Por Jorge Fernández Díaz |
Por favor, no hagan ruido: el soberano descansa. No quiere
que nadie haga olas ni que lo perturben con tremendismos a uno y otro lado de
la grieta. Sólo quiere bajar la persiana hasta el año próximo y solazarse con
una siesta reparadora de Navidad que se estire a lo largo del verano y lo
conduzca apaciblemente hasta marzo, y en el transcurso de la cual los problemas
no sobrepasen los límites de este Nintendo entretenido donde los jueces activan
causas de corrupción y los funcionarios tiemblan de miedo y de rabia.
El
ciudadano está preparado incluso para los saqueos más anunciados de la
historia: el Gobierno ha agitado ese fantasma curándose en salud o trabajando
la sensibilidad de la opinión pública para que llegado el caso los tome como
una simple rutina, y tal vez incluso para luego cacarear, si no se producen,
con que se abortaron gracias a su eficaz acción social. La economía, llena de
parches y mamarrachos, no muestra signos de explotar en breve, la progresión
inflacionaria se lentificó por gambitos y enfriamientos, y todo esto ya es
decir bastante para una gestión negligente que gusta bailar rumba al borde del
acantilado.
Debajo del caldo espeso, sin embargo, se agazapan hongos
contaminantes. La pampa húmeda dejó de crecer, las economías regionales parecen
destruidas y las industrias están seriamente lastimadas. Hay una relativa calma
cambiaria, pero una carencia de inversión que preocupa y un déficit fiscal que
despierta pavor. Se perdieron 500.000 puestos de trabajo, y el PBI ya registra
una caída de cinco trimestres consecutivos. En la recesión de 2008, esa caída
fue de sólo tres trimestres, y la actividad demoró otros seis en recuperarse.
Admitamos igualmente que se trata de un mal de larga y
penosa evolución, y que a todo se adapta el argentino. Incluso a la feroz
inseguridad, que produce alarma, pero también resignación e indiferencia:
tenemos tantos puntazos en el cuerpo que nos pinchan con un alambre y ya casi
no lo sentimos. No hablemos de asuntos más sofisticados, como la falta de
transparencia, las impudicias institucionales, la instalación de una política
feudal y gansteril, y otras pesadillas republicanas que sólo desvelan al
treinta por ciento de la población. Porque al resto le da pereza. Sobre todo
ahora que viene el calorcito.
Seamos justos: también una parte de esa inmensa mayoría
silenciosa que ya se ha puesto las ojotas está más tranquila porque sabe que el
año próximo habrá un recambio en el poder. El agotamiento del estilo es un
fuerte signo de época. Los encuestadores reconocen un descenso constante de la
imagen presidencial: dos o tres puntos por mes. Y a la vez un suave incremento
del optimismo general, debido precisamente a que diciembre no fue un incendio y
a que quizás el kirchnerismo abandone la Casa Rosada sin grandes sobresaltos.
Hay un oído hipersensible que detecta movimientos telúricos de
ingobernabilidad: defaults, revueltas, peleas sonoras, sobresaltos financieros.
Al revés que en otros tiempos, hoy el que grita pierde. Y puede quedarse
afónico, porque falta todavía un año para el próximo turno. Contrariamente a lo
que venía sucediendo, cuanto más belicosa se pone ahora Cristina Kirchner, más
asusta y aleja. Esa mayoría parece legítimamente fatigada de épicas,
catastrofismo y petardismo anti y prokirchnerista. Y esto explica cierta
prudencia por parte de los principales dirigentes de la oposición, aquellos al
menos que no quieren seguir cazando en el zoológico, hablándoles únicamente a
los convencidos, y que pretenden saltar el cerco y conquistar el voto
independiente y pragmático. A riesgo de parecer grises, secos o cobardes.
