Una forma de evaluar la reforma constitucional de 1994 es
hacer
un par de viajes en el tiempo.
Por Gustavo Arballo
¿Qué pensaría alguien que se hubiera dormido el día de la
jura de la Constitución, que conociendo su nuevo texto tuviera alguna
expectativas positivas sobre su influencia, y se despierta veinte años después?
Vería que algunas cosas simplemente salieron mal.
La reforma que
decepcionó
Una de ellas es la figura del Jefe de Gabinete, rara avis de
un funcionario ejecutivo que puede ser echado por el Congreso, al que debe
rendirle cuentas con informes periódicos. Veinte años después ya no es
apresurado decir que no caló en nuestra tradición presidencialista.
Otras, sin salir del todo mal, han tenido una influencia
práctica algo menor a la que cabía esperar. Pongo en esta lista a la Auditoría
General de la Nación y a la figura del Defensor del Pueblo (el organismo se
encuentra virtualmente acéfalo y el último Defensor propiamente dicho –no
interino– dejó el cargo en 2009).
La Reforma de 1994 trazó una solución de compromiso en el
kit de potestades presidenciales, bajo una fórmula que era la de prohibir
muchas cosas en principio pero reconociendo al tiempo canaletas abiertas de
excepciones para habilitarlas. Eso ocurre con los Decretos de Necesidad y
Urgencia, con la Delegación Legislativa y con la Promulgación Parcial de Leyes.
En 1994 estaba en duda si el resultado de todo esto sería limitativo o no. Ya
en 2014 sabemos que la respuesta es no. Parece que las tradiciones
institucionales se resisten a ser sujetadas por las formalidades jurídicas.
En esa misma dinámica calzan la Iniciativa Popular del art.
39 CN y la Consulta Popular del 40 CN, institutos muy celebrados en 1994 que a
veinte años vista no registran casos concretos de aplicación.
Hay una cuestión compleja con el Consejo de la Magistratura,
ubicable en la lista de instituciones que no funcionaron como se supondría que
iban a hacerlo. Existe morosidad sostenida en la función de selección
(concursos), su función de gobierno del Poder Judicial está de hecho retenida
por la Corte Suprema, y no ha habido ejemplaridad en su función disciplinaria
(en la que el Consejo es "el filtro" del Jurado de Enjuiciamiento).
Su conformación nació con 19 miembros, al cabo de la cual en 2006 se legisló
una reducción del número de miembros a 13 (porque el problema era que eran
muchos) y luego en 2013 se legisló una ampliación remixada con un mecanismo de
elección partidaria (expeditivamente declarada inconstitucional por la Corte
Suprema). Para ser positivos, cabe señalar como un mérito de la Constituyente
no haberse atado a un modelo taxativo de integración, lo que hace que se pueda
pensar en un mejor Consejo sin necesidad de una reforma constitucional (y el
sistema de designación a dedo anterior a 1994 era imposible de empeorar, así
que salimos ganando).
El Jurado de Enjuiciamiento ha funcionado mucho mejor de lo
que se supone, y aquí también puede decirse que es un mecanismo mucho más
funcional de remoción de jueces que el anterior (juicio político vía Senado).
Algunas disposiciones aparecen muy minimizadas. Caso patente
es el de la autonomía municipal, virtualmente ignorada en su aspecto
institucional en más de la mitad del país donde las municipalidades están
sujetas a una Ley Orgánica de talle único.
Algo mejor le fue a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a la
que le dieron la mano (un "Estatuto Organizativo") y se tomó el codo
(sancionó una autodenominada "Constitución"). Pullas nominalistas
aparte, sigue demoradísima la transferencia de competencias del Estado Nacional
a la CABA (en particular, la de la Justicia Nacional, cuya demora hace que
"la ciudad" tenga un Poder Judicial miniaturizado).
Aunque desde siempre se vio a la incorporación de Pactos,
Tratados y Convenciones como una gran innovación de la reformadora es difícil
que en 1994 se haya cobrado conciencia de la enorme relevancia que tendrían
para la práctica aún veinte años después. No viene mal recordar aquí que la
incorporación de los Pactos sufrió una despiadada campaña en contra de parte de
cierta prensa influyente que estaba obsesionada con la idea de que era una
forma de maniatarla a través del ejercicio compulsivo y masivo del
"derecho de réplica" del Pacto de San José de Costa Rica. Veinte años
después los hechos hablan por sí solos.
Es por último muy previsible la no-sanción de una nueva Ley
de Coparticipación. La madre del problema es que su reforma requiere el acuerdo
de todas las jurisdicciones para sustituir el sistema ultra-emparchado que
viene de 1988. Este sistema es particularmente adverso a la provincia de Buenos
Aires. Corregirlo implica que muchas provincias chicas habrían de aceptar
recibir menores porciones de la torta. Para resolverlo podría pensarse en un
sistema de empalme con transición muy progresiva, pero nadie se ha propuesto
seriamente hacerlo.
La reforma que mejoró
La reforma también trajo la constitucionalización (y
ampliación tutelar) del amparo. Se trata de un cambio positivo, y he aquí un
hecho irrefutable: sin rango constitucional el instituto hubiera sido muy
vulnerable a las tendencias que en diversos gobiernos y coyunturas abogaron por
su acotamiento. El nuevo amparo que tenemos abrió la puerta a las acciones
colectivas y a la tutela ambiental y del consumo. El binomio de los artículos
42 y 43 resulta en puntos altísimos y sinérgicos de la reforma.
Otros méritos serían aún más evidentes para otro viajero del
tiempo: el que se durmió antes de que el Pacto de Olivos fuera una posibilidad
política, y se despierta hoy con una constitución reformada que sustituyó con
buenas mejoras a la de 1853/60.
Recordemos que la Constitución anterior tenía senadores que
duraban ¡nueve años! en el cargo y no eran elegidos por el pueblo sino por las
legislaturas provinciales (y no había "Senador por minoría").
La excepción a eso se daba en la ciudad de Buenos Aires,
pero con el detalle de que "la Ciudad" ni siquiera elegía a su
intendente: era puesto por el Presidente. Presidente que tenía que ser
obligatoriamente de la religión católica, apostólica y romana, y tampoco era
elegido por el pueblo, sino por un Colegio Electoral (cuya composición
subrepresentaba groseramente a las provincias grandes) en cuyo seno podrían
haberse dado alianzas imprevisibles y una posibilidad nada despreciable de que
fuera elegido un candidato que no hubiera ganado en el voto popular.
Existen otros detalles (un período ordinario de sesiones del
Congreso que iba de mayo a septiembre, inviable en tiempos modernos) y
adaptaciones que no sería justo menospreciar. En todo caso, quitar del balance
de la reforma del 94 esta cuenta de méritos es una trampa que le viene muy bien
al cínico, pero muy mal a la verdad.
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