domingo, 21 de diciembre de 2014

El extraño malestar del kirchnerismo

Por Jorge Fernández Díaz
A veces no hay nada peor que una buena noticia. Detrás de las efusiones públicas y los beneplácitos por el sorpresivo deshielo entre Washington y La Habana, asoma un rictus de disgusto y de patética incomodidad en la boca de los kirchneristas: Argentina sonríe, pero es una mueca más falsa que billete de tres dólares. Al Gobierno no le conviene objetivamente el inesperado prestigio internacional de Obama, la cultura de diálogo que convalidaron los Castro ni este verdadero golpe contra la rentable idea populista del antinorteamericanismo.

Los Estados Unidos, que en otros tiempos han tenido nefastas injerencias en las instituciones y en las economías de la región, se retiraron sin embargo de ella durante los últimos doce años. Nos dedicaron la indiferencia. Fueron, por eso mismo, el enemigo perfecto de los demagogos: se podía castigar a la Casa Blanca sin recibir ninguna represalia y se la podía acusar de todos los males para cohesionar y excusar así los resultados de las incompetencias propias. Dos insumos legitimaban a Maduro: el petróleo y el odio hacia los gringos, que eran verdugos de la "heroica revolución cubana". El desplome del crudo y los acuerdos que empiezan a tejerse con el castrismo podrían significar para el frondoso boxeador chavista que, en breve, le saquen a la vez el banquito y el protector bucal.

Algo equivalente le sucede a su primo hermano, el kirchnerismo, aunque aquí el asunto tiene otras características: Cristina se empecinó en vapulear públicamente a Obama, y en explicarnos que los fondos buitre son sus socios y agentes. El verosímil de ese relato funcionaba si Barack era, como siempre, el peor de todos. De esta manera, la absurda operación que por negligencia nos llevó al default podía venderse como una "lucha antiimperialista". Esa épica vacía le dio a Cristina mucho rédito en los sondeos, pero el brusco cambio de escenario posiblemente la obligue a repensar un poco su estrategia. Acaba de ocurrir un episodio tanto o más relevante aun que la espectacular conversión de Bergoglio en Francisco, milagro vaticano que dejó nocaut durante algunos días a la jefa de Balcarce 50 y que luego la persuadió de dar una vuelta ornamental en el aire para no quedar fuera de la historia.

La llamada "caída del muro del Caribe" comienza a desarmar el último atisbo de la Guerra Fría, lugar retórico en el que todavía viven y curran los neosetentismos de la zona. Es la primera pieza de un dominó que tal vez conduzca a un clima inédito en la Patria Grande. A la caída del Muro de Berlín le sucedió el Consenso de Washington, una soberbia neoliberal que a la postre resultó todo un fracaso. De ese error, que quemó la reputación de lo privado, y de una sana economía mixta devienen como reacción los "movimientos emancipadores", feudos estatistas de sesgo autoritario. Es dable pensar que de este nuevo muro por derribar pueda surgir ahora un nuevo formato de consenso e integración, algo que por casualidad se parece a la concepción ideológica del Santo Padre, operador principal de esta entente. Su más íntimo colaborador político suele explicar la visión real de Bergoglio: siente afecto por los gobiernos heterodoxos y populares que aplican analgésicos para los más pobres, pero quiere que no se aparten de la democracia republicana ni del pluralismo, y a la vez admira la institucionalidad y el afán por el progreso de las grandes naciones, aunque busca atemperar su prepotencia y su falta de sensibilidad social. Ni el populismo rapaz ni el capitalismo salvaje. Ni yanquis ni marxistas, como cantaba en su juventud cuando mateaba en las cercanías de la Guardia de Hierro. Por casualidad o por inducción, algo de esa "tercera posición" y de ese delicado equilibrio comienza a insinuarse en el concierto continental después del acercamiento norteamericano a Cuba. El enemigo más grande de esta idea embrionaria es sintomáticamente la derecha global, y por supuesto también algunos sectores del nacionalismo izquierdoso. Para ninguno de los dos es negocio que se busque una confluencia, y que se confundan las fronteras entre lo bueno y lo malo. Dilma Rousseff gira ya hacia ese destino, urgida por problemas económicos, pero Cristina todavía no ha procesado la metamorfosis: su táctica consiste en transformar este deshielo en el triunfo del aislacionismo y la resistencia. "Los yanquis tardaron 53 años en darle la razón a Fidel", declaró el jueves. Debajo de esa leyenda, puede leerse su molestia frente al hecho de que Fidel está logrando una salida más o menos honrosa después de haber vivido de la caridad soviética y a punto de perder, por insuficiencia, la misericordia chavista. Una parte de las desgracias cubanas se debe al embargo estadounidense, pero otra gran parte se cifró una vez más en la mediocridad que tuvieron los dirigentes de la revolución para mejorar un país que desde hace rato está en ruinas, vuelto sobre sí mismo y cada vez más empequeñecido. Cristina se aferra a un fidelismo funcional, a pesar de que durante años pensó lo peor de un régimen que sacraliza la censura y el Estado policial, y que impide la democracia. En su cruzada contra los Estados Unidos, en su nuevo regodeo por ser la más progre de todas ("a mi izquierda está la pared"), la Presidenta olvidó justamente la doctrina socialcristiana del peronismo y también las convicciones democráticas que decía tener antes de abrazar alegremente la verba "revolucionaria".

Lo cierto es que hoy ya no es tan cool pelearse con Obama ni hacerle desplantes histriónicos, y los precavidos saben que paulatinamente el lenguaje hostil irá volviéndose anacrónico en América latina. Para mantener una posición irreductible y no saldar la deuda con los buitres, Cristina deberá admitir entonces que Barack y Singer no son lo mismo, y tendrá que poner un prudente paraguas diplomático sobre Washington.

Todo es lento y a la vez todo se está acelerando, y contra esa nueva realidad mundial que empieza a surgir, huelen fuertemente a naftalina las referencias a la Baring Brothers y a la batalla de Tucumán, que Belgrano ganó por desoír a los porteños. Pobre Belgrano, murió en la pobreza de todo político honesto y ahora es citado por millonarios de casta. También huele a vetusta la ocurrencia de que el fallido canje de bonos no fue una derrota, sino un éxito resonante, prueba inequívoca de la gran confianza que despierta la Argentina. Convertir ese Waterloo en una victoria parece digno del reciente ensayo de Mario Vargas Llosa: "Vivimos una época en que los embaucadores nos rodean por todas partes y la inmensa mayoría de ellos miente y delinque para enriquecerse -escribe-. La ficción ha pasado a sustituir la realidad en el mundo que vivimos".

La economía argentina, fuera de esas fabulaciones, flota en agua estancada. Rusia, que venía a salvarnos, atraviesa una crisis de proporciones. Y China, que ahora retrocede, no permite otro vínculo con la Argentina que las "relaciones carnales". A cambio de 2500 millones de dólares para las reservas, se está desarrollando con los chinos una política comercial de sumisión: en el intercambio no les podemos colocar casi ningún producto con valor agregado. Hace poco, un empresario nacional intentó vender rulemanes en Pekín. No le dieron pelota, e incluso terminó comprando las bolitas porque le salían más baratas allá que producirlas en Buenos Aires.

Otra cosa que siempre fue vieja, pero que ahora directamente parece suicida: tener una política exterior de brochazo grueso y prejuicio estudiantil. Lo pagaremos caro.

© La Nación

0 comments :

Publicar un comentario