Por Jorge Fernández Díaz |
Para acabar con lo malo miles de españoles parecen
dispuestos a dinamitar lo bueno.
O como dicen los franceses, son capaces de
arrojar al bebe con el agua del baño. Entre los grandes inspiradores de este
malentendido que impulsan nuevos dirigentes y viejos indignados, están el
feudalismo kirchnerista y la revolución bolivariana.
Como todo el mundo sabe,
nada mejor que la Argentina y Venezuela para dar cátedra sobre el combate
contra la corrupción, la lucha contra las castas y, sobre todo, la buena
gestión económica. Durante años la España moderna, ejemplo progresista del
Estado de Bienestar y del respeto por las libertades individuales, fue un faro
para los argentinos. Su sistema bipartidista, imperfecto como toda empresa
humana, pero esencial para la cohesión y el rumbo de cualquier país, le
permitió alcanzar esa gloria que admirábamos desde nuestra eterna impericia
financiera y desde nuestra decadencia institucional de partido único.
Sin comprender del todo que la economía está formada también
por malas rachas, como un niño rico a quien le han rayado el coche y monta en
la histeria de incendiarlo, muchos españoles tienen decidido que el culpable de
sus desgracias no es la economía (estúpido) sino el sistema de partidos
políticos. Ni es el laberinto tiránico del euro (pernicioso cambio fijo) en el
que se metieron alegremente sin medir las consecuencias, sino la democracia tal
y como se concibió en el Pacto de la Moncloa. Para subirse supersticiosa y
sentimentalmente a la novedad, muchos artistas españoles ya han comenzado a
proclamar que todo fue un fraude, y es difícil encontrar ciudadanos públicos
capaces de admitir hoy que con ese sistema aberrante España vivió décadas de
esplendor.
Los conservadores y los socialistas no son, por supuesto,
inocentes del mal momento que atraviesa la Madre Patria. Unos por mediocridad y
los otros por cobardía, y ambos por venalidad escandalosa y endémica, son
responsables de esta crisis y del crecimiento de Podemos, que está al tope de
todas las encuestas. Pero negar los años de bonanza y anatemizar a toda la
política con la palabra "régimen", hace acordar a lo peor del
populismo bananero. Claro, ese discurso demagógico y tajante resulta mucho más
cómodo que entrar en los partidos, dar las batallas internas necesarias y
alumbrar un plan coherente para detener los desahucios, generar empleo y
revitalizar el consumo. Nadie tiene allí un programa creativo y consistente, y
millones de españoles siguen sufriendo.
Miembros de Carta Abierta y dirigentes del cristinismo
(gracias a la mediación de Facundo Firmenich) son consultados por la cúpula de
Podemos. Su líder es un politólogo bienintencionado que se llama Pablo
Iglesias. No se sabe cómo logrará hacer populismo con las arcas vacías, puesto
que España ni siquiera cuenta con soja y petróleo, y tampoco se sabe cómo
Iglesias conseguirá practicar kirchnerismo sin caer en los pecados de su
praxis. Tarde o temprano sus asesores sudamericanos le irán explicando que
hablar de honestidad es de derecha, que para sostener los ideales hay que financiarlos
como sea, que es necesario formar una casta propia para evitar que el enemigo
arme la suya, y que la única manera de librar esta lucha es formando caja,
comprando voluntades, dividiendo al país en pueblo y antipatria, y destruyendo
a los medios de comunicación. Tengamos esperanzas: tal vez Iglesias no escuche
estos cantos de sirena, abandone los libros de Laclau que tanto admira y
finalmente imponga una variante eficaz del estilo democrático europeo. Habrá
que abrirle un crédito y ver qué pasa. Pero lo real es que los argentinos
queríamos subirnos al tren español que nos llevaría a la victoria, y que al
final nos quedamos en esta triste estación de la chapucería nacional. Y que
ahora los españoles quieren imitarnos en el fracaso creyendo absurdamente que
obtuvimos un gran éxito.
Mientras tanto, el ejemplar paraíso del 40% de inflación y
de la marginalidad creciente, nueva plataforma de los narcos y reino impune de
corruptos, gastadores compulsivos y violadores seriales de las reglas, escapa a
todo galope del peligroso bipartidismo. Dicen en el planeta peronista que mis
ideas son crepusculares, y que nuestra sociedad seguirá siendo inmune a una
democracia moderna. Aseveran también que Scioli está eufórico por estas horas,
que tiene un imaginario altar y que prende distintas velas cada día. Lo curioso
es que el Barbudo parece oír sus plegarias.
La primera vela que enciende es para que el radicalismo y
los macristas no lleguen a un acuerdo, ni ahora ni después de las PASO, única
jugada que realmente desvela al afortunado motonauta. Que evalúa como muy
positivas las hemorragias que viene registrando Massa (a quien compara con el
fugaz fenómeno De Narváez), aunque también le prende una vela al hombre de
Tigre para que no se caiga y se mantenga en el terreno, fragmentando en tres
partes a la oposición. El titán naranja piensa que con este escenario puede
ganar en primera vuelta. Pero que en un ballottage está destinado fatalmente a
perder con Macri. También prende velas para que Randazzo le presente pelea
interna: necesita un rival fácil a quien ganarle. Y no le molesta que se
instale la consigna "Scioli al Gobierno, Cristina al poder". Quiere
aprovechar a su favor la imagen positiva que todavía tiene la Presidenta,
aunque todo el mundo sabe en el peronismo dos cosas: el dirigente que se siente
en el sillón de Rivadavia será automáticamente reconocido como el único macho
alfa de la manada. Y tendrá a su disposición los dos objetos preciosos que
terminan convenciendo a todos: la pluma y la chequera.
Cristina pasó de considerarse poco menos que una Evita
rediviva a verse como una especie de Bachelet. Pero Scioli no es Piñera, la
Argentina no es Chile y la Presidenta no es esa socialdemócrata eficiente que
dejará una economía ordenada. Las fantasías del poder se van redimensionando a
golpes de realidad. Scioli le prende una vela a Cristina para que tenga el
mejor año posible (gestionan una ayuda de Brasil), aunque algunos