Relación entre poesía
y progreso
Por Octavio Paz |
Estas lecturas retrospectivas han provocado en mí emociones
y sentimientos contradictorios: simpatía y repulsión, por el que yo fui;
aprobación y disgusto, por lo que escribí. El asentimiento y la negación
conviven y batallan en mi interior. Así, no puedo ni siquiera juzgarme. No me
condeno ni tampoco me absuelvo. Me limito a verme y, para decir la verdad, a
soportarme.
No obstante, en la medida que puedo ser objetivo, que es muy
pequeña, advierto que cambio y continuidad son dos notas constantes en mis
trabajos poéticos, dos polos, dos extremos contrarios que me han atraído desde
que comencé a escribir. Siempre me ha interesado y, más, me ha apasionado, la
experimentación y la exploración de formas y territorios poéticos poco
conocidos, nuevos. Desde este punto de vista mi poesía se inscribe dentro de la
tradición de la literatura moderna, que es una literatura de exploración y de
invención.
He procurado definir esta tradición en varios trabajos
críticos, especialmente en Los hijos del
limo, un libro que lleva por subtítulo ‘Del Romanticismo a la vanguardia’.
Esa tradición puede caracterizarse como una serie de rupturas con el pasado y
una serie de tentativas por crear un arte nuevo, distinto y único. La antigua
estética se fundaba en la imitación de los modelos de la Antigüedad clásica, la
moderna, desde el siglo XVIII para acá, en la búsqueda de una nueva belleza. Pero
tal vez estamos al final de este periodo y vivimos en el ocaso de la
vanguardia. Sea como sea, en mi caso, la exploración de formas poéticas, de
nuevas formas, ha coincidido siempre con el amor y el cultivo de las formas
tradicionales, del soneto y el endecasílabo, al poema breve en metros cortos.
Pero el cambio y la continuidad no solo se entrelazan en las formas poéticas
que he frecuentado sino también en los temas y en la sustancia misma de lo que
he escrito.
Mi primer libro, Raíz
del hombre, fue, hasta cierto punto, una ruptura con la poesía que se
escribía por aquellos días en México. Pero el sentido peculiar de esta ruptura
se me escapó a mí mismo. En cambio, no se le escapó a Jorge Cuesta, como se ve
en la pequeña nota que dedicó a mi libro. Raíz
del hombre es un libro torpe, lleno de repeticiones, ingenuidades, faltas
de gusto, un libro que me avergüenza haber escrito. Asimismo es un libro que
siento mío, no por lo que dice sino por lo que quiere decir y no llega a decir.
El movimiento que impulsa cada línea no es hacia fuera sino hacia dentro. No es
una búsqueda de nuevas formas, de la novedad, sino una tentativa fallida, es
verdad, por volver a la fuente original primordial. La palabra sangre aparece
en cada poema con una insistencia obsesiva, monótona. Me parecía en esos días
de mi adolescencia una suerte de emblema mágico. El abanico de sus
significaciones se resolvía en una: la sangre designaba para mí el mundo del
origen, el mundo del principio, la vida elemental, la verdadera vida, en suma.
Era una verdadera constelación de significados. Venía, por una parte, del
novelista inglés D. H. Lawrence, que yo leí mucho en mi primera juventud. Venía
también del poeta alemán Novalis para
el que la sangre tiene un valor, una significación mística, a la vez corporal y
espiritual. Confluían con esas ideas las visiones del mundo precolombino,
especialmente la visión azteca con su creencia en la sangre como una sustancia
mágica que ponía en movimiento al cosmos y que era el alimento sagrado de los
dioses. Por último, la palabra, y sus oscuras asociaciones, venía de mí, de la
parte más honda de mi ser. Pronto abandoné esa palabra como un gastado talismán
verbal, pero el subsuelo psíquico en el que, como una verdadera raíz —raíz del
hombre—, se hundía, permaneció intacto. Era y es el fondo, el sustento de mi
poesía, la sustancia que la alimenta.
