La pasión
y la dicha de escribir
Ray Bradbury y el empeño, la garra y la pasión para escribir. |
Ray
Bradbury (1920-1912) fue uno de los mayores escritores de ciencia-ficción, pero
también incursionó en el género policial y concretó numerosos ensayos. En cada
una de sus obras, se centró siempre en la esencia de la condición humana. Su
manera de encarar ese desafío fue a través de textos cargados de poesía. Así
surgió Crónicas marcianas pero su
relato épico futuro fue, seguramente, Fahrenheit
451. A continuación, un texto del ensayo Zen y el Arte de Escribir.
«The Joy of Writing» [La dicha de escribir]
Garra. Entusiasmo. Cuán raramente se oyen estas palabras. Qué poca
gente vemos que viva o,
para el caso,
crea guiándose por
ellas. Sin embargo, si me pidiesen
que nombrara los elementos más importantes del carácter de un autor, aquello
que da forma a su material y lo impele hacia dónde quiere ir, sólo podría advertirle
que pusiera atención a su garra, que se fijara en su entusiasmo.
Ustedes tienen su lista de autores favoritos. Yo tengo la mía. Dickens,
Twain, Wolfe, Peacock, Shaw, Moliere,
Jonson, Wycherly, Sam
Johnson. Poetas: Gerard Manley Hopkins, Dylan
Thomas, Pope. Pintores: El
Greco, Tintoretto. Músicos: Mozart, Haydn, Ravel,
Johann Strauss (!).
Pensar en estos
nombres es pensar
en garras, apetitos, entusiasmos grandes
o pequeños pero
siempre importantes. Pensar
en Shakespeare y Melville es pensar en truenos, relámpagos,
viento. Todos conocían el gozo de crear
en formas amplias o reducidas, en telas ilimitadas o estrechas. Son los hijos
de los dioses. Sabían divertirse trabajando.
No importaba si
de vez en cuando crear
era difícil, qué tragedias o enfermedades les afectaban la
vida más íntima. Las cosas importantes
son las que nos llegaron de sus manos y sus mentes, y están llenas a reventar
de vigor animal y vitalidad intelectual. Nos transmitieron sus odios y desesperaciones
con una especie de amor.
Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden,
que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el Dios creando a los animales del universo de Tintoretto se
basa en algo
menos que «diversión»
en el sentido más
amplio y más enteramente comprometido?
El mejor jazz
dice: «Voy a vivir siempre;
no creo en la muerte».
La mejor escultura, como la cabeza de Nefertiti, no cesa de repetir: «El
Hermoso estuvo, está y estará aquí para siempre». Cada uno de los hombres que
mencioné atrapó un fragmento del
mercurio de la
vida, lo congeló
para siempre y,
en el ardor
de su creatividad, se
volvió a señalarlo
y exclamar: «¿No es
cierto que es
bueno?». Y era bueno.
¿Qué tiene que ver todo esto con escribir el cuento de nuestra
época? Sólo lo siguiente: si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor,
sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan
ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia,
que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un
escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor,
lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría
más sano. ¿Cuánto hace que no escribe usted una historia que vuelque en el
papel un amor o un odio verdadero? ¿Cuánto que no se atreve a liberar un bien
conservado prejuicio para que sacuda la página como un rayo? ¿Cuáles son
las mejores y las peores cosas de su vida
y cuándo saldrá a susurradas o gritarlas?
¿No sería fabuloso, por ejemplo, tirar al suelo un ejemplar de Harper's Bazaar que ha
estado hojeando en
la consulta del
dentista, saltar a la
máquina de escribir
y desbocarse en carcajadas rabiosas contra ese esnobismo tonto y a veces
vergonzante? Eso mismo hice yo hace unos años. Topé con un número donde los
fotógrafos de Bazaar, con un perverso
sentido de la igualdad, volvían a utilizar nativos de un callejón de Puerto Rico
junto a unas modelos de aspecto famélico que posaban a beneficio de unas aún
más demacradas semimujeres de los mejores salones del país. Tal furia me dieron
esas fotos que, más que ir, me lancé hacia mi máquina y escribí «Sol y sombra»,
la historia de un viejo portorriqueño que le arruina la tarde a un fotógrafo de
Bazaar deslizándose en todas las
fotos y bajándose los pantalones.
Me atrevería a decir que hay algunos de ustedes que hubieran
querido hacerlo. Yo me di el gusto; las limpiadoras secuelas de la risa, el
chillido, la gran carcajada como un relincho. Es probable que los editores de Bazaar no oyeran nada. Pero muchos
lectores oyeron y exclamaron: ¡Vamos, Bazaar, vamos
Bradbury! No reivindico victoria. Pero cuando fui a colgar los
guantes, tenían manchas de sangre.
¿Cuánto hace que no escribe una historia así, por pura indignación?
¿Cuándo fue la última vez que la policía lo paró en su barrio porque tenía
ganas de pasear y tal vez pensar de noche? A mí me sucedió bastantes veces como
para que al fin, irritado, escribiera «El peatón», un cuento sobre una época,
dentro de cincuenta años, en que a un
hombre lo arrestan
y someten a
estudios clínicos porque
insiste en mirar
la realidad no televisada y respirar aire no acondicionado.
Dejando de lado enojos e irritaciones, ¿y los gustos qué? ¿Qué es
lo que más quiere en el mundo? Hablo de las cosas grandes y las chicas. ¿Un
tranvía, un par de zapatillas de
tenis? A éstas
una vez, cuando
éramos niños, nos las
invistieron de magia.
