Por Luis Alberto Romero |
Desde los foros académicos hasta las charlas de café, no son
pocos quienes atribuyen los problemas argentinos al peronismo. Siguiendo la
célebre pregunta de Vargas Llosa sobre el Perú, creen que la Argentina se
"perjudicó" en 1945. La respuesta es tan cómoda como
autoexculpatoria: la culpa es de "ellos". Pero el peronismo tiene ya
60 años de existencia y parece imprescindible invertir la pregunta. ¿Qué ven en
él los argentinos, para renovarle una y otra vez su confianza?
Mi respuesta,
parcial y especulativa, se apoya en una idea de Carlos Nino: un país al margen
de la ley se expresa a través de un movimiento político como el peronismo. Me
pregunto cómo ocurrió eso y qué se puede hacer, no para modificar al peronismo,
sino para poner a la Argentina dentro de la ley.
El peronismo es esencialmente un movimiento político
popular, concentrado en la conquista y conservación del poder. Su carácter
popular se ha adecuado a todos los cambios sociales; hubo un peronismo de los
obreros, luego otro de los militantes y actualmente uno de los pobres. Su
imaginario se apoya en la idea del pueblo unido detrás de su jefe, paternal y
benevolente, que los hará partícipes de la bonanza económica y dosificará las
consecuentes medicinas amargas. A eso llaman democracia "real", que
distinguen de la "sólo formal".
Otros sectores, indispensables para construir su mayoría
electoral, agregan un segundo motivo: los peronistas son los únicos que
garantizan gobiernos estables. Los gobiernos peronistas han sabido equilibrar
las demandas de los distintos grupos de interés, ya sean sindicatos,
empresarios nacionales o empresarios prebendarios. Todos integran la
"comunidad organizada" y para cada uno tienen una solución singular,
una franquicia o un privilegio. No asignan mucho valor a la igualdad ante la
ley. Mucha de su capacidad para construir gobernabilidad se basa en esa
flexibilidad en la aplicación de la norma.
Conquistar y conservar el poder requiere una artesanía
política compleja y operadores muy calificados. Allí es donde el peronismo saca
ventaja. ¿Por qué las personas con aptitudes políticas se hacen peronistas?
Hace tiempo quizá primaron la tradición, las ideas o los sentimientos. Desde
1983 la política es una profesión y quienes eligen al peronismo han hecho un
cálculo racional. Quienes quieren sobre todo hacer carrera y prosperar
encuentran allí un ambiente de amplitud y tolerancia ética, donde es aceptable
tratar de "hacer una diferencia" personal, incluso en los márgenes de
la ley. Aunque esto es común en la política, en otros partidos se lo hace de
manera discreta y sin ostentación, mientras que en el peronismo la fortuna
acumulada suele considerarse la prueba de la eficacia y el talento. No es raro
que muchos políticos prometedores elijan la alternativa más cómoda, más
redituable y, finalmente, más apreciada.
El peronismo tiene una concepción amplia y flexible de las
normas, muy adecuada para un país que en general no le asigna a la ley mucha
importancia, ni en los principios ni en la práctica cotidiana. Sabemos que
vivir de acuerdo con la ley no es algo espontáneo, sino un refinado producto de
la civilización, que implica un sacrificio, a veces significativo, de los
beneficios inmediatos, para obtener los beneficios mediatos de una convivencia
ordenada y previsible. ¿Por qué en la Argentina no se ha llegado hoy al mismo
punto? Descartemos las respuestas fáciles, siempre referidas a
"ellos", como la idiosincrasia del argentino, su raza, su origen
inmigratorio o sus raíces criollas.
El examen de nuestra historia política e institucional puede
darnos una clave. La Argentina se democratizó aceleradamente desde principios
del siglo XX, en momentos de una profunda renovación social. Su tradición
liberal y republicana, asentada apenas en 1853, sufrió desde fines del siglo
XIX los embates del nacionalismo, el catolicismo integral y el militarismo,
declaradamente antiliberales. Este complejo sustrato se consolidó con los
movimientos democráticos, nacionales y populares. De Yrigoyen a Perón, y como
era moda en la época, fueron reacios al pluralismo y a la institucionalidad
republicana, cuyo deterioro abrió paso a las dictaduras militares. Entre todos,
profundizaron el divorcio entre una práctica autoritaria y un sistema de normas
escritas pero ignoradas. La democracia republicana de 1983 hoy se nos aparece
como una tregua, un recreo, al cabo del cual los gobiernos retomaron con brío
renovado la antigua senda. Pocos son los gobernantes de la actual democracia
cuyo ejemplo impulse a la valoración de la ley.
