Por Guillermo Piro |
Dado que la amenaza nuclear ha dejado de ser perentoria (al
menos eso quisiéramos creer), el mayor y más preocupante peligro que corren los
libros es el fuego. Es el destino del papel: está hecho para eso. El químico
francés residente en Québec, Canadá, Armand Leclerc, para eludir de este modo
ese destino ha presentado en la sociedad científica de su país un libro de
agua, mucho menos infinito que su pariente lejano, el libro de arena (que, por
otra parte, es una pura invención literaria), y más perdurable y menos atado a
la moda tecnológica que el libro electrónico.
El libro de agua consiste en
lábiles páginas de gelatina impresa, cada una de ellas encerrada e inmersa en
una “caja” de acrílico llena de agua destilada. Las páginas están
“encuadernadas” por medio de bisagras de acero. Su peso, naturalmente, depende
de la cantidad de páginas, pero un libro corriente, digamos, de 200 páginas, no
llega a pesar más de un kilo, casi nada si se piensa en la capacidad de
perdurabilidad del invento. Las marcas en las hojas, el sino del trabajo
intelectual, pueden realizarse por medio de un resaltador de tinta lavable,
especialmente concebido para eso, también por Leclerc. El libro es inmune al
agua. No así a los golpes.
Tuve la ocasión de tener hace unos años uno de esos libros
en mis manos, y debo decir que la impresión no ha sido muy satisfactoria que
digamos. El libro de agua adolece de varios problemas. El primero de ellos,
como ya dije, son los golpes. Pero los golpes son evitables si uno se mueve con
lentitud y cierta seguridad, aunque lo más seguro es no moverse en absoluto y,
sobre todo, no sacar a pasear el libro como si fuera un perro, cosa que en la
cultura occidental sigue estando bastante de moda (no siempre fue así: hasta la
invención de los “libros de bolsillo”, parecían haber sido concebidos para
permanecer en casa).
Pero ni aun la quietud puede evitar que un objeto como el
libro, al igual que cualquier otro objeto, demuestre en determinado momento lo
que realmente es, algo débil de por sí, pero mucho más débil en contacto con el
animal humano, que con su torpeza y displicencia todo lo destruye. El verdadero
problema radica en que, al ser sus páginas de acrílico, su supervivencia está
ligada al peso específico del lector. Un libro de agua dejado sobre la cama,
por ejemplo, corre el peligro de terminar bajo el lector dormido. Y dado que la
lectura es la actividad sedentaria por excelencia, no es sorprendente imaginar
un lector con sobrepeso. En el momento menos esperado el acrílico puede
rajarse, dejando escapar una materia blanda, fría, pegajosa y de un olor
bastante desagradable.
No está escrito que todos los inventos tienen que ser
infalibles. Pero al libro de agua el fuego no le hace mella.
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