En uno de mis primeros trabajos críticos Poesía de soledad y poesía de comunión (1942)
vuelvo a este tema aunque desde una perspectiva ligeramente distinta. Comparo
el amor con la poesía y digo: “En el amor, la pareja intenta participar otra
vez en ese estado en el que la muerte y la vida, la necesidad y la
satisfacción, el sueño y el acto, la palabra y la imagen, el tiempo y el
espacio, el fruto y los labios, se confunden en una sola realidad. Los amantes
defienden asustados, cada vez más antiguos y desnudos. Rescatan al animal
humillado y al vegetal somnoliento, que viven en cada uno de nosotros. Y tienen
el presentimiento de la pura energía que mueve al universo y de la inercia en
que se transforma el vértigo de esa energía”. En aquella época yo no había
leído a Breton. Más tarde, me encontré que él dice algo parecido, lo dijo antes
de mí, pero esta coincidencia fue absolutamente una coincidencia.
En otro pasaje del mismo texto de 1942: “El amor es
nostalgia de nuestro origen, oscuro movimiento del hombre hacia su raíz, hacia
su nacimiento. En cada hombre y en cada mujer —diría hoy— están todos los
mundos y, también, todos los tiempos. El amor es la tentativa por volver a la
unidad original o, al menos, por vislumbrarla”. Podría multiplicar las citas,
pero me limitaré a señalar que unos años después, en El laberinto de la soledad reaparece esta idea. Todo en la vida
moderna tiende a hacer de nosotros sus expulsados de la vida, pero también todo
en nuestro interior nos impulsa a volver, a descender al mundo de donde fuimos
arrancados. Si le pedimos al amor que siendo deseo, es hambre de comunión, es
hambre de caer y de morir tanto como de vivir y de nacer, le pedimos al amor
que nos dé un pedazo de vida verdadera, un pedazo de muerte verdadera. Y más
tarde, en El arco y la lira, quizá
con mayor claridad, digo: “El impulso de regreso es la fuerza de gravedad del
amor, la persona amada nos exalta, nos hace salir fuera de nosotros y,
simultáneamente, nos hace volver a nosotros, nos hace volver a ser. La amada
—dice el poeta español Antonio Machado— es una con el amante, no en el término
del proceso erótico, sino en su principio, y acierta doblemente. La amada es
una con el amado y la amada con el amado en dos modos simultáneos, como
presentimiento y como recuerdo: el presentimiento de la unidad deseada es al
mismo tiempo un recuerdo de aquella unidad original perdida, verdadera
subversión del tiempo lineal, lo que recordamos es aquello que presentimos, en
la poesía y en el amor, también en otras experiencias, como las experiencias de
la vida contemplativa, y en estas, quizá con mayor fuerza y nitidez, el hombre
regresa a sí mismo, y ese regreso es una recuperación de la unidad original. No
regresamos a nuestro pobre yo, sino al otro, o mejor dicho, a lo otro”. En
suma, siempre he creído —confieso que hablo de mis creencias y no de mis ideas—
que la conciencia poética es la revelación de nuestra condición original, y que
esa condición no es solo otra situación, como diría un filósofo moderno, un ser
esto o aquello, sino un con estar, un ser con alguien y con algo. Ese algo es
lo que llamamos “el mundo” o “el cosmos” o “el universo”: no aquello en que
estamos sino aquello con lo que estamos. La poesía, una vez más, nos lanza
fuera de nosotros mismos hacia lo desconocido. Es una exploración y una
búsqueda de lo nuevo. Al mismo tiempo, es una vuelta, un recordar, un volver a
ser, un volver al ser.
