viernes, 26 de diciembre de 2014

Del totalitarismo al autoritarismo

Por Natalio Botana
De más está decir: la experiencia del largo medio siglo que transcurre entre el triunfo de la revolución cubana y la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana fracturó la política latinoamericana. Cuba se convirtió así en el signo de contradicción por excelencia, que dividió nuestro pasado del siglo XX en campos opuestos y radicalmente irreductibles.

Euforia, ascenso y declinación. La utopía sangrienta, devota de la construcción por medio de la violencia de un hombre nuevo sobre las miserias y desigualdades del continente, concluye envuelta en el fracaso y, para los que quizás evoquen las ilusiones perdidas, por un irremediable tono melancólico. De todo aquello ahora quedan la agonía y la esclerosis de un gobierno gerontocrático. ¿Significa acaso esta audaz decisión del presidente estadounidense, Barack Obama, el punto de partida de una nueva historia para Cuba, en la cual las promesas de una sociedad abierta sean capaces de socavar la asfixia de una sociedad totalitaria? No necesariamente.

El error de los Estados Unidos, defendido a todo trance por varias presidencias desde comienzos de los años 60, consistió en olvidar una de las grandes razones estratégicas del pensamiento liberal. Según la enseñanza de Montesquieu, que recogen los libros XX y XXII de Del espíritu de las leyes, el despotismo -la peor forma de gobierno- se podría vencer paso a paso gracias a la acción pacificadora del comercio, partero de "costumbres apacibles". Esta reflexión de uno de los maestros de los padres fundadores de los Estados Unidos fue dejada de lado aun por aquellos (pienso sobre todo en el exilio cubano) que enfáticamente hacen de abanderados de aquella tradición.

Las razones que esgrimía Montesquieu ponían frente a frente dos tipos de moral: la moral guerrera y represiva, que encarnaba el despotismo, y la moral pacífica que resultaba de combinar las libertades civiles, políticas y comerciales con hábitos basados en beneficios mutuos. Muy pocos ejemplos había en aquel momento de mediados del siglo XVIII para abonar esta teoría. Por otra parte, huelga recordar que, en la Argentina del XIX, con lo mismo soñaba Alberdi.

Esas corrientes de pacificación no llegaron a Cuba y es posible que todavía pase un tiempo para que tal propósito se consume con el levantamiento del embargo por parte del Congreso norteamericano. Sería conveniente que los legisladores revisaran los efectos negativos de la política de mano dura cristalizada en la interrupción del intercambio con la isla. No sirvió para mucho, salvo para acentuar la indigencia de la sociedad cubana y robustecer, paradójicamente, los intransigentes movimientos tácticos de Fidel Castro.

Debido a esta tozudez compartida por ambas partes, cuando se fue apagando el recurso de la violencia revolucionaria con el colapso de la Unión Soviética, hará pronto un cuarto de siglo, Cuba permaneció encerrada en su fortaleza ideológica y supo hacer de trampolín para que se lanzara sobre el continente otra versión del socialismo recreada por Hugo Chávez y sus abundantes recursos petroleros. Tabla de salvación, Venezuela sucedió de este modo a la Unión Soviética.

No duró mucho tiempo esta maniobra, aunque le permitió a Cuba sortear el drama de una pronunciada escasez para satisfacer necesidades básicas de la población. Hoy también el ensayo de socialismo tropical que intentó Chávez se está desmoronando al influjo de la gobernanza incompetente de Nicolás Maduro y de la caída en picada de los precios del petróleo.

Estamos pues en presencia de un tembladeral, en el cual chapotean Cuba y Venezuela, que tiene al menos dos salidas posibles. En la primera, el camino lo trazan Estados Unidos, en franca recuperación económica y energética, y las democracias occidentales, en particular las europeas, que no atinan a superar una etapa de estancamiento; en la segunda, el camino lo alumbra la estrella de China.

La diferencia no es ociosa para América latina, porque la lección que se desprende, en estos tres lustros del siglo XXI, es que los beneficios del comercio, de la acumulación de capital, de la inversión y de la aceleración del consumo no producen, como si se tratase de una consecuencia mecánica, una liberalización amplia en la esfera política y en el plano de las libertades públicas. Ésta es la rotunda novedad que ha introducido el exitoso experimento de China: el flujo del comercio no es en efecto incompatible con un sistema político autoritario de partido único.

Y no se trata solamente de China; otros países, el ejemplo más citado es el de Vietnam, se suman a este modelo ascendente. Sus resultados nos advierten que sobre las ruinas del totalitarismo al modo soviético, maoísta o cubano, esta nueva forma de autoritarismo político, capaz de impulsar el desarrollo económico, goza al contrario de excelente salud. Lo que vendría a demostrar que el arte de combinar en una fórmula democrática las libertades civiles y económicas con la libertad política proveniente de las vertientes republicanas representa, en muchos países, un logro difícil de alcanzar.

En este mundo heterogéneo está ubicada América latina. Con la apertura hacia los Estados Unidos, la aventura totalitaria que se acopló a las pasiones revolucionarias se ha enterrado definitivamente. Esto no significa que, de un plumazo, por la mera acción de los tres poderes involucrados (la presidencia de los Estados Unidos, el desgastado liderazgo de los hermanos Castro y el poder religioso y diplomático del Estado del Vaticano asumido en esta oportunidad por el popular papa Francisco), Cuba y América latina entren de lleno en una etapa de plena vigencia de la democracia republicana y del imperio de las libertades públicas y de opinión.

Si bien podríamos afirmar que ese horizonte nos atrae y convence, según señalan las encuestas de opinión, no es menos cierto que la traducción institucional de esa legitimidad valiosa avanza a los tropezones, con retrocesos que contrastan con otros indudables avances. Entre esas recaídas, como viene ocurriendo en nuestro país desde hace más de veinte años, está clavada la tentación hegemónica. Son gobiernos con fuerte apoyo del electorado que no resignan su ambición de montar una democracia de control sobre la opinión pública. La hegemonía del Poder Ejecutivo y el rol dominante de esos líderes con vocación reeleccionista a perpetuidad son la clave de bóveda de esos regímenes.

Es probable que Venezuela sucumba en esta empresa debido a la ineptitud del régimen para transmitir el carisma de Chávez a su sucesor, pero la consolidación de Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador son un botón de muestra del arraigo de esta fórmula alternativa en América latina, a mitad de camino entre el autoritarismo y la democracia republicana. Evidentemente, esto es lo que el kirchnerismo no logró en nuestro país, aunque no esté dicha la última palabra hasta tanto las opciones opositoras puedan quedarse con el laurel de la victoria el año próximo (hipótesis que, hasta el momento, aún está en veremos).

Es obvio que a China no le disgustan los ensayos propios de la tradición populista latinoamericana. Tampoco al vetusto liderazgo cubano que buscará salvar lo que se pueda defendiendo un autoritarismo remozado gracias a los beneficios de las inversiones norteamericanas, las remesas y el turismo. El tiempo dirá si estos aprontes también fracasan.

© La Nación

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