Un veterano operador político que fue decisivo, a veces en
el escenario y otras en la trastienda, para la transformación democrática,
suele explicar que gana únicamente quien lee bien la realidad. El concepto
parece obvio, pero no lo es. Nadie, en la actualidad, está muy seguro de su
propia lectura. Y eso es porque la sociedad se encuentra fragmentada como
nunca, y no sólo por las dicotomías: también por nivel cultural, educativo,
tecnológico y clasista. Hoy cada ciudadano lleva en su bolsillo un aparato que
tiene más posibilidades de información que toda la que disponía hace veinte
años el presidente de los Estados Unidos. Y Facebook reúne a veinticinco
millones de argentinos. El escenario mediático ya no resulta totalizador, la
plaza de disputa ni siquiera es la televisión, y asombra que la política como
show y el dirigente como general de medios vayan volviéndose rápidamente
demodé. El sujeto político cambió de manera sustancial, y muchos siguen mirando
por el espejo retrovisor. ¿Qué es entonces la política en un mundo atomizado,
cómo llegar al nuevo ciudadano que ahora tiene voz y busca protagonismo y,
sobre todo, cómo evitar conversaciones encapsuladas? Tal vez la nueva era,
donde las batallas culturales serán esencialmente batallas informáticas, no
precise un cambio ideológico sino generacional, que atienda esos mundos
invisibles, pero cada vez más populosos. Los teléfonos móviles atraviesan hoy
todas las clases sociales, y este dato altera fundamentalmente la relación
entre el candidato y la gente. Quien vive en la agenda mediática, lanzando o
respondiendo golpe a golpe, experimenta entonces una engañosa sensación de
relevancia.
¿Qué significa para Cristina "leer la realidad"?
Principalmente, leer los diarios. Cada día desayuna y hace gimnasia con ellos.
Se enfurece, saca conclusiones erróneas y nos desea a los periodistas la
maldición eterna. Pero a la vez esos diarios le han servido para detectar los
yerros y las acechanzas, y para tomar decisiones fundamentales sobre su
gestión. Muchas de ellas equivocadas, puesto que vio conspiraciones donde no
las había y porque aplicó remedios que resultaron peores que la enfermedad.
Pero lo cierto es que sin ese GPS muy posiblemente hubiera chocado. Es toda una
paradoja: si los diarios críticos hubieran sido barridos de la faz de la
Tierra, como ella soñaba y aún sueña, y su lugar lo hubieran ocupado los
periódicos complacientes, es muy probable que su proyecto hubiese naufragado,
básicamente porque nadie le habría advertido dónde estaban las cargas de
profundidad. Los diarios oficialistas nunca caen en ese mal gusto. Temo darles
una mala noticia a unos y otros: es imposible que el diario como género alcance
ya esos vastos mundos invisibles de la ultramodernidad. Puede realizar
aproximaciones, pero nunca contenerlos. Es por eso que nuestra principal
lectora y nosotros mismos, los periodistas, corremos también el peligro de
volvernos anacrónicos.
El mayor aspirante a sucederla, ¿lee bien la realidad?
Scioli dijo el otro día que Cristina iba a dejar "una Argentina
ordenada", pero en esa misma entrevista filtró críticas tácitas. Una
encuesta de diciembre muestra que se lo ve como el más kirchnerista y el más
macrista de los candidatos. Es y no es. Continuidad y cambio. ¿Lee bien la
realidad Massa? Al no poder mostrar obras ni gestión, en una coyuntura donde el
lenguaje político se volvió inverosímil, ha decidido que su cancha sean los
medios. ¿Eso es actual o vetusto? ¿Y lee bien Macri? Sus sondeos le aseguran
que crece el segmento de los que exigirán un cambio completo de caras. ¿No será
mucho, no ganará una vez más la pereza? La sociedad está eligiendo un nuevo
líder, pero todavía no lo eligió. El pueblo, que en democracia es el verdadero
soberano, se toma una pausa para no pensar. Ojalá que el mal tiempo no le
arruine una buena siesta.
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