Por Luis Gregorich |
A un año del traspaso del poder a una nueva administración,
quizá la sociedad argentina, y sobre todo sus dirigentes políticos, no se han
preguntado lo suficiente acerca de un asunto que resulta a la vez inquietante y
obvio: ¿cómo gobernar a partir del 10 de diciembre de 2015?
La respuesta obvia y optimista es que se gobernará de
acuerdo con la Constitución y las leyes, que los ganadores de las elecciones
ocuparán su lugar y los perdedores el suyo, que la división de poderes será
observada escrupulosamente y que los argentinos recuperarán, poco a poco, su
voluntad de consenso y diálogo, un tanto extraviada en los últimos años.
Sin embargo, si la mirada se hace más inquisidora y crítica,
las conclusiones no son tan claras. Por un lado, habrá que ver, con números en
la mano, cuál será la situación económica que se reciba, y cuál el contexto
regional y mundial en que esta situación se articule. Si se mantienen los
actuales índices inflacionarios y a la vez las cifras de desocupación aumentan
y el crecimiento económico cae, los nuevos mandatarios deberán proceder a
ajustes por ahora difíciles de mensurar, pero que de cualquier modo tendrán
grave repercusión política y social.
Tampoco ayuda a una tranquila transferencia del poder el
hecho de que hayamos tenido un ciclo hegemónico de tres presidencias, es decir
doce años, y que los titulares de esa hegemonía no hayan podido designar a un
sucesor probadamente fiel y alineado. Hablamos, por supuesto, del kirchnerismo
de línea dura y estructura familiar, que poseerá respetables bloques en ambas
cámaras del Congreso, desde donde tendrá capacidad para lastimar y dividir.
Un último dato que se inserta en este complejo panorama es
la desintegración del sistema de partidos. La representación a escala nacional
es un lujo que sólo el justicialismo puede darse, si bien con un alto costo de
conflictos internos y de feudos territoriales que se mantienen blindados y que
venden caro su apoyo. Esta fragmentación esteriliza por el momento cualquier
intento serio de compromiso federal, que de cualquier modo habrá que asumir en
un futuro no muy lejano.
La pregunta del comienzo también puede plantearse (en
realidad, debe plantearse) a partir del horizonte de cada uno de los tres
precandidatos presidenciales que hasta ahora asoman con posibilidades de
victoria (Daniel Scioli, Sergio Massa y Mauricio Macri) y del demorado frente
UNEN, que se mueve como un paquidermo. Se prevé una menor aunque no
despreciable votación para los grupos trotskistas y neotrotskistas; en tanto,
los residuos del Partido Comunista, metamorfoseados en entidades culturales y
cooperativistas, están activamente aliados al kirchnerismo.
Las primeras dudas acerca de la gobernabilidad surgen con
Scioli. Podrá ser finalmente el candidato del Frente para la Victoria, pero no
es, en ningún escenario, el candidato de Cristina. Es paradójico que pudiera
desempeñarse como gobernador de la provincia de Buenos Aires (con una gestión
no más que regular, hay que decirlo) precisamente porque su mandataria y jefa
política compensaba con su fuerza y poder la debilidad de Scioli.
Su origen menemista y su vacío ideológico generan desazón en
los escuadrones kirchneristas, pero no hay otra figura del oficialismo que
tenga mejor imagen frente a la sociedad ni una mayor intención de voto. Debe
reconocérsele cierta capacidad para dialogar y acordar con otras fuerzas,
aunque su propio anclaje en el justicialismo es frágil y está expuesto a
rendiciones de cuentas inesperadas. Las expectativas que se tienen con él para
ganar en primera vuelta parecen exageradas, mucho más que los pronósticos que
lo ubican perdiendo irremisiblemente en un ballottage. Es tan difícil que pueda
desprenderse de la maternal preponderancia de Cristina como que, a estas
alturas, resulte capaz de construir un poder propio.