El año pasado publiqué
un cuento sobre
el último viaje
de un niño en un
tranvía que huele
a todas las tormentas del tiempo, un tranvía lleno de asientos de
terciopelo verde musgo y electricidad
azul pero destinado
a que lo
reemplace un prosaico autobús
de olor más práctico.
Otro cuento trataba de
un muchacho que
quería un par
de zapatillas de
tenis nuevas para poder
saltar sobre ríos,
casas y calles, y
hasta arbustos, aceras
y perros. Para él
las zapatillas eran
una corriente de gacelas y
antílopes en el
estío del veld africano. Había allí una energía de ríos
liberados y tormentas veraniegas; no
había nada en el mundo que necesitara tanto como esas zapatillas.
Por consiguiente, sin complicaciones he aquí mi fórmula. ¿Qué es
lo que más quiere usted en el mundo? ¿Qué ama, o qué detesta? Busque un
personaje como usted que quiera algo o no quiera algo con toda el alma. Dele instrucciones
de carrera. Suelte
el disparo. Luego
sígalo tan rápido
como pueda. Llevado por su gran
amor o su odio, el personaje lo precipitará hasta el final de la historia.
La garra y
el entusiasmo de
esa necesidad —y
tanto en el amor
como en el
odio hay garra—, encenderán el
paisaje y elevarán diez grados la temperatura de su máquina de escribir.
Todo esto se dirige sobre todo al escritor que ya ha aprendido su
oficio; es decir, que ha asimilado suficientes útiles gramaticales y
conocimiento literario como para no tropezar cuando quiere
correr. Pero el
consejo también conviene
al principiante, aunque
por razones puramente técnicas tenga que andar con paso inseguro.
Incluso aquí la pasión suele salvar la jornada.
La historia de
cada cuento, entonces,
debería leerse casi
como un informe meteorológico: Caluroso
hoy, refrescando mañana.
Hoy por la
tarde incendie usted
la casa. Mañana vierta fría agua crítica sobre las brasas ardientes.
Para cortar y reescribir ya habrá tiempo mañana. Hoy, ¡estalle, hágase pedazos,
desintégrese! Las otras seis o siete versiones serán toda una tortura. ¿Por qué
no disfrutar pues de la primera, con la esperanza de que su gozo busque y
encuentre en el mundo otros que al leer su cuento también se incendien?
No tiene por qué ser un gran incendio. Un fuego pequeño, acaso la
llama de una vela; el anhelo de un prodigio mecánico como un tranvía o un
prodigio animal como un par de zapatillas
corriendo a lo
conejo por la
hierba de la
madrugada. Fíjese en los
pequeños encantos, encuentre y modele las pequeñas amarguras. Saboréelos en la
boca, pruébelos en la máquina. ¿Cuánto hace que no lee un libro de poesía o se
toma una tarde para uno o
dos ensayos? ¿Ha
leído alguna vez
un número de Geriatrics, publicación oficial de la Sociedad Geriátrica
Americana, una revista dedicada «a la investigación y el estudio clínico de las
enfermedades y procesos de la tercera edad»? ¿Ha visto siquiera algún ejemplar
de What 's New, una
revista publicada en el norte
de Chicago por
los laboratorios Abbot, y que contiene artículos como «El Tubocurarene
para cesáreas» o «El Fenurone en la epilepsia», pero que también incluye poemas
de William Carlos Williams y Archibald
Macleish, cuentos de
Clifton Fadiman y
Leo Rosten e
ilustraciones de John Groth,
Aaron Bohrod, William
Sharp y Russell
Cowles? ¿Absurdo? Tal
vez. Pero hayideas en cualquier lugar, como manzanas
caídas deshaciéndose en la hierba por falta de caminantes con ojo y lengua para
la belleza, sea absurda, horrorosa o refinada.
Gerard Manley Hopkins lo dijo así:
Gloria
a Dios por las cosas variopintas...
por
los cielos bicolores como vacas pías;
por
el lunar rosado en la pecosa trucha esquiva;
las
ascuas en la hoja del castaño; el ala del pinzón;
el
paisaje parcelado y dividido: redil, barbecho y aradío;
por
todos los oficios, aparejos, pertrechos y accesorios.
Por
todo lo adverso, original, sobrio, extraño;
lo
voluble, lo moteado (¿quién sabe cómo?);
lo
rápido, lo lento; lo dulce, lo agrio; lo tenue, lo brillante;
Él
engendra y protege una belleza inmutable:
alabadlo.
Thomas Wolfe se tragó el mundo y vomitó lava. Dickens comió cada
hora de su vida en una mesa diferente. Moliere, para degustar la sociedad, empuñó
un escalpelo, como hicieron Pope y
Shaw. Adonde se mire
en el cosmos literario,
todos los grandes
están atareados en amar y odiar. ¿Ha abandonado usted esta ocupación
básica por obsoleta para su escritura?
Entonces se pierde
una buena diversión.
La diversión de
la ira y el desencanto, de
amar y ser
amado, de conmover
y ser conmovido
por este baile
de máscaras en el
que giramos desde
la cuna hasta
el cementerio. La
vida es corta,
la desdicha segura, la muerte cierta. Pero entre tanto, en su trabajo,
¿por qué no transportar esas
hinchadas vejigas con
las etiquetas de
Garra y Entusiasmo? Con
ellas, en viaje hacia la tumba, yo me propongo azotar a
un espantajo, acariciar el peinado de una linda chica y saludar a un muchacho
subido a un caqui.
Si alguien se me quiere unir, en el Ejército de Coxie hay lugar de
sobra.
«The Joy of Writing» [La dicha de escribir], en Zen & the Art of Writing, Capra
Chapbook Thirteen, Capra Press, 1973.
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