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sábado, 1 de noviembre de 2014

UN TEXTO DE DALTON TRUMBO

Prólogo y agregado de su libro Johnny tomó su fusil.

Dalton Trumbo y su convicción pacifista en el libro Johnny tomó su fusil.
Dalton Trumbo (1905-1976) escribió una de sus novelas más conocidas, Johnny tomó su fusil (Johnny Got His Gun) planteando, definitivamente, su visión en contra de las guerras que envolvieron al mundo en el Siglo XX. Perseguido y denostado por su pacifismo, Trumbo arremetió contra “emplumadas altezas imperiales, dignatarios, mariscales y otros tontos por el estilo” y escribió el guión de su novela la que filmó y convirtió en éxito.

El maccarthysmo lo incluyó entre los más “indeseables” para el sistema luego de que Trumbo escribiera el guión de la película Espartaco, por la que debió declarar ante la Comisión de Actividades Antinorteamericanas. No cejó en su lucha y Johnny tomó su fusil tuvo varias reediciones a las que el autor fue haciendo agregados al prólogo de la publicación original. El libro es de un espanto conmovedor y relata la tragedia de un soldado norteamericano que queda con sus miembros inferiores amputados y parte de su rostro. Leerlo resulta estremecedor.

Johnny Got His Gun – Dalton Trumbo

Prólogo

La I Guerra Mundial comenzó como un festival de verano: todo eran faldas ondulantes y charreteras doradas. Las multitudes vitoreaban desde las aceras mientras emplumadas altezas imperiales, dignatarios, mariscales y otros tontos por el estilo desfilaban por las capitales de Europa a la cabeza de sus resplandecientes legiones.

Fue una temporada de generosidad; una etapa de alardes, bandas musicales, poemas, canciones, inocentes plegarias. Era un agosto palpitante y sin aliento a causa de jóvenes caballeros oficiales que pasaban noches prenupciales con muchachas que abandonarían para siempre. Uno de los regimientos escoceses, en su primera batalla, cruzó la trinchera detrás de cuarenta gaiteros con faldas de tartán, con la única misión de tocar sus instrumentos frente a las ametralladoras.

Más tarde, había nueve millones de cadáveres cuando las bandas de música y los dignatarios emprendieron la fuga, el quejido de las gaitas nunca más volvería a ser el mismo. Fue la última guerra romántica, y quizá, Johnny tomó su fusil, la última novela norteamericana que se escribió sobre ella antes de que se pusiera en marcha un acontecimiento totalmente distinto llamado II Guerra Mundial.

El libro tiene una enigmática historia política. Escrito en 1938, cuando el pacifismo constituía un anatema para la izquierda y para gran parte de los sectores centristas norteamericanos, fue editado en la primavera de 1939 y publicado el 3 de septiembre: diez días después del pacto nazi soviético, a dos días de iniciada la II Guerra Mundial.

Más tarde, Joseph Wharton Lippincott (pensando que estimularía las ventas) sugirió que se vendieran los derechos de publicación al Daily Worker de Nueva York. A partir de entonces, durante meses, el libro fue un factor de unificación para las izquierdas.

Al parecer, después de Pearl Harbor, el tema se volvió tan inadecuado para la época como el chillido de las gaitas. Paul Blanshard, al referirse a la censura militar en The Right to Read (1955), dice: «Se prohibieron algunas pocas revistas extranjeras pro-Eje, además de tres libros, entre ellos la novela pacifista de Dalton Trumbo Johnny Get Your Gun, publicada durante el período del pacto Hitler-Stalin.»

Dado que el señor Blanshard incurrió en lo que espero haya sido un error inconsciente, tanto en lo que se refiere al período de «publicación» del libro cuanto en lo relativo al título con el que se «publicó», no puedo confiar demasiado en su historia de la prohibición. Sin duda, yo no fui informado; recibí numerosas cartas de militares de servicio que lo habían leído en las bibliotecas del Ejército de ultramar; y en 1945, yo mismo encontré un ejemplar en Okinawa, cuando aún se estaba combatiendo.

