Por Jorge Fernández Díaz |
El kirchnerismo nos trata como imbéciles. Y estoy tentado de
creer que muchas veces tiene razón. El tamaño de la mentira institucional crece
y crece en directa proporción con la pasividad negadora de una parte
considerable de las elites políticas e intelectuales, y también de la sociedad
civil. Las excepciones, aún con ser poblacionalmente numerosas, no hacen más
que confirmar la regla: los argentinos nos acostumbramos a ser necios por
convicción o por conveniencia.
En nuestro país, escándalo despierta bostezo, corrupción produce apatía, camelo convence estúpido y billetera mata galán.
En nuestro país, escándalo despierta bostezo, corrupción produce apatía, camelo convence estúpido y billetera mata galán.
Un pequeño ejemplo de caradurismo oficial y complicidad
silenciosa lo tuvimos esta misma semana, cuando frente a una acusación concreta
de practicar macartismo y marginar de las comitivas oficiales a escritores que
fueron abiertamente críticos del Gobierno, la directora de Asuntos Culturales
de la Cancillería aseguró que la nómina de viajeros a la Feria del Libro de
Guadalajara le había costado al erario 31 millones de pesos y que estaba
pletórica de pluralismo ideológico. También agregó que a pesar de esta fortuna,
no fue posible subir al avión a los eternos marginados, los sancionados por sus
opiniones políticas: Caparrós, Sarlo, Sebreli, Abraham, Asís, Birmajer, Romero,
Kovadloff. Pero que ella se había cerciorado personalmente de que sus libros
volaran a la ciudad mexicana. Qué generosa. Qué progresista este gobierno de
listas negras. Y qué poca solidaridad se ha encontrado entre los escritores
bendecidos y la opinión pública. Detrás del discurso cínico, el kirchnerismo
mantiene su amenaza implícita: hay hijos y entenados; si quieren seguir participando,
a no envalentonarse con el fin de ciclo, porque el que calla gana y el que
fustiga, pierde. Y el que pegue a lo sumo que sepa dónde, compañeros. Siempre
hay que pegar donde no duele.
Esta misma clase de formato -lamentable combinación de
descaro funcional y de indiferencia oportunista-, permitió en su momento que el
movimiento nacional y popular acabara con la pobreza estructural por el simple
método de ocultarla bajo la alfombra del Indec, y que este montaje fuera
consentido por notorias plumas nacionales. Y está logrando ahora que se lleve a
cabo con muy bajos costos una de las mayores operaciones de ocultamiento e
intimidación de la democracia: destruir al magistrado que investiga el posible
lavado de dinero de la familia presidencial, y hacerle creer al pueblo que se
busca terminar con los "jueces de la servilleta". Durante once años
el kirchnerismo mantuvo buenas relaciones con los jueces federales y
últimamente, ya en retirada, se preocupó por juntar denuncias para tenerlos
bajo la espada de Damocles. El truco consiste en que los jueces no molesten al
poder político, y que si lo hacen, queden a tiro de una destitución. Por esa
misma razón, se apuraron a aprobar el nuevo Código Procesal Penal, que faculta
a la patrona de Balcarce 50 para nombrar por interpósita persona un pelotón de
fiscales con la misión de proteger a los propios y atacar a los ajenos. El
cuadro se completa con una escena noir, digna de la Guerra Fría: le ofrecieron
a la oposición un canje de prisioneros. Oyarbide por Bonadio. ¿No es
maravillosa la Argentina?
Para volar en pedazos al instructor de la causa y proteger
al principal sospechoso, se sigue aquel modus operandi del affaire Boudou,
donde se usó información confidencial para decapitar al juez y se lanzaron
denuncias sin fundamentos para destrozar al procurador. También entonces se
habló de golpismo activo, y se realizó en paralelo un desparramo institucional
de proporciones bananeras. La reacción del Gobierno fue mucho más grave incluso
que el hecho de corrupción que se indagaba. Esa irresponsabilidad hubiera
desatado un alboroto gigantesco en cualquier república más o menos civilizada,
incluyendo muy especialmente a nuestras vecinas: Brasil y Chile. Aquí no llamó
mucho la atención, y con el tiempo se fue olvidando. Todo pasa, compañeros,
todo pasa.
