El vergonzoso uso
mutuo de favores entre dos líderes que marcaron los últimos
veinte años de la
Argentina.
Por Roberto García |
Merece un concurso la investigación sobre la doble personalidad
política de Carlos Menem,
una suerte de Jekyll o Hyde, según los gustos, alguien que fue presidente de
los argentinos durante diez años y no se sabe ahora, senador
nacional, si su vida responde a ciertas ideas, tendencias o
amistades del pasado reciente o a otras opuestas, contrarias e irreconciliables
de hoy. Un dilema de identidad o, tal vez, una falta de respeto a
quienes lo querían y votaron.
Si el peronismo ha sabido reunir sin rubores en un mismo espacio a López
Rega con Firmenich, por citar uno de los tantos ejemplos escandalosos que
alberga la historia del partido (bajo la excusa de que cualquier medio
justifica alcanzar el poder), ahora la proeza de Menem como travestido
no se funda sólo en esa inclinación ambiciosa e impune. Tampoco en un
fenómeno repentino de bicefalía ideológica: es la transformación
camaleónica de quien, por miedo o interés, vota contra lo que piensa, auxilia a
quien lo detesta. Lamentable ocaso.
Cuesta encontrar antecedentes para esta actitud de doblez facial tan
sospechosa y radicalmente negativa a su propia naturaleza, cuando se observa al
riojano en el Senado vestido y perfumado (según la leyenda, como
alistaban muerto en su jaca al Cid Campeador para pelear contra los moros) votando
a favor del Gobierno que más lo ha denostado. Y en los precisos momentos que su
odiada Cristina más lo necesita para aprobar leyes y salvarla, como la
semana pasada, con la
indemnidad del Parlasur que Ella, gobernadores o ministros podrían
requerir para no ser arrestados. Así, comandar una lista electoral este año
que, supone el optimista oficialismo, será el arrastre de una segunda que
también llevará un candidato a presidente.
Generoso Menem con su gracia, convocado especialmente, a
menos que uno imagine sórdidos ardides, chantajes judiciales con los que lo
amenazan para no ir preso o seducciones irresistibles que han sido moneda
corriente en el Congreso (basta ver algunas presencias inesperadas para dar
quórum o votos inimaginables para conseguir mayorías). Amén de otras
caracterizaciones, de la promoción y aceleración de causas (la famosa
Banelco) al episodio divulgado como borocotización, del cual
con curiosidad se ha valido el cristinista Diego Bossio para descalificar a
rivales, como si esa operación política no hubiera sido planificada por sus
venerados líderes.
Irritación. Dicen que el reiterado servicio legislativo de Menem al Gobierno irritó,
por lo humillante sobre él mismo, al mínimo entorno que le quedaba. Gente
que hasta bramó, por atentatorio al buen gusto y las razonables
conductas, ante el fotografiado beso bíblico que el senador Juan Manuel
Abal Medina le aplicó en el recinto. Igual, nadie piensa que este bisoño Catón
haya sido responsable de las operaciones de inteligencia y de extorsión
judicial que se mencionan sobre el ex presidente, ni de las aceitadas
facilidades que le han concedido desde la cúpula de la Cámara alta presidida
por Miguel Pichetto y el dúctil Aníbal Fernández, ahora
personal asistente de Cristina. Esa tenaza de rigor y tentación,
dicen, es lo que somete a Menem, aunque él ha dejado trascender que nunca lo
acompañaron desde el resto del sector político opositor, que lo dejaron aislado
y ni siquiera le agradecieron la noche que abandonó su internación para ir a
votar contra el kirchnerismo.
Alguien dirá como justificativo que también Alan García,
dos veces presidente del Perú, cambió, como el senador, de pensamiento:
al revés, claro, mudó de un fracasado populismo hiperinflacionario en su primer
mandato a una gestión más abierta en el segundo. En todo caso, García le
explicó al electorado su proceso de maduración; Menem, en cambio, nada dice
y teme que se oscurezca más si pretende aclararlo.
Así, el admirador de Bush y Rockefeller, dilecto vecino de
los EE.UU., cultor de la libre empresa, proclive a la menor injerencia del
Estado –hechos distintivos de su administración–, termina aliado a un
kirchnerismo que trató de pulverizar esa década del 90 en la creencia de que lo
hace irreversible y patrióticamente, prefiriendo a cambio la intervención en
los mercados, el control de la actividad y vidas privadas y las relaciones
carnales con otros huéspedes externos, de Venezuela a Rusia, y ahora China.
Son diferencias políticas que, en lo personal, se agravaron por la
intencionalidad deliberada de enjuiciarlo, proponer su escarnio y una burla
barrial (recordar “los cuernitos” públicos de Néstor cuando se pronunciaba el
nombre del ex presidente) para atribuirle toxicidad a su cercanía o el carácter
infame de jettatore.
Ella tampoco. Si Menem ni se defiende de su naufragio, tampoco el oficialismo
explica su complicidad, por lo menos, para utilizarlo en beneficio propio a
la hora de votar, sirviéndose de lo que le repugna. Es otro doble de cuerpo,
como el ahora senador. Nunca un tuit o una mención de la locuaz mandataria,
siempre atenta a la moral y la ética o al destino de las mascotas en los
aviones.
Quizá le correspondería, ya que preside un gobierno, representa a un
país, se supone que temporalmente constituye una fuerza institucional superior
a la de un individuo que fue presidente y poco parece importarle –por más
amedrentamiento que lo asedie o fortuna que le renueven– el desaliño histórico
en el que se ha sumergido.
Nadie tampoco parece inquietarse por estos silencios de dos personas que
han ocupado más de veinte años de la vida argentina: en el
subdesarrollo, pocos preguntan.
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