Sin embargo, si lo habían censurado y yo lo hubiese sabido, creo que no habría protestado en voz alta. Hay momentos en que puede ser necesario que ciertos derechos privados cedan ante las exigencias de un beneficio público más amplio. Sé que se trata de una idea peligrosa y no desearía llevarla demasiado lejos, pero la II Guerra Mundial no fue una guerra romántica.

A medida que el conflicto se profundizaba y Johnny se dejaba de imprimir, la imposibilidad de conseguirlo se convirtió en una reivindicación de los derechos civiles para la extrema derecha norteamericana. Organizaciones pacifistas y grupos de «Madres» de todo el país se inundaron de vehementes cartas solidarias, denunciando a judíos, comunistas, partidarios del New Deal, y banqueros internacionales que habían prohibido mi novela para intimidar a millones de verdaderos norteamericanos que exigían inmediatamente una paz negociadora.

Mis corresponsales, muchos de los cuales usaban papel refinado y remitentes húmedos por el agua de mar de lugares vacacionales y deportivos, poseían una red de comunicaciones que llegaba hasta los campos de detención de internados pro-nazis. Hicieron subir el precio del libro a más de seis dólares el ejemplar usado, lo cual me desagradó por varias razones, una de ellas, fiscal. Proponían una marcha nacional pro-paz inmediata, de la que yo sería el líder; prometieron y llevaron a cabo una campaña de cartas para presionar al editor en favor de una reedición.

Nada podría haberme convencido tan rápidamente de que Johnny era precisamente el tipo de libro que no debía reeditarse hasta que terminara la guerra. Los editores coincidieron en el mismo sentido. Ante la insistencia de algunos amigos convencidos de que las gestiones de mis corresponsales podían ejercer un efecto funesto sobre los esfuerzos empeñados en la guerra, cometí la estupidez de informar al FBI acerca de sus actividades. Pero el interés de una maravillosa y perfecta pareja de investigadores que llegó a mi casa no se centró en las cartas, sino en mí. Tengo la impresión de que dicho interés no se ha disipado y que lo tengo merecido.

Las dos o tres reediciones que aparecieron después de 1945 fueron bien recibidas por las izquierdas en general y, al parecer, completamente ignoradas por el resto del público, inclusive por aquellas apasionadas madres de tiempos de guerra. El libro dejó de imprimirse nuevamente durante la Guerra de Corea.

Decidí entonces comprar las planchas a fin de evitar que fuesen vendidas al gobierno para que las convirtiera en municiones. Y allí es donde termina o comienza la historia.

Al leerlo nuevamente después de tantos años, tuve que resistirme al fuerte deseo que me impulsaba a retocarlo aquí, modificarlo allí, aclarar, corregir, elaborar, retocar. Al fin y al cabo, el libro tiene veinte años menos que yo y yo he cambiado mucho, y él no. ¿O sí?

¿Es posible que haya algo que se resista al cambio, aunque no se trate más que de una simple mercancía que puede ser comprada, enterrada, censurada, maldecida, elogiada o ignorada por razones que siempre suelen ser equivocadas? Probablemente no. Johnny tuvo un significado diferente para tres guerras diferentes. Su significado actual es aquel que le atribuyen sus lectores, y cada lector —felizmente— es distinto de todos los demás y también susceptible de cambios.

Lo he dejado como era para ver cómo es.

Dalton Trumbo
Los Ángeles Marzo 25, 1959

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Agregado: 1970

Once años más tarde. Los números nos han deshumanizado. A la hora del desayuno leemos que 40.000 norteamericanos han muerto en Vietnam. En lugar de vomitar, nos servimos una tostada. Por la mañana, nos sumergimos precipitadamente en las calles atestadas, no para gritar asesinos sino para abalanzarnos sobre el abrevadero antes de que otro engulla nuestra ración.

