que,
dicho sea de paso, le pasó a Franco después de su muerte, sin sufrirla por ende
en carne propia, con la rápida transición a la democracia parlamentaria) .
Tiempo nublado en el horizonte de 2015, no comparable, sin
embargo, con el opresivo oscurecimiento que en el mundo están provocando las
diversas variantes terroristas del islamismo radical. Sobre las tumbas que van
cavando estos criminales, y sin ningún pero, nuestra condena.
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