El Gobierno no supo
proteger a Nisman pero reunió al PJ para cuidar a Cristina.
Servicios nuevos y
políticos incómodos.
Por Roberto García |
Si alguien usaba la palabra asesinato en lugar de suicidio,
merecía una condena. Al otro día, sin embargo, era fulminado quien usaba la
palabra suicidio en lugar de asesinato.
Quizá mañana, dentro de los dislates
apresurados del oficialismo, habrá que servirse de una tercera palabra para
explicar la violenta muerte del fiscal Alberto Nisman.
Poco serio ese cambio radical en la cabeza de la mandataria,
contradicción que responde quizás al sexto sentido femenino, a una información
privilegiada que no revela o la adaptación a una opinión pública que, según las
encuestas, considera el episodio como un acto criminal vinculado al Estado. No
sólo el luctuoso hecho modificó su calificación para el Gobierno, también viró
la opinión sobre la víctima: al principio, cuando anticipaba su denuncia, era
merecedor de cualquier ataque con los “tapones de punta”, más tarde se
convirtió en un ingenuo juguete de otros cerebros siniestros que lo conducían.
Si no hubiera un muerto, la descripción sería hilarante.
Por si no alcanzaba esta volatilidad, una parte obediente y
poco entusiasta del peronismo adhirió a un largo comunicado que hizo recordar a
las solicitadas de apoyo que en los 70 la Unión Obrera Metalúrgica le brindaba
a Isabelita de Perón en el medio de sus crisis. Patética la escena de los
firmantes ante las cámaras de televisión, dispuestos a huir sin hablar, sin
comentar, sin olvidar también que hace menos de dos meses tal vez el fiscal
hubiera estado del brazo con ellos –recordar que, en su momento, cuestionó la
versión de Pepe Eliaschev de que el Gobierno planificaba un pacto espurio con
Irán–, al igual que un tal Stiuso, que cumplía funciones operativas para el
Gobierno hasta hace dos meses y ahora está señalado como el presunto autor
intelectual de los actos de Nisman, incluyendo su propia muerte. Ya que ambos,
de una manera u otra, sirvieron a un cuestionable aparato de inteligencia
funcional al kirchnerismo, al cual Cristina ahora intenta cambiar en su
composición y objeto, incorporando gente de confianza, como si no lo hubieran
sido sus anteriores jefes, Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher, dos elementos
históricos de la intimidad del matrimonio y de algunas transacciones e
inversiones, siempre convocados en los instantes de mayor gravedad y para
cualquier tarea.
La denuncia. Aunque el balazo que tronchó a Nisman demanda
la mayor atención, sea suicidio o asesinato, no corresponde olvidar su
presentación judicial, que imputa de Cristina para abajo como participantes de
un plan criminal en sus negocios con Irán. Finalmente, es una denuncia
originada en el propio Gobierno y, en principio, parece acercarse a los
requerimientos de Fouché, aquel jefe de policía de Napoleón que se aprovechó
del Imperio como antes se había aprovechado de la Revolución, y se jactaba de
enjuiciar o encarcelar a cualquiera con sólo disponer de una carta amorosa del
denunciado. En este caso, más que misivas amorosas, Nisman cosechó un volumen
monumental de escuchas telefónicas de compleja judicialización, en buena parte
aportada por una línea media de intelectuales –descuellan Luis D’Elía, Andrés
Larroque y Fernando Esteche–, superiores a Carta Abierta y en plena conexión
con los iraníes. Más que evidencias, se exhiben indicios de que cercanos al gobierno
cristinista tramitaban escandalosas cesiones a ese gobierno árabe a cambio de
una relación comercial más ventajosa. Difícil la condena, probablemente, pero
las grabaciones no parecen fraguadas. Y lo que en el Congreso y la Justicia
sería una discusión política, con la repentina muerte de Nisman devino en una
explosión gigantesca que sacude al Gobierno.
También por la frialdad y silencio de Cristina ante el
episodio –cuando el Gobierno más debía proteger al fiscal–, las dudas sobre la
actuación de los policías que lo custodiaban, la sordidez de considerarlo una
fámula engañada por un persuasivo operador de inteligencia, la participación en
la pesquisa del voluntarista con b larga de Sergio Berni –un Figuretti al que
le ordenaron actuar como portavoz y resultó un fiasco en sus apariciones–, la
irrupción de personajes en Casa Rosada sin ocupación confesada pero gravitantes
y un sinfín de incompetencias adicionales, el caso adquirió una temperatura y
toxicidad inéditas, resulta un “antes y un después”, como suelen expresar los
periodistas.
Si Dilma Rousseff ha admitido que la Cristina de hoy no es
la que conoció antes, muchos de sus seguidores también se inquietan por su
voracidad individualista, que los deja a la intemperie (tipo Diana Conti) y el
abuso del colectivo burocrático del peronismo para suponer que Héctor Magnetto
planeó la muerte de Nisman.
Humillados. Demasiada humillación para quienes no
desaparecen ni en el diluvio, aun el atribulado candidato Daniel Scioli, quien
asistió y convalidó a la dama, a pesar de que lo acosaron por haber asistido a
un evento de Clarín, o el apoderado Jorge Landau, convertido en locutor amateur
leyendo frases contra los foráneos y poderes hegemónicos, cuando nadie ignora
sus becas en la Embajada de Estados Unidos. Por no hablar de gobernadores que
tuvieron prestigio, como el de Salta (Juan Manuel Urtubey), o funcionarios que
agradecen haber mejorado sus patrimonios como casi ningún otro ciudadano, y no
desean problemas. Le reprochan a Cristina, en reserva, también sus manejos
controversiales en áreas sensibles, como la Justicia, donde cada vez se
disgrega más la colaboración, y las venideras alteraciones ejecutivas en la
Secretaría de Inteligencia buscando soldados militantes en lugar de
profesionales. Para empoderarse de algo, en todo caso, que tiene fecha de
expiración.
Como hasta ahora siempre renace de las cenizas, se recupera
y lanza la contraofensiva, la mandataria ha repetido los métodos, acusando a
todos de conspiración. Pero la culpa no siempre es de los otros: el affaire
Nisman, la nismanía que domina hoy a los argentinos, tal vez derive, de otro
modo que el habitual del resarcimiento de Cristina, y sea más costoso ya que
hay daños que no parecen subsanables, la tensión se mantiene como las miserias
y queda sin resolver la duda del asesinato o el suicidio, libre y voluntario, o
forzado e instigado, también una forma de matar sin que se note (como escribió
un amigo de Nisman).
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