Por Natalio Botana |
De más está decir: la experiencia del largo medio siglo que
transcurre entre el triunfo de la revolución cubana y la reanudación de las
relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana fracturó la política
latinoamericana. Cuba se convirtió así en el signo de contradicción por
excelencia, que dividió nuestro pasado del siglo XX en campos opuestos y
radicalmente irreductibles.
Euforia, ascenso y declinación. La utopía sangrienta, devota
de la construcción por medio de la violencia de un hombre nuevo sobre las
miserias y desigualdades del continente, concluye envuelta en el fracaso y,
para los que quizás evoquen las ilusiones perdidas, por un irremediable tono
melancólico. De todo aquello ahora quedan la agonía y la esclerosis de un
gobierno gerontocrático. ¿Significa acaso esta audaz decisión del presidente
estadounidense, Barack Obama, el punto de partida de una nueva historia para
Cuba, en la cual las promesas de una sociedad abierta sean capaces de socavar
la asfixia de una sociedad totalitaria? No necesariamente.
El error de los Estados Unidos, defendido a todo trance por
varias presidencias desde comienzos de los años 60, consistió en olvidar una de
las grandes razones estratégicas del pensamiento liberal. Según la enseñanza de
Montesquieu, que recogen los libros XX y XXII de Del espíritu de las leyes, el
despotismo -la peor forma de gobierno- se podría vencer paso a paso gracias a
la acción pacificadora del comercio, partero de "costumbres
apacibles". Esta reflexión de uno de los maestros de los padres fundadores
de los Estados Unidos fue dejada de lado aun por aquellos (pienso sobre todo en
el exilio cubano) que enfáticamente hacen de abanderados de aquella tradición.
Las razones que esgrimía Montesquieu ponían frente a frente
dos tipos de moral: la moral guerrera y represiva, que encarnaba el despotismo,
y la moral pacífica que resultaba de combinar las libertades civiles, políticas
y comerciales con hábitos basados en beneficios mutuos. Muy pocos ejemplos
había en aquel momento de mediados del siglo XVIII para abonar esta teoría. Por
otra parte, huelga recordar que, en la Argentina del XIX, con lo mismo soñaba
Alberdi.
Esas corrientes de pacificación no llegaron a Cuba y es
posible que todavía pase un tiempo para que tal propósito se consume con el
levantamiento del embargo por parte del Congreso norteamericano. Sería
conveniente que los legisladores revisaran los efectos negativos de la política
de mano dura cristalizada en la interrupción del intercambio con la isla. No
sirvió para mucho, salvo para acentuar la indigencia de la sociedad cubana y
robustecer, paradójicamente, los intransigentes movimientos tácticos de Fidel
Castro.
Debido a esta tozudez compartida por ambas partes, cuando se
fue apagando el recurso de la violencia revolucionaria con el colapso de la
Unión Soviética, hará pronto un cuarto de siglo, Cuba permaneció encerrada en
su fortaleza ideológica y supo hacer de trampolín para que se lanzara sobre el
continente otra versión del socialismo recreada por Hugo Chávez y sus abundantes
recursos petroleros. Tabla de salvación, Venezuela sucedió de este modo a la
Unión Soviética.
No duró mucho tiempo esta maniobra, aunque le permitió a
Cuba sortear el drama de una pronunciada escasez para satisfacer necesidades
básicas de la población. Hoy también el ensayo de socialismo tropical que
intentó Chávez se está desmoronando al influjo de la gobernanza incompetente de
Nicolás Maduro y de la caída en picada de los precios del petróleo.
Estamos pues en presencia de un tembladeral, en el cual chapotean
Cuba y Venezuela, que tiene al menos dos salidas posibles. En la primera, el
camino lo trazan Estados Unidos, en franca recuperación económica y energética,
y las democracias occidentales, en particular las europeas, que no atinan a
superar una etapa de estancamiento; en la segunda, el camino lo alumbra la
estrella de China.
La diferencia no es ociosa para América latina, porque la
lección que se desprende, en estos tres lustros del siglo XXI, es que los
beneficios del comercio, de la acumulación de capital, de la inversión y de la
aceleración del consumo no producen, como si se tratase de una consecuencia
mecánica, una liberalización amplia en la esfera política y en el plano de las
libertades públicas. Ésta es la rotunda novedad que ha introducido el exitoso
experimento de China: el flujo del comercio no es en efecto incompatible con un
sistema político autoritario de partido único.
Y no se trata solamente de China; otros países, el ejemplo
más citado es el de Vietnam, se suman a este modelo ascendente. Sus resultados
nos advierten que sobre las ruinas del totalitarismo al modo soviético, maoísta
o cubano, esta nueva forma de autoritarismo político, capaz de impulsar el
desarrollo económico, goza al contrario de excelente salud. Lo que vendría a demostrar
que el arte de combinar en una fórmula democrática las libertades civiles y
económicas con la libertad política proveniente de las vertientes republicanas
representa, en muchos países, un logro difícil de alcanzar.
En este mundo heterogéneo está ubicada América latina. Con
la apertura hacia los Estados Unidos, la aventura totalitaria que se acopló a
las pasiones revolucionarias se ha enterrado definitivamente. Esto no significa
que, de un plumazo, por la mera acción de los tres poderes involucrados (la
presidencia de los Estados Unidos, el desgastado liderazgo de los hermanos
Castro y el poder religioso y diplomático del Estado del Vaticano asumido en
esta oportunidad por el popular papa Francisco), Cuba y América latina entren
de lleno en una etapa de plena vigencia de la democracia republicana y del
imperio de las libertades públicas y de opinión.
Si bien podríamos afirmar que ese horizonte nos atrae y
convence, según señalan las encuestas de opinión, no es menos cierto que la
traducción institucional de esa legitimidad valiosa avanza a los tropezones,
con retrocesos que contrastan con otros indudables avances. Entre esas
recaídas, como viene ocurriendo en nuestro país desde hace más de veinte años,
está clavada la tentación hegemónica. Son gobiernos con fuerte apoyo del
electorado que no resignan su ambición de montar una democracia de control
sobre la opinión pública. La hegemonía del Poder Ejecutivo y el rol dominante
de esos líderes con vocación reeleccionista a perpetuidad son la clave de bóveda
de esos regímenes.
Es probable que Venezuela sucumba en esta empresa debido a
la ineptitud del régimen para transmitir el carisma de Chávez a su sucesor,
pero la consolidación de Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador son
un botón de muestra del arraigo de esta fórmula alternativa en América latina,
a mitad de camino entre el autoritarismo y la democracia republicana.
Evidentemente, esto es lo que el kirchnerismo no logró en nuestro país, aunque
no esté dicha la última palabra hasta tanto las opciones opositoras puedan
quedarse con el laurel de la victoria el año próximo (hipótesis que, hasta el
momento, aún está en veremos).
Es obvio que a China no le disgustan los ensayos propios de
la tradición populista latinoamericana. Tampoco al vetusto liderazgo cubano que
buscará salvar lo que se pueda defendiendo un autoritarismo remozado gracias a
los beneficios de las inversiones norteamericanas, las remesas y el turismo. El
tiempo dirá si estos aprontes también fracasan.
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