La historia de nuestro Estado agrega otra dimensión a este
proceso de descrédito de las nociones de Estado de Derecho y de igualdad ante
la ley. En sus tiempos de prosperidad, además de desarrollar políticas
fundamentales como la educativa, el Estado utilizó sus recursos para balancear
los desequilibrios sociales y también para favorecer con generosos privilegios
a distintos grupos amigos, desde los azucareros tucumanos de 1870 hasta los
sindicalistas de las obras sociales de 1970. Desde mediados de la década de
1970, el déficit presupuestario y la creciente colusión de intereses que
anidaban en el Estado impulsaron su reforma.
Fue una reforma fallida, que según el viejo dicho arrastró
algo de agua sucia, pero también muchos bebes. El Estado desertó de sus
funciones esenciales -la educación o la seguridad- y renunció a una gestión
eficiente y al control de la sociedad y de los gobernantes. El deterioro
estatal arrasó con el funcionariado capaz y con su ética, y finalmente con la
idea misma de que en la práctica gubernamental las normas tienen algún valor.
Eso se ve hoy en lo alto del poder, donde se instrumenta la corrupción, y en la
base, donde se mezclan y confunden los delincuentes y quienes deben
reprimirlos. Pero, además, todo el llamado capitalismo prebendario o "de
amigos" se ha fundado en esta idea de que la norma no es igual para todos
y que "todo puede arreglarse", salvo la ley de la gravedad.
Suponer que este derrumbe de la noción de gobierno de la ley
es responsabilidad de los peronistas es un simplismo. En todo caso, la
comparten con los militares -la dictadura arrasó con la noción de Estado de Derecho-
y con muchos autotitulados democráticos y liberales que no escaparon a la
regla. La hipótesis inversa es mucho más productiva. Una sociedad acostumbrada
a vivir al margen de la ley, a ignorar las normas incómodas y a buscar la
excepción personal prefiere una fuerza política cuyos principios no excluyan
semejantes prácticas. La vota y también la nutre de jóvenes políticos a quienes
la vida ha educado en esa práctica. Si hipotéticamente alguien acabara con el
peronismo, con seguridad su lugar sería ocupado por una fuerza política
similar.
Hay una minoría activa que querría cambiar esto. Hay otros
que, con menos convicciones, hoy experimentan en carne propia los perjuicios de
la falta de institucionalidad, la inseguridad jurídica, la corrosión de las
instituciones estatales. Cambiar esto es un largo camino que va mucho más allá
de una elección. Quienes sean elegidos recibirán un Estado estropeado y con
muchos mecanismos ya montados para ejercer el poder discrecional. Los intereses
organizados lucharán por el statu quo, desde los sindicalistas hasta los
manteros de Once.
Quienes gobiernen deben tener una convicción muy firme sobre
la necesidad de restablecer el gobierno de la ley, y deben dar el ejemplo: un
buen magisterio presidencial ayuda mucho, lo mismo que una práctica de gobierno
más saneada y transparente. Pero es ilusorio apostar todo a la reforma moral.
El respeto a la ley se construye con el control y la sanción, igual para todos.
Esto depende de la presencia del Estado, en lo grande y en lo chico,
esgrimiendo la ley, hasta que el control cotidiano deje de ser necesario,
porque se ha establecido control social y la costumbre. A la vez, el Estado
puede hacerlo todo. Las asociaciones civiles -las voluntarias y las de
intereses- deben tener la voz y la constancia suficientes como para vigilar,
denunciar, exigir y modificar conductas, del Estado y de la gente. Si todo esto
ocurriera, seguramente seguirá existiendo un peronismo popular, pero mucho
menos transgresor de la ley.
El autor es miembro
de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino.
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