Por Nelson Francisco Muloni |
Reflexionar. Recordar. Asumir. Esperar. Celebrar. Analizar.
Organizar. Terminar. Empezar… ¡Cuántas cuestiones, digo (pensamientos, frases,
actitudes, modos), se nos filtraron por estos senderos que dimos (que damos) en
llamar vida!
Y uno va cumpliendo mandatos atávicos. Aventando génesis de la
propia piel. Algo que nos diga el cómo y el por qué. Sin respuestas. Y con
miedos. O incertidumbres. Que son lo mismo, quiérase o no.
Llega, entonces, el momento de un café solitario. O un mate
cebado en la tarde con nubes. Y los hijos que se van. De a poco, pero cada vez
más. Con la luz que alumbra menos (¿sensación? ¿certeza?) sobre las manos que
parecen de otro. Casi sarmentosas, como la vid antigua.
No vemos el horizonte. No vemos el lugar de nuestra soledad.
Solamente miramos lo que somos. Y fuimos. O seremos.
La almohada ya no nos espera. Sólo nos adormece en la
profundidad de sueños infantiles que inventamos para una época en la que ya no
estamos. Y somos tan niños que nos acompañan nuestros propios hijos.
Explorando, jugando, indicándonos que ellos son mayores que nosotros. En
nuestros sueños. Que siguen, noche tras noche. Con otros paisajes que nos
enternecen al recordarlos.
Por allí, de cuando en cuando, la madre le abre la puerta al
niño que somos y el padre lanza una fuerte carcajada al recibirnos con un
abrazo. Es alegría. Y es angustia. Porque de algún modo, en el propio sueño
percibimos que todo es eso, un sueño.
Y a la mañana, al despertar, sabemos que hemos trascendido.
En las sábanas sin tender, en los hijos, en la casa o en el desayuno frugal de
apuros.
¿Pasa el tiempo (¿transcurre?, pienso) o sólo son imágenes
estampadas en vaya a saber qué rincón de los últimos estropicios? Uno ve,
siente, percibe, imagina y se angustia ante la volatilidad de lo que nos
ocurre. El pensamiento no puede asir ninguna de las formas que uno quiere o ha
querido. Es cuando la respiración se entrecorta por la zozobra de la sangre que
late por los idos y los venidos. Los incorpóreos. Y los que están.
“Es la fe de mis mayores”, decía Antonio Machado. Y uno, sin
creer, eleva respetuoso la ofrenda de los años que nos llegaron a través de legados
de historia: aquellos mandatos atávicos. Aquellas caricias. Primeras y últimas.
Aquellos besos. Aquellos finales.
Hoy es fin de año. ¿De qué año? ¿De cuántos años? Abro la
tapa del antiguo reloj. Y sólo hay manecillas que giran diciendo poco. O mucho,
luego de tantos giros. Pero nada ni nadie nos dice por dónde cruzar la calle.
Solamente nos expresan deseos. “Buenas voluntades”. Y abrazos. Muchos abrazos.
Que necesitamos ante tantas ausencias. Y aquellas que comienzan a serlo.
Y nos sumergimos en los saludos. Deseándonos “felicidades”.
Nos obligamos a las promesas. Que no cumpliremos. O sí, quién sabe. Pero levantamos
una copa, un vaso, y hacemos un brindis. Creyendo, quizás, que marcamos un
pequeño hito en la historia. Pero es la historia la que nos marca.
¡Salud…!
Muy lindo NELSON FRANCISCO (lo ví hace días en tu muro). Entiendo que la esperanza ya no está y que fue escrito desde la racionalidad que te entregan los años y la sabiduría. Te deseo un hermoso 2015, esperando para nosostros que la objetividad y lo visceral de la amistad y el carño siempre estén presentes. Beso grande...Te quiero mucho!! Aída Laura
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