Las esperanzas de Sergio Massa están, a la vez, mejor
fundadas, pero resultan más precarias que las de Scioli. Sin duda, de los tres
precandidatos mencionados es el único que cuenta con un modesto carisma,
otorgado por su juventud y lo que podría llamarse su énfasis juvenilista. Ha
tratado de aprovechar una demanda de diversos sectores de la población que
buscan lo imposible: cambiar y quedar iguales, conservar el asistencialismo
kirchnerista, pero sin corrupción ni autoritarismo.
Massa ha ido formando equipos con gente respetable y ha
recogido interesantes apoyos en la provincia de Buenos Aires, distrito que es
la madre de todas las batallas. Pero su juego de ser oficialista y opositor a
la vez, ex integrante de la cúpula kirchnerista y al mismo tiempo fresco
redentor de un régimen corrupto, no es fácil de sustentar en el tiempo. Por
otra parte, su inserción territorial es baja, su peso dentro del aparato
justicialista es reducido, y no se ve cómo debería hacer, en la primera vuelta,
para presentarse como la opción válida de la oposición.
Para completar esta armazón tripartita, falta Mauricio
Macri. Sus cartas de presentación son dos: ha sido exitoso presidente de Boca
Juniors, el más popular equipo de fútbol de la Argentina, y es en la actualidad
(desde 2007) jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Aunque
discutida, su gestión en nuestra ciudad tiene una valoración mayoritariamente
positiva, sobre todo en las áreas de transporte, cultura, infraestructura
urbana y espacios verdes. Al igual que Massa, tiene una escasa inserción
territorial, y su partido, Pro, se va organizando lentamente en el país. Su
ventaja consiste en que podría concentrar, en el ballottage, buena parte del
voto opositor.
No todo, por cierto. Aún se le reprocha, por parte de
sectores progresistas, su condición de empresario "de derecha",
etiqueta que, en realidad, no ha merecido. Más bien podría situárselo, si estas
clasificaciones conservan sentido, en un liberalismo moderado, del que tampoco
están lejos, a pesar de su barniz peronista, Scioli y Massa.
¿Y qué pasa con el espacio supuestamente socialdemocrático
FA-UNEN? ¿Lo hemos perdido por el camino? ¿Qué pasa con esta alianza de,
básicamente, los dos partidos más viejos de la Argentina, el radical y el
socialista? ¿Qué decir de los planteos de Elisa Carrió, que pueden dañar este
espacio o ampliarlo insólitamente?
Ya en el mes de abril, desde estas mismas páginas,
propusimos una confluencia entre FA-UNEN y Pro de Macri, con un programa común
mínimo que luego se completaría con acciones concretas en cada campo de la vida
social. Nos parecía la única forma de no robarse votos mutuamente y de generar
una coalición opositora creíble en todo el país. Ahora se ha perdido mucho tiempo
en análisis de sangre ideológicos y en inútiles personalismos, y no hay mucho
más para perder. Scioli hará un gran esfuerzo para reunir a todo el espectro
oficial. Massa, a partir del peronismo disidente, hará alianzas por todas
partes. Y a Macri y a los socialdemócratas sólo les queda unirse, para
plantarse como el eje opositor. Y para que los viejos partidos no pasen
vergüenza.
La gobernabilidad, a partir de diciembre de 2015, no será
fácil de ninguna manera. No habrá fuerzas hegemónicas, sino varias minorías
conviviendo. Es probable que la situación de la economía esté peor, y que
tengamos que seguir combatiendo la corrupción, el narcotráfico y la impunidad.
De tal forma, los principales candidatos y partidos tendrán
la obligación de acordar pactos de Estado que permitan gobernar a los ganadores
y de cumplir el papel de oposición democrática a quienes pierdan.
Se trata, por lo menos, de asegurar un período inicial de
estabilidad económica, de sostener una mirada compartida al largo plazo, y de
interponer una cortina de honestidad y firme voluntad de castigo entre el
patrimonio nacional y quienes lo han saqueado sin piedad. No hay garantías de
que estos consensos funcionen, pero no intentarlos equivale a confesar que no
hay alternativa, después de 2015, para un país ingobernable.
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