Una ecuación: 40.000 jóvenes muertos=3.000 toneladas de carne y huesos, 124.000 libras de masa encefálica, 50.000 galones de sangre, 1.840.000 años de vida que no se vivirán, 100.000 niños que jamás nacerán. (En cuanto a esto último, podemos soportarlo: ya hay demasiados niños en el mundo que se mueren de hambre.)

¿Gritamos por la noche cuando estos elementos interfieren en nuestros sueños? No. No soñamos con eso, porque no lo pensamos; y no lo pensamos porque no nos importa. Nos interesan mucho más la ley y el orden; poder transitar sin riesgos por las calles de Estados Unidos. Mientras, convertimos las de Vietnam en cloacas atiborradas de sangre, que volvemos a llenar todos los años cuando obligamos a nuestros hijos a elegir entre una celda aquí o un ataúd allá. «Cada vez que miro la bandera, mis ojos se llenan de lágrimas.» También los míos.

Si para nosotros los muertos no significan nada (excepto el fin de semana correspondiente al Día del Soldado Muerto, en que nadadores, esquiadores, surfers, amantes de pic-nics y campings, cazadores, pescadores, futbolistas, bebedores de cerveza se aglomeran en las rutas nacionales), ¿qué hay de nuestros 300.000 heridos? ¿Alguien sabe dónde están? ¿Cómo se sienten? ¿Cuántos brazos, piernas, orejas, narices, bocas, caras, penes, han perdido? ¿Cuántos han quedado sordos o mudos o ciegos o las tres cosas? ¿Cuántos han sufrido una, dos o tres amputaciones? ¿Cuántos permanecerán inmóviles para el resto de sus días? ¿Cuántos no son más que meros vegetales descerebrados que agotan silenciosamente su aliento y sus vidas en oscuras y secretas habitaciones?

Escribid al Ejército, a la Fuerza Aérea, a la Marina, al Cuerpo de Infantería de Marina, a los Hospitales del Ejército y la Marina, el Director de Ciencias Médicas de la Biblioteca Nacional de Medicina, a la Administración del Veterano, al Despacho del Cirujano General y os asombraréis de vuestra ignorancia. Un organismo informa que desde enero de 1965 ingresaron 726 pacientes destinados al «servicio de amputación». Otro se refiere a unos 3.011 mutilados desde comienzos del año fiscal 1968. Lo demás es silencio.

El Informe Anual de Cirugía General: Estadísticas Médicas del Ejército de los Estados Unidos no se publica desde 1954. La Biblioteca del Congreso informa que la Oficina Militar de Cirugía General para Estadísticas Médicas «no tiene cifras de amputaciones simples o múltiples». O bien el gobierno no les otorga importancia alguna, o bien, como dice un investigador de una de las redes nacionales de televisión, «el militar sabe con certeza cuántas toneladas de bombas han sido arrojadas, pero no está seguro acerca del número de piernas y brazos que han perdido sus hombres».

Si no existen cifras concretas, al menos comenzamos a disponer de cifras comparativas. Vietnam nos ha dejado, proporcionalmente, ocho veces más paralíticos que la II Guerra Mundial, tres veces más incapacitados totales, 5 por ciento más de mutilados. El senador Cranston de California llega a la conclusión de que el 12,4 por ciento de los veteranos de Vietnam que reciben indemnizaciones por heridas sufridas en combate están totalmente incapacitados. Totalmente.

Pero ¿cuántos centenares o millares de muertos-vivientes surgen con exactitud de ese porcentaje? No lo sabemos. No preguntamos. Nos alejamos de ellos; apartamos los ojos, los oídos, la nariz, la boca, el rostro. «Por qué mirar, no es mía la culpa, ¿verdad?» La muerte nos espera también a nosotros. Tenemos un sueño por delante, la más pura de las esperanzas, y es preciso que la busquemos y la encontremos antes de que oscurezca.

Hasta siempre, perdedores. Dios os bendiga. Cuidaos. Nos volveremos a ver.

Dalton Trumbo
Los Ángeles, Enero, 1970


Selección, comentario y traducción: Agensur.info

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