Por Carlos Gabetta (*) |
Los “suicidios” de testigos importantes en casos importantísimos,
y ahora el de un fiscal, se van convirtiendo en moneda corriente en
Argentina. Basta recordar, entre otros, los de Marcelo Cattáneo (caso
IBM-Banco Nación) y Alfredo Yabrán (caso presidencia de Carlos Menem, por
llamarlo de algún modo) y, ahora, el “suicidio” de un fiscal que se ocupaba del
caso AMIA-Presidencia Cristina Fernández.
Las comillas para “suicidio” son pertinentes aún si se hubiese
determinado oficialmente que en efecto se trató de un acto voluntario, como en
los casos Cattáneo-Yabrán, y lo serán si la justicia confirma las sospechas
iniciales en el caso Nisman.
Por dos razones. La primera, porque vivimos en un país al borde
la descomposición política, institucional y social absoluta. En sumarísima
lista de ejemplos: contrabando de armas a Ecuador-explosiones en Río Tercero;
valijas repletas de cocaína pura que viajan “solas” a Europa; aumento
exponencial de las “importaciones” de efedrina; el caso del hijo del presidente
Carlos Menem, cuyo helicóptero fue baleado; los hijos de un exjefe de la Fuerza
Aérea condenados a 13 años de prisión en Barcelona por intentar introducir 900
kilos de cocaína pura en un avión que había sido cargado en la base aérea de
Morón, administrada por la Fuerza Aérea y el Poder Ejecutivo Nacional. En
cuanto a la corrupción política, sólo en 2009 se iniciaron 207 causas, de las
cuales 11 fueron elevadas a juicio y sólo en una hubo condena.
Sobre todos estos casos, y en muchos más de los que podría hacerse una
larga lista, sigue planeando una enorme sombra de dudas. Sobre otros, como la causa AMIA, el más grave
atentado terrorista en el país, que reflota ahora con el caso Nisman, puede
sencillamente decirse que nada se sabe, veinte años después.
De modo que es razonable dudar de las “conclusiones” de la
Justicia argentina, incluso si se descubren los culpables de un crimen
mediante el aporte de pruebas. La expresión “perejil” es de industria nacional…
La segunda razón es que un suicidio puede muy bien no ser voluntario,
sino obligado, inducido. En el caso Nisman, nada hacía prever semejante
desenlace, como cualquiera puede concluir en internet viéndolo hacer
declaraciones en los días previos. De modo que, si en efecto se suicidó, cabría
sospechar que lo presionaron con sus propias miserias; que amenazaron a su
familia. ¿Y a quién iba a acudir? ¿A los “servicios”, a la Policía, al gobierno
que acusaba?
También cabría suponer que se suicidó cuando cayó en cuenta de que haría
un papelón, sea porque sus pruebas eran endebles, o porque sus fuentes lo habían
utilizado para algún fin. Esta tesis sería válida si las pruebas que debía
exhibir ante el Congreso están intactas, con lo que todos podríamos enterarnos
de qué se trataba realmente.
Pero en ese caso deberíamos adoptar la siguiente reserva: ¿qué son, qué
representan en la Argentina de hoy, las “pruebas intactas” de un fiscal basadas
en declaraciones o escuchas a políticos, diplomáticos, policías y servicios de
inteligencia suministradas por algún sector de esos mismos servicios que
“juega” políticamente para…?
En este país, es difícil salirse de las suposiciones.
(*) Periodista y
escritor.
© Perfil.com
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