Por Jorge Fernández Díaz |
"Montarse en una jugada mediática para destrozar a quien intenta dilucidar la verdad oculta implica por lo tanto actuar en connivencia con una cierta noción de encubrimiento".
Tomemos un poco de distancia. Imaginemos que un presidente
constitucional de una república moderna utiliza, sin rodeos ni citas
grandilocuentes, la cadena nacional para enviar un mensaje escueto: "Son
días muy tristes para mí, que me he dedicado con alma y vida a la política, y
espero siempre lo mejor de ella. Es por eso, y por la responsabilidad frente a
la historia, que he decidido poner a disposición del juez interviniente los
fondos y toda la logística de la administración pública para que investigue
hasta las últimas consecuencias y dilucide por completo las sospechas en torno
a lavado dinero, enriquecimiento ilícito y cualquier otro delito que pueda
rozar mi investidura. También les he dado orden a mis contadores para que
faciliten de inmediato todos los elementos y papeles que se requieran. No estoy
más allá de la ley, y aunque resulte doloroso, es preciso llegar hasta el hueso
y despejar todas las dudas. Caiga quien caiga. Porque la honra presidencial es
importante para la salud del país y porque un corrupto es un traidor a la
patria".
¿Qué habría sucedido si Cristina Kirchner hubiera emitido un
texto de este tenor? En principio, la sociedad hubiera pensado que su máxima
representante era esplendorosamente democrática, y tal vez incluso inocente. Y
la militancia, que ocupa cargos por acomodo en el Estado y que no suele tener a
la ética como una bandera sublime, hubiera recibido la orden tácita del decoro
y la transparencia. ¿Qué sucedió en la Argentina? El Gobierno atacó con
ferocidad al juez de la causa, lo sancionó con trucos leguleyos y lo castigó
bajándole el salario, acusó penalmente a la diputada nacional que hizo la
denuncia e inició un operativo para blindar con fueros a la primera mandataria.
¿Qué piensa instintivamente la opinión pública acerca de un raid semejante? La
conclusión puede ser injusta, pero no carece de sentido común: sólo un culpable
se maneja de esta manera.
Es tan esperpéntica la maniobra, tiene tal sesgo autoritario
y destituyente (hay que destituir como sea al que nos cuenta las costillas),
que hoy defender a Bonadio es defender el principio básico de que un juez de la
Nación pueda investigar también a la Presidenta y a sus empresas amigas. Y por
lo contrario, atacar a Bonadio implica hoy torpedear dos ideas virtuosas: nadie
tiene coronita por más monarca que se crea, y el poder no es intocable.
Montarse en una jugada mediática para destrozar a quien intenta dilucidar la
verdad oculta implica por lo tanto actuar en connivencia con una cierta noción
de encubrimiento. El cristinismo prepara, con tal propósito y dicho sea de
paso: con plata de los contribuyentes, un acto para el sábado 13. El PJ también
evalúa un gesto ampuloso de apoyo. ¿Qué apoyan exactamente unos y otros? ¿Que
su líder pueda gozar de inmunidad absoluta y que quien trate mínimamente de
investigarla sea triturado? Y esta efusión vergonzosa, esta verdadera confesión
de parte, ¿la formularán de cara al pueblo argentino? ¿No será mucho,
compañeros? Discépolo creó una figura que conjuga mala leche con desvergüenza.
La llamó "maldad insolente". ¿No se detecta esa misma clase de
insolencia en el hecho de revisar el modesto patrimonio de Stolbizer mientras
la familia presidencial es multimillonaria, los principales dirigentes peronistas
forman una oligarquía y Puerto Madero está plagado de referentes nacionales y
populares? En el momento en que presionaban a Margarita, y hablaban de "un
sobrino procesado por tráfico de drogas" (sic), se negaban a tratar la ley
de ética pública en la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires: ese
proyecto obligaría a los funcionarios a presentar su declaración de bienes.
Maldad insolente, Discepolín. Pura y dura.
Es que el kirchnerismo, como buen proyecto feudal, no estaba
programado para soportar los rigores de una república. Fue diseñado para la
eternidad, y para que los poderes judiciales resultaran cómplices del mandamás
perpetuo y facilitaran cíclicamente que los expedientes comprometidos cayeran o
se cerraran para siempre. Ese modelo se nacionalizó, pero el vestido les quedó
chico: al perder la hegemonía por el castigo electoral y no lograr una herencia
plena y completamente fiable, las causas no fenecen, y a veces incluso se
activan. Ese feudalismo progre tiene por fundamento "correr los límites de
la política", concepto épico que en la práctica consiste en arrasar con
leyes, reglas y procedimientos de la "democracia burguesa". La
combinación de eternidad con transgresión es aldeana y medieval, pero quizá
sustentable. La combinación de tenue alternancia con transgresión es, en
cambio, una bomba neutrónica. Todos los grotescos intentos de la retirada
kirchnerista deben ser leídos como la desactivación desesperada de esa
explosión en cámara lenta, que no vieron venir porque carecían de experiencia a
gran escala y porque realmente se creyeron la perpetuación. Recordemos que sus
dirigentes actuaron en la burocracia bajo la premisa de que sin dinero no se
puede hacer política, frase inductora de una relativización moral acerca de la
impureza de los procedimientos y el uso indebido de las influencias y la caja.
Una de las peores herencias que dejará el kirchnerismo se
centrará en una cultura a la que el pensador Alejandro Katz bautizó como
"la arrogancia de la ilegalidad". Se trata de una nueva afección
social que ha calado hondo: "La creciente indecencia de una parte de la
sociedad que no sólo actúa contra las normas, sino que declara su decisión de
hacerlo, exhibe los beneficios obtenidos por haberlo hecho o su indiferencia
respecto de la obligación de cumplir con ellas. Es claramente el caso de los
funcionarios que muestran riquezas cuyo origen no pueden explicar, de
intermediarios menores que actúan entre la política y los negocios y exhiben
propiedades extraordinarias, de socios del poder enriquecidos
súbitamente".
Algunos honestos simpatizantes del kirchnerismo tragan
saliva frente a este desolador panorama, y confiesan en privado que lo perdonan
sólo por la decisión histórica de darle un rol activo al Estado. Sin embargo,
por cruel paradoja justamente en la performance estatal el oficialismo ha
demostrado una enorme incompetencia. Recojamos al azar algunos frutos del árbol
de esta misma semana. Quedó en evidencia, por ejemplo, una grave subejecución
del Presupuesto: el dinero para programas sociales está seriamente atrasado y,
en contraposición, ya gastaron mucho más de lo que tenían asignado para
Aerolíneas, la publicidad oficial y Fútbol para Todos. Se supo también que
apenas tres de cada diez chicos que ingresan en la escuela primaria egresan del
secundario, y que la educación pública pierde por escándalo con la privada. Un
informe de la AGN prueba que el control de las aduanas y las fronteras presenta
un "cuadro calamitoso". Y la ex ministra de Seguridad Nilda Garré
aseguró que "la Policía Federal está de adorno. Ha vuelto a tener el
control del territorio y está comprometida en el tráfico menor de
estupefacientes". El Gobierno dejará un déficit equivalente al 5% del PBI
y un sistema de salud destartalado. Produce inflación y pobreza, teme
rebeliones de los marginados y se asustó tanto con el paro de Ganancias que
retrocedió en pantuflas. Todas estas negligencias y debilidades se registraron
en apenas cinco días, mientras todos los esfuerzos del partido de poder y de
sus enfáticos funcionarios seguían concentrados en una única obsesión: desarmar
la bomba neutrónica y salvar la ropa.
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