La respuesta a la osadía de Bonadio fue similar. El jefe de
Gabinete, con su habitual prudencia republicana y su conocida propensión a los
matices, declaró que todo el Poder Judicial hacía "política partidaria y
corporativa, defendiendo intereses propios y de grupos económicos
concentrados". El secretario de Justicia llamó "pistolero" al
juez, el piquetero oficial propuso dejar clavada la cabeza de Bonadio en una
pica y un senador inclinado al chascarrillo aseveró que en ningún país serio se
allana la empresa de una presidenta. La última defensa admite involuntariamente
algo cierto: éste no es un país serio. Si lo fuera, no se toleraría que el
vicepresidente de la Nación siguiera en su cargo con algunos procesamientos
encima. Ni que la primera mandataria pudiera eludir una explicación clara, en
tiempo y forma, sobre todos sus negocios privados, que a esta altura son
multimillonarios. Tampoco se soportaría que uno de los principales contratistas
del Estado tuviera vínculos comerciales y operaciones inmobiliarias, hoteleras
y crediticias cruzadas con la jefa de esa misma administración pública. Ni que
sus causas se ralentizaran en los tribunales locales y se aceleraran en
Uruguay, Suiza y los Estados Unidos. En naciones más maduras la lentitud
judicial y la promiscuidad económica no caen muy bien; aquí parecen un mal
necesario, una avivada criolla o, a lo sumo, una fatalidad del destino.
La reaparición de Cristina Kirchner tuvo algunas novedades:
advirtió que no se dejará apretar por los buitres, insinuando que no habrá
arreglo con los holdouts a pesar de
que Singer investiga su patrimonio, y sin solución de continuidad apretó a
Bonadio. Lo hizo difundiendo información guardada con celo dentro de la
Inspección General de Justicia y con la intención de embarrar al juez que la
embarró. Como si dijera: soy más inocente si todos estamos en el mismo lodo. La
respuesta de Bonadio fue insinuar que no le cierran los números de las
declaraciones juradas de la Presidenta, de su socio ni de sus hijos. Se las
pidió oficialmente al Gobierno, que pocas horas después sacudió a la opinión
pública divulgando la existencia en un banco suizo de 4040 cuentas de
argentinos sospechados de evasión. ¿Cómo esconder un elefante? Llenando la
cancha de elefantes. Esa misma tarde, el cristinismo dio un paso más: mandó
denunciar a Margarita Stolbizer, una de las legisladoras más valientes de
nuestro Parlamento, por presunto "enriquecimiento ilícito", justo
horas después de que la diputada nacional pidiera públicamente que se reabriera
la histórica causa contra el matrimonio Kirchner que en su momento cerró
Oyarbide, ayer el salvador y hoy el intercambiable.
Toda esta ruidosa impudicia, toda esta guerra desesperada
que transcurre en la gran vidriera nacional, carece sin embargo de un correlato
social consistente. Los descalabros institucionales, las corrupciones
aceptadas, el disciplinamiento feroz, el silencio de muchos intelectuales y el
macartismo son desde hace rato moneda corriente. Hemos perdido la capacidad de
sorpresa y de indignación, y tomamos la anestesia por remedio. ¿Por qué pueden
hacerlo? Porque no pasa nada. ¿Por qué nos tratan como imbéciles? Porque a
veces lo somos. Es triste y doloroso decirlo. Callarlo sería condenar sólo a
los que mandan, engañar a los que tienen esperanzas, crear falsas expectativas
y, por lo tanto, practicar otra forma de la demagogia. Nuestro problema es
mucho más vasto y profundo que el cambalache kirchnerista.
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