Por Maristella Svampa (*) |
En esta semana hubo dos noticias que volvieron a colocar en
el tapete la cuestión del genocidio, que nos permiten vincular de modo
perturbador la memoria corta con la memoria larga de nuestro país. El primer
hecho remite a la última dictadura militar: es la confesión de Barreiro, uno de
los militares torturadores en el centro clandestino La Perla, de Córdoba, quien
reveló dónde habían enterrados cuerpos de desaparecidos. Una fisura en medio de
un poderoso pacto de silencio genocida, a casi cuarenta años de esos hechos.
El segundo hecho refiere al genocidio sobre los pueblos
originarios: se dio a conocer que finalmente los restos completos del cacique
Inakayal descansan en su pueblo, en Tecka, en la provincia de Chubut. Sus
restos habían sido restituidos en 1994, pero en 2006 investigadores de la
Universidad Nacional de La Plata determinaron que todavía había vestigios del
cacique en el museo.
Generación 80.
Pocos recuerdan la historia del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, único
en el mundo en ese rubro siniestro, donde durante mucho tiempo se exhibieron
restos de los indígenas asesinados durante la llamada Campaña del Desierto.
Incluso sucedió que algunos de estos indígenas trabajaron como peones de
limpieza en el mismo museo, y cuando morían, sus cuerpos eran enviados a la
Facultad de Medicina para que les sacasen el cerebro, el pelo, los huesos y
luego los restos volvían al museo, como piezas de exhibición…
Lo ocurrido con dicho museo es ilustrativo de cómo la
generación del 80, fundadora de la Argentina moderna, leyó la cuestión indígena
en nuestro país: los indígenas no eran considerados seres humanos, sino
ejemplares de una raza primitiva e inferior, que debían ser estudiados
“científicamente” (medicina y antropología aparecían articuladas), y exhibidos
como “reliquias”, junto con parte de sus enseres, en una vitrina del museo.
Por otro lado, luego de la llamada Campaña del Desierto,
muchos indígenas fueron deportados a la isla Martín García, donde no pocos
murieron de viruela, sin atención médica. También hubo quienes fueron
entregados a familias de Buenos Aires y La Plata. El Estado argentino, de la
mano del Ejército, inauguraba así el siniestro método de la “apropiación”:
separados violentamente de sus familias, mujeres y niños eran entregados a
familias blancas donde terminaban trabajando de por vida como personal
doméstico. Aunque no hay continuidades lineales, esto nos lleva a reflexionar
sobre la actualización de ciertas metodologías siniestras de exterminio (la
apropiación, en clave de memoria larga), aplicadas primero sobre los indígenas
y, un siglo después, sobre los hijos de desaparecidos durante los años de
plomo.
La política de restitución de restos se desarrolla en el
marco de la ley nacional 25.517, de 2001. En uno de sus artículos, la norma
establece que “los restos mortales de aborígenes, cualesquiera fuese su
característica étnica, que formen parte de museos y/o colecciones públicas y
privadas deberán ser puestos a disposición de los pueblos indígenas y/o
comunidades de pertenencia que lo reclamen”.
Dicha política nos dispara interrogantes no sólo acerca de
la relación perturbadora entre ciencia, genocidio y poder, sino también sobre
el lugar que los pueblos originarios tienen hoy en la nación argentina y las
pesadas deudas que el Estado argentino acumula para con éstos. Una pregunta
inquietante que coincide con el retorno de la memoria larga, ya que nuevamente
los pueblos originarios aparecen instalados en territorios valorizados por el
capital: se trate de la megaminería, la soja, el petróleo, represas o
megaemprendimientos turísticos.
Perdón. Así,
volviendo a Chubut, el gobernador Martín Buzzi, en el acto de restitución de
los restos del cacique Inayakal, pidió perdón a las comunidades ancestrales
“por los crímenes que el Estado cometió contra ustedes durante la llamada
Conquista del Desierto”. Sin embargo, hace quince días, en medio de una
bochornosa sesión legislativa (en la cual una imagen fotográfica mostró de modo
incontestable el lazo directo entre el voto de los diputados oficialistas y las
compañías mineras), el oficialismo aprobó una ley que abre las puertas a la megaminería
en dicha provincia, la cual pretende llevarse a cabo sobre todo en la meseta,
donde residen las comunidades indígenas. Lejos de vetar la ley, aprobada en
condiciones repudiables, tal como exigen vastos sectores de la sociedad
chubutense, el gobernador Buzzi se apresuró a promulgarla, mostrando que más
allá de los discursos grandilocuentes sobre los derechos humanos y los pedidos
de perdón, los grandes negocios entre el Gobierno y compañías transnacionales
continúan siendo lo más importante.
Mientras tanto, la sombra del genocidio originario vuelve a
cernirse en el horizonte de la nación, para iluminar los corsi y ricorsi de la
historia, visibles en la realidad cruda del despojo, de la persecución y la
criminalización, de la confiscación de los territorios, todo lo cual vuelve a
hacerse, una vez más, en nombre del “progreso” y “desarrollo”.
(*) Socióloga y
escritora
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