Por Jorge Fernández Díaz |
A veces no hay nada peor que una buena noticia. Detrás de
las efusiones públicas y los beneplácitos por el sorpresivo deshielo entre
Washington y La Habana, asoma un rictus de disgusto y de patética incomodidad
en la boca de los kirchneristas: Argentina sonríe, pero es una mueca más falsa
que billete de tres dólares. Al Gobierno no le conviene objetivamente el
inesperado prestigio internacional de Obama, la cultura de diálogo que
convalidaron los Castro ni este verdadero golpe contra la rentable idea
populista del antinorteamericanismo.
Los Estados Unidos, que en otros tiempos
han tenido nefastas injerencias en las instituciones y en las economías de la
región, se retiraron sin embargo de ella durante los últimos doce años. Nos
dedicaron la indiferencia. Fueron, por eso mismo, el enemigo perfecto de los
demagogos: se podía castigar a la Casa Blanca sin recibir ninguna represalia y
se la podía acusar de todos los males para cohesionar y excusar así los
resultados de las incompetencias propias. Dos insumos legitimaban a Maduro: el
petróleo y el odio hacia los gringos, que eran verdugos de la "heroica
revolución cubana". El desplome del crudo y los acuerdos que empiezan a
tejerse con el castrismo podrían significar para el frondoso boxeador chavista que,
en breve, le saquen a la vez el banquito y el protector bucal.
Algo equivalente le sucede a su primo hermano, el
kirchnerismo, aunque aquí el asunto tiene otras características: Cristina se
empecinó en vapulear públicamente a Obama, y en explicarnos que los fondos
buitre son sus socios y agentes. El verosímil de ese relato funcionaba si
Barack era, como siempre, el peor de todos. De esta manera, la absurda
operación que por negligencia nos llevó al default podía venderse como una
"lucha antiimperialista". Esa épica vacía le dio a Cristina mucho
rédito en los sondeos, pero el brusco cambio de escenario posiblemente la
obligue a repensar un poco su estrategia. Acaba de ocurrir un episodio tanto o
más relevante aun que la espectacular conversión de Bergoglio en Francisco,
milagro vaticano que dejó nocaut durante algunos días a la jefa de Balcarce 50
y que luego la persuadió de dar una vuelta ornamental en el aire para no quedar
fuera de la historia.
La llamada "caída del muro del Caribe" comienza a
desarmar el último atisbo de la Guerra Fría, lugar retórico en el que todavía
viven y curran los neosetentismos de la zona. Es la primera pieza de un dominó
que tal vez conduzca a un clima inédito en la Patria Grande. A la caída del
Muro de Berlín le sucedió el Consenso de Washington, una soberbia neoliberal
que a la postre resultó todo un fracaso. De ese error, que quemó la reputación
de lo privado, y de una sana economía mixta devienen como reacción los
"movimientos emancipadores", feudos estatistas de sesgo autoritario.
Es dable pensar que de este nuevo muro por derribar pueda surgir ahora un nuevo
formato de consenso e integración, algo que por casualidad se parece a la
concepción ideológica del Santo Padre, operador principal de esta entente. Su
más íntimo colaborador político suele explicar la visión real de Bergoglio:
siente afecto por los gobiernos heterodoxos y populares que aplican analgésicos
para los más pobres, pero quiere que no se aparten de la democracia republicana
ni del pluralismo, y a la vez admira la institucionalidad y el afán por el
progreso de las grandes naciones, aunque busca atemperar su prepotencia y su
falta de sensibilidad social. Ni el populismo rapaz ni el capitalismo salvaje.
Ni yanquis ni marxistas, como cantaba en su juventud cuando mateaba en las
cercanías de la Guardia de Hierro. Por casualidad o por inducción, algo de esa
"tercera posición" y de ese delicado equilibrio comienza a insinuarse
en el concierto continental después del acercamiento norteamericano a Cuba. El
enemigo más grande de esta idea embrionaria es sintomáticamente la derecha
global, y por supuesto también algunos sectores del nacionalismo izquierdoso.
Para ninguno de los dos es negocio que se busque una confluencia, y que se
confundan las fronteras entre lo bueno y lo malo. Dilma Rousseff gira ya hacia
ese destino, urgida por problemas económicos, pero Cristina todavía no ha
procesado la metamorfosis: su táctica consiste en transformar este deshielo en
el triunfo del aislacionismo y la resistencia. "Los yanquis tardaron 53
años en darle la razón a Fidel", declaró el jueves. Debajo de esa leyenda,
puede leerse su molestia frente al hecho de que Fidel está logrando una salida
más o menos honrosa después de haber vivido de la caridad soviética y a punto
de perder, por insuficiencia, la misericordia chavista. Una parte de las
desgracias cubanas se debe al embargo estadounidense, pero otra gran parte se
cifró una vez más en la mediocridad que tuvieron los dirigentes de la
revolución para mejorar un país que desde hace rato está en ruinas, vuelto
sobre sí mismo y cada vez más empequeñecido. Cristina se aferra a un fidelismo
funcional, a pesar de que durante años pensó lo peor de un régimen que
sacraliza la censura y el Estado policial, y que impide la democracia. En su cruzada
contra los Estados Unidos, en su nuevo regodeo por ser la más progre de todas
("a mi izquierda está la pared"), la Presidenta olvidó justamente la
doctrina socialcristiana del peronismo y también las convicciones democráticas
que decía tener antes de abrazar alegremente la verba
"revolucionaria".
Lo cierto es que hoy ya no es tan cool pelearse con Obama ni
hacerle desplantes histriónicos, y los precavidos saben que paulatinamente el
lenguaje hostil irá volviéndose anacrónico en América latina. Para mantener una
posición irreductible y no saldar la deuda con los buitres, Cristina deberá
admitir entonces que Barack y Singer no son lo mismo, y tendrá que poner un
prudente paraguas diplomático sobre Washington.
Todo es lento y a la vez todo se está acelerando, y contra
esa nueva realidad mundial que empieza a surgir, huelen fuertemente a naftalina
las referencias a la Baring Brothers y a la batalla de Tucumán, que Belgrano
ganó por desoír a los porteños. Pobre Belgrano, murió en la pobreza de todo
político honesto y ahora es citado por millonarios de casta. También huele a
vetusta la ocurrencia de que el fallido canje de bonos no fue una derrota, sino
un éxito resonante, prueba inequívoca de la gran confianza que despierta la
Argentina. Convertir ese Waterloo en una victoria parece digno del reciente
ensayo de Mario Vargas Llosa: "Vivimos una época en que los embaucadores
nos rodean por todas partes y la inmensa mayoría de ellos miente y delinque
para enriquecerse -escribe-. La ficción ha pasado a sustituir la realidad en el
mundo que vivimos".
La economía argentina, fuera de esas fabulaciones, flota en
agua estancada. Rusia, que venía a salvarnos, atraviesa una crisis de
proporciones. Y China, que ahora retrocede, no permite otro vínculo con la
Argentina que las "relaciones carnales". A cambio de 2500 millones de
dólares para las reservas, se está desarrollando con los chinos una política
comercial de sumisión: en el intercambio no les podemos colocar casi ningún
producto con valor agregado. Hace poco, un empresario nacional intentó vender
rulemanes en Pekín. No le dieron pelota, e incluso terminó comprando las
bolitas porque le salían más baratas allá que producirlas en Buenos Aires.
Otra cosa que siempre fue vieja, pero que ahora directamente
parece suicida: tener una política exterior de brochazo grueso y prejuicio
estudiantil. Lo pagaremos caro.
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