La segunda sección de Ladera
este se llama ‘Hacia el comienzo’. El título corresponde a las creencias y
preocupaciones que acabo de enunciar. Lo mismo sucede con los poemas. En estos
poemas la vida anterior, en el sentido que Baudelaire daba a esta expresión,
regresa. Es decir, es la vida del comienzo. Pero quizá “vida anterior” es una
expresión imperfecta como lo es “la vida futura”. Ambas expresiones son hijas
del tiempo lineal, sucesivo, en que el ayer está antes del hoy y el hoy antes
del mañana. En el tiempo del amor como en el tiempo de la poesía, por supuesto,
y también y sobre todo, en el tiempo de los contemplativos, participamos en una
verdadera conjunción. Ayer, hoy y mañana se resuelven en una presencia. Durante
un instante o un siglo esta experiencia nos hace ver o vislumbrar, en el cambio
la identidad y la permanencia en el transcurrir. No me extenderé en esta
paradoja porque creo que es realmente indecible, indemostrable. Es un desafío
al lenguaje y a la razón. Solo el arte y la poesía, en contadas ocasiones
pueden expresarlo, pero todos nosotros, sin excepción, aunque casi siempre
hemos olvidado esa experiencia, que generalmente se sitúa en la infancia y en
la adolescencia, hemos vivido por un instante esta conjunción de los tiempos. Y
aquí vale la pena subrayar que se trata de una concepción y una experiencia que
contradicen la concepción central de la época moderna. Desde hace tres siglos,
primero los pueblos de Occidente y ahora el planeta entero creen en la historia
como un avance continuo, salvo unos cuantos grupos marginales dispersos aquí y
allá (por ejemplo, núcleos de supervivientes de los llamados “primitivos” y
grupos de civilizados disidentes decepcionados de los espejismos de las
sociedades modernas), la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos adora el
futuro. Para casi todos nosotros no es el pasado sino el futuro el que será
mejor. En esto coinciden tirios y troyanos, capitalistas y comunistas. El culto
al progreso es la creencia básica del hombre moderno. Esta creencia no sé si llamarla
“subreligión” o “superstición” se opone a una de las tendencias centrales del
hombre, tal como la revelan la poesía, el amor y la contemplación. Se ha
definido al hombre como un animal o un ser que fabrica útiles, Homo faber.
Se le ha definido como un animal racional, como un animal
político, o bien, como un producto de la historia cuya conciencia está
determinada por las fuerzas sociales de producción. Las definiciones son muchas
y casi todas ellas son probablemente ciertas. Ninguna de ellas es además
incompatible con la idea del progreso. Pero el hombre, también, es un ser que
desea y, porque desea, es un ser que imagina. Su imaginar es el presentir. Es
un presentir que es un recordar, que es una exploración de lo desconocido que
es, asimismo, una búsqueda del origen. Pues bien, como ser de deseos, como ser
que desea, como ser que fabrica imágenes de su deseo que son un presentir, que
son también un recordar, el hombre no es un sujeto de progreso sino de regreso.
No quiere ir más allá, sino quiere volver hacia sí mismo. Por eso, frente al
culto público al progreso ha existido, desde el periodo romántico, el culto
secreto, casi clandestino, y contra la corriente, a la poesía. Una de las
heterodoxias del mundo moderno, desde hace dos siglos, ha sido la poesía. La
poesía y el arte sucesivamente expulsados y, después, hipócritamente
consagrados por los poderes sociales.
Otra de las transgresiones de las sociedades modernas ha
sido el amor. Ambos, amor y poesía son experiencias no productivas, son antiproductivas,
y han sido y son negaciones del mundo moderno. Apenas necesito aclarar que yo
llamo “amor” nada tiene que ver con la revolución erótica o con la revolución
sexual. Yo no estoy en contra de la libertad sexual, pero el amor es otra cosa.
El amor no es ni una higiene ni una política. Es amor es un destino, una
vocación, una pasión, como quieran llamarlo ustedes, pero no una pedagogía.
Pero todo ha cambiado. En los últimos años hemos oído muchas voces de alarma
que nos anuncian catástrofes inminentes y universales. Unos denuncian el
excesivo crecimiento de la especie humana y sus previsibles consecuencias,
dictaduras, hambres, guerras; otros nos advierten que los recursos naturales
son limitados como se ve ya en la crisis de los energéticos; otros más hablan
de la contaminación del aire y del agua, del calentamiento excesivo de la
atmósfera o de la amenaza atómica. Lo más notable es que todos estos vaticinios
pesimistas vienen de las universidades y los institutos que hace apenas unos
años, todavía, eran las fortalezas intelectuales de la creencia en un progreso
basado en los avances de la ciencia y la técnica. Hoy la creencia en el
progreso continuo e infinito se bambolea. No digo que sea falsa, digo que se
bambolea. Sus sacerdotes, los científicos y los técnicos han dejado de creer en
esta divinidad abstracta inventada por los filósofos del siglo XVIII y del XIX.
“Pero si dejamos de creer en el progreso, ¿en qué vamos a creer?”, se preguntan
muchos. Aquí los poetas, en el sentido más amplio de la palabra poeta, es
decir, los hacedores de formas y de imágenes, desde los novelistas y escritores
de imaginación hasta los pintores y los músicos, tienen algo que decir. Fueron
los guardianes de un culto clandestino y marginal. Ahora pueden ofrecer una
respuesta al progreso, el regreso. (…)
© El País (España)
Selección: Agensur.info
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