Cómo el oficialismo
duro lo castiga a él y a su familia. ¿Máximo quiere
a Randazzo? Michetti, la
Scioli de Macri.
Por Roberto García |
Cierto asombro genera la infantil repulsa que el cristinismo,
por instrucción de su líder, desató contra Daniel Scioli por
su visita social
a un espacio publicitario de Clarín en Mar del Plata (ni
que se hubiera encontrado en secreto con Héctor Magnetto para celebrar un pacto
espurio y conspirativo contra la Casa Rosada). Casi una banalización de la
política el episodio, parafraseando la sentencia de Hannah Arendt.
Sorprendió
el volumen de la repugnancia: no es la primera vez que el gobernador se
fotografía con elementos de ese grupo. Además, nadie sospecha que esa
andanza promocional puede significar algo más que un registro instantáneo,
aunque el candidato da la vida por una fotografía.
Inexplicable la intolerancia de Cristina, como si no hubiera compartido
durante cuatro años una asociación
presuntamente lícita con su marido y Clarín (léase,
con el propio Magnetto) en la que traficaban información privilegiada, generosa
publicidad y negocios que sólo algunos fueron conocidos. Con brindis, mesa
tendida y alegrías, además.
Para colmo del enojo oficial, también en público, se abrazó el hermano
Pepe (Scioli) con Sergio Massa en otro evento marplatense. Importa: los
Kirchner siempre manifestaron más odio a Pepe que a Daniel, se sabe
que en algunas reuniones ni le hablaban o miraban. Tanto acoso obligó a que el
gobernador lo apartara de su administración.
Razones. Esta furia de Cristina contra Daniel no fue un enfado femenino
irracional. Esperaba este acontecimiento mínimo en el balneario para
descalificar a Scioli, bajarle la cotización, mantener el desprecio al que lo
somete desde hace una década y, de paso, alinear a su fanático coro de
fusilamiento. Pocas veces se vio a
tanta gente hablando pavadas, exageración que luego de cuatro días
se atemperó al mejor estilo Néstor, no fuese que la ofensiva oral la lastimara
a ella misma.
Tamaña represión se inscribía en otro acceso de ira, cuando Ella
hace 15 días lo reprendió por carecer de contenido político, dedicarse al
color naranja y preferir más las fotos que las letras. Como si su marido
hubiese llegado a la Presidencia prometiendo encarcelar militares y no de la
mano y los enjuagues de Duhalde.
El ataque de la
Casa Rosada encierra otro propósito, electoral: impedir
que crezca Scioli individualmente con su colorida propaganda en la
temporada estival –aplicada al mejor estilo La Cámpora hasta en los móviles de
la Policía–, cuestión que algunas encuestas suponen probable por el desembolso
desenfadado en publicidad. El operativo de Cristina, si se atienden versiones,
se propone encumbrar y favorecer a otro candidato un poco menos indeseado que
Scioli, Florencio
Randazzo, al que igual no quieren por aquello de que Roma no paga
desertores, ni desde que lo capturaron con tentaciones cuando era ministro de
Felipe Solá.
Randazzo presidirá una de las listas en la interna del frente
oficialista en contra de Scioli y muchos juran que Máximo Kirchner lo impulsa
como delfín de su madre, la que a su vez integrará como aspirante legislativa
la lista de uno y de otro –y de cuantos opten presentarse–, ya que todos deben
llevar la misma lista de diputados nacionales (podría suceder lo mismo con la
lista de legisladores provinciales). O sea que Ella gana con
cualquiera, suma lo de todos como propio y, de acuerdo a la sensación
bonaerense, hay bajada de línea para apoyar a Randazzo.
Nunca se descubrirá la razón por la cual siempre detestó a Scioli, al
extremo de perseguir a su hermano, desinvitar a su esposa del avión
presidencial, no convocarlo jamás, quitarle la oficina en la Rosada, castigarlo
en lo personal y en lo político. Todos saben lo que hará Scioli, inmodificable
en su resignación; cree que la falta de amor se la repondrá el
peronismo.
La presencia de
Scioli en una sucursal de Clarín tampoco es
inocente: más que desafiar a Cristina, trató de acercarse a una fuente
de poder que había deslizado no acompañarlo en la campaña por su
marcada dependencia de la mandataria y la promesa de que mantendría todas sus
políticas. Negocios son negocios, para todas las partes.
Banales. Una muestra de esa banalización general en la que la Iglesia denuncia la
corrupción en un documento y, días más tarde, se olvida de ese tema cuando sus
curas visitan la Rosada y, al salir, dicen que sólo hablaron del peligro del
narcotráfico. O Mauricio Macri apretando a su propio Scioli, Gabriela
Michetti, para que no se presente en Capital, tema de una
reunión en diciembre entre la pareja de la candidata y el empresario Nicolás
Caputo, álter ego del jefe de Gobierno, en el que no hubo coincidencia. A
propósito de Macri, ¿seguirá entusiasmado por conservar a Miguel Galuccio en
YPF (ahora con nueva lancha para paseo) si llega a la Presidencia, luego de las
inconveniencias por la bajante del precio del petróleo?
Por no hablar de otras menudencias de la banalización política: la de
Gabriela Vázquez, titular del Consejo de la Magistratura, ahora encolumnada con
el Gobierno y lejos de una influencia que le brindara un ex de la Corte,
Gustavo Bossert, o las peripecias de Alejandra
Gils Carbó: se preguntan si hace más de lo que le piden. Por
ejemplo, remover al fiscal de Tucumán que acosa al general Milani.
No todo es la traducción afrancesada de banalización: Cristina apela a
convenios penosos de cambio de collar con China, modifica condiciones
electorales y hasta logra indemnidad para los futuros parlamentarios del
Parlasur. Lo hizo
gracias al voto de Carlos Menem y del sindicalista petrolero
Guillermo Pereyra, convencido por Julio De Vido, quien le reclamó la cumplida
asistencia como “un favor personal”. El senador interpretó que en el pedido
había una necesidad de garantías judiciales.
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