Por Arturo Pérez-Reverte |
Lo hermoso de las bibliotecas, de los libros, es que éstos
son como las cerezas. Tiras de uno, y éste arrastra a otros, a los que acaba
por llevarte de modo inevitable. Se tejen así maravillosas relaciones, a veces
en apariencia imposibles; vínculos entre situaciones o cosas cuyo principal
hilo conductor eres tú mismo. A veces, sin embargo, esa asociación es fácil.
Lógica. De las que saltan a la vista y de pronto te abruman porque, pese a ser
evidentes, no habías sido capaz de verlas hasta ese momento.
Eso me ocurrió el
otro día, cuando pasaba las páginas de los Recuerdos
de Sócrates de Jenofonte, el que también contó -porque estuvo en ella- la
retirada de los 10.000 mercenarios griegos de Persia cuya epopeya conocemos por
Anábasis. Desde que lo traduje en el
cole vuelvo a Jenofonte de vez en cuando, pues la historia que aquellos hombres
avanzando por territorio hostil, buscando el mar para volver a casa, rodeados
de enemigos y sabiendo que la palabra derrota significaba exterminio, la he
tenido presente muchas veces, y creo que es un estupendo símbolo, o útil
vademécum, para muchos de los territorios inciertos por los que transita el
hombre moderno.
Pero me desvío. Estaba con el amigo Jenofonte, como digo, y
hojeándolo me fui a unas líneas que, a su vez, me hicieron levantarme y buscar
en los estantes otro libro, y otro al fin, y al cabo terminé con cuatro o cinco
de ellos abiertos alrededor, comparando citas y usando como llave maestra para
todos ellos Una profesión peligrosa,
de mi querido amigo el profesor Luciano Canfora. Y sucedió que al rato encendí
la tele para ver un rato el telediario, y allí -son los azares maravillosos de
la vida- salió un político de ésos con los que no terminas de tener claro si
son unos sinvergüenzas o unos cantamañanas, aunque sospechas que navegan a remo
y a vela, diciendo literalmente: «En una
verdadera democracia, la voz del pueblo está por encima de cualquier ley».
Y oyéndolo, fui y me dije anda tú, lo bien que suena y lo redondo que me lo
habría tragado, a lo mejor, de no haberme pasado tres horas antes con Sócrates,
Jenofonte, Canfora y alguno más, leyendo callado y con mucho respeto, no fueran
a decir ellos de mí lo que Sócrates dijo que diría Eutidemo: «Nunca me preocupé de tener un maestro
sabio, sino que me he pasado la vida procurando no sólo no aprender nada de
nadie, sino también alardeando de ello».
Y es que eso es lo bueno de leer cosas. De saber por dónde
te andas, o al menos intentarlo. Que cuando vives en una verdadera democracia y
te llega un político sinvergüenza o un cantamañanas, o un híbrido de ambos, y
te dice que la voz del pueblo -llámese Eutidemo o llámese como se llame- está
por encima de la ley, te acuerdas de Sócrates. Y de pronto, lo que sonaba tan
bien resulta que ya no suena tanto. Y te da la risa; o a lo mejor, si eres
español y a estas alturas te quedan pocas ganas de reír, detalle comprensible,
vas y te ciscas en su pastelera madre. Porque te acuerdas, por ejemplo, de la
batalla de las islas Arginusas (año 406 a.C.), tras la que unos generales atenienses
fueron juzgados y condenados por una asamblea popular que se pasó las
formalidades legales por el forro de las túnicas. «Es intolerable que se impida al pueblo hacer su voluntad»,
argumentaron, proclamando la superioridad de esa voluntad del pueblo frente a
la ley que, aplicada con rigor, habría exculpado a los generales. Y lo que es
más significativo, amenazaron a los jueces, si se oponían al deseo del pueblo
soberano, con ser declarados culpables junto a los generales. Por supuesto, los
jueces se curaron en salud y se plegaron a la voluntad popular. Y los generales fueron ejecutados. Sólo Sócrates,
que era uno de los jueces, se negó. Con un par. Ni voluntad popular ni
pepinillos en vinagre, dijo. Él no reconocía otra autoridad que la ley. Y fue
el único.
El pueblo ateniense nunca olvidó aquello. La opinión pública no perdonó que
Sócrates se negara a aprobar que la vulneración de la ley, cuando se hace en
nombre de una real o supuesta voluntad popular, pueda tolerarse por un Estado
sólido, adulto, seguro de sí mismo y de sus instituciones. Y eso influyó más
tarde en su proceso, cuando fue sentenciado a suicidarse bebiendo veneno.
También allí, llegado el caso, Sócrates fue fiel a sí mismo. En vez de huir,
como habría podido hacerlo, permaneció en Atenas, acató la ley que lo
condenaba, y pagó con su vida aquella digna coherencia.
Ahora, por simple curiosidad, pregúntense ustedes cuántos
políticos españoles saben quién fue Sócrates. Y lo que les importa.
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