viernes, 16 de enero de 2015

La encrucijada sucesoria de Cristina

Por Natalio Botana
Más allá de los recursos puestos en juego, que oscilan entre los extremos de la legítima influencia y el engaño, un gobierno elector es aquel que busca controlar su propia sucesión. El asunto tiene un largo encuadre constitucional en el país desde que Juan B. Alberdi, en su proyecto de Constitución de 1852 (acaso inspirado en la Constitución unitaria de 1826) escribió: "El presidente dura en su empleo el término de seis años y no puede ser reelegido sino con intervalo de un período".

Con ligeras modificaciones, que incluían la figura del vicepresidente, la redacción se mantuvo inalterada en la Constitución de 1853-60 y perduró hasta que las reformas de 1949 y 1994 establecieron, la primera, la reelección consecutiva ilimitada, y la segunda, actualmente vigente, una reelección mitigada. Como es sabido, el presidente y el vice pueden ser reelegidos por un solo período consecutivo, o bien (se repite la redacción de 1852) con el intervalo de un período.

La clave institucional para entender la intencionalidad de quien quiere controlar su sucesión radica en estas palabras. El intervalo de un período limita, en efecto, el apetito reeleccionista del presidente, al paso que proyecta la posibilidad de un próximo retorno al Poder Ejecutivo (cuatro años no es mucho tiempo). Así, al no clausurar definitivamente sus ambiciones, nuestra Ley Suprema invita a los gobernantes salientes a un ejercicio de cálculo y previsión.

Notemos que esta regla no es en sí misma negativa. Se la aplica en muchos países de América latina, entre ellos Brasil, y sin reelección inmediata en Chile y Uruguay. En la Argentina, en cambio, ha sido fuente de no pocas dificultades y sobresaltos, antes y después de instaurada la democracia en 1983. Los ejemplos sobran y no hay lugar en esta página para enumerarlos en detalle, pero, en todo caso, la astucia para imponer un sucesor (en esto Julio A. Roca era un maestro en la vieja República entre 1880 y 1910) solía ser contrarrestada por la independencia, rebeldía o inutilidad del nuevo presidente.

Se llamaba a este juego de apuestas y consecuencias no queridas "la patada histórica": una vez instalado en la Presidencia, el sucesor obraba por sí mismo y creaba, por propio designio o por defecto, una situación imprevista. Si bien esta hipótesis se verificó en muchas circunstancias en el pasado, la democracia posterior a 1983 no añadió de entrada nuevos ejemplos hasta que la llegada a la Presidencia del matrimonio Kirchner, en 2003, produjo una transformación de fondo al combinar con eficacia dos tradiciones históricas: la de la reelección consecutiva e ilimitada del presidente, propia de la reforma de 1949, y la del control de la sucesión, a la cual, de pretenderlo un gobernante, abre curso la reforma de 1994.

Como se trataba de un matrimonio dotado de férrea unidad por el afecto y la vocación política, la rotación de Néstor a Cristina, y de ésta hipotéticamente al primero, daba satisfacción a la tradición peronista, fiel a la idea del reeleccionismo ilimitado, y, al mismo tiempo, aseguraba que la sucesión, luego de un período de cuatro años, no se saliera de madre y quedase dentro de los márgenes del matrimonio. Una invención originalísima que, no obstante, debía afrontar dos pruebas decisivas: primero, la victoria electoral en elecciones, lo que se logró en 2007; segundo, la prueba de la prolongación de la vida de los protagonistas, lo que no se logró en 2010, cuando la muerte segó la trayectoria ascendente de Kirchner.

Entonces no quedó más alternativa que jugar la carta de la reelección en 2011 (para la presidenta en ejercicio este salto significó un éxito rotundo respaldado por el 54% de los sufragios) y, posteriormente, explorar una posible reforma constitucional o, en su defecto, controlar su sucesión al término de un segundo mandato, pues la Constitución impide otra reelección consecutiva.

En este campo de incertidumbre está hoy instalado el oficialismo. Por el peso de la voluntad y de las denuncias de corrupción que lo hostigan, está obligado a asegurar, según se afirma, la continuación de su "modelo nacional y popular"; por el peso de las adhesiones electorales necesarias en una democracia, que paso a paso van reflejando las encuestas, el candidato mejor posicionado en sus filas -Daniel Scioli- no parece satisfacer los requisitos ideológicos más atractivos para la Presidenta.

Éste es el resultado del quiebre que se manifestó en los comicios intermedios de 2013 en las filas del Frente para la Victoria. En esa amalgama inestable de antiguos peronistas, gobernadores de provincia, sindicalistas más o menos próximos a las políticas oficiales y fervientes adictos al discurso y a la conducción de la Presidenta, la erosión del apoyo electoral con la irrupción exitosa de Sergio Massa corre pareja con la extraordinaria disciplina que, en cada votación, ratifican los bloques mayoritarios en ambas cámaras del Congreso.

Sin lugar a dudas, las sólidas mayorías en el Senado y en Diputados son la última reserva que le permitiría avanzar al Gobierno en varios frentes de batalla. El conflicto con la Justicia, cuya virulencia aumenta día tras día, representa ahora el terreno principal de los enfrentamientos porque, además de las tácticas coyunturales, conlleva una reforma de raíz de la legislación en materia civil, penal y procesal penal. Tal vez sea ésta la estrategia predominante del Gobierno para dejar, con el auxilio de una burocracia fresca y adicta, un Estado reestructurado al servicio de los que se van.

Estaríamos pues en presencia del intento de instalar el control de la sucesión presidencial por vía indirecta, ante la sospecha de no contar con el control suficiente y directo con respecto a quien ocupará la cumbre del poder presidencial. Estas maniobras de franca ofensiva tienen fecha de terminación el 10 de diciembre de este año. En ese momento no habrá más (es una conjetura probable) una mayoría contundente, sino un Congreso fragmentado, el equivalente a un recinto en el cual habrá que negociar y pactar.

¿Intervendrá en este escenario un presidente fiel bajo el amparo de la presidenta saliente? En la respuesta a esta pregunta está contenida una gran parte de las incógnitas presentes. No siempre los aliados de la víspera serán los aliados del futuro. Sin ir más lejos, el presidente Duhalde, que apoyó a regañadientes en 2003 la candidatura de Kirchner, no tardó en convertirse, de la mano de un grosero discurso oficial, en un enemigo del cual, naturalmente, había que desconfiar y de inmediato despojar de su influjo sobre la provincia de Buenos Aires.

Éste parece ser el destino del gobierno elector: por un lado, decía Francisco Franco en España, el sueño de dejar "las cosas bien atadas" (el Caudillo especulaba que el sucesor que él había designado, el rey Juan Carlos I, mantuviese incólumes las bases del régimen autoritario nacido de los escombros de la Guerra Civil); por otro lado, la pesadilla fantasmal, con su carga de amenaza, de "la patada histórica" (lo que, dicho sea de paso, le pasó a Franco después de su muerte, sin sufrirla por ende en carne propia, con la rápida transición a la democracia parlamentaria) .

Tiempo nublado en el horizonte de 2015, no comparable, sin embargo, con el opresivo oscurecimiento que en el mundo están provocando las diversas variantes terroristas del islamismo radical. Sobre las tumbas que van cavando estos criminales, y sin ningún pero, nuestra condena.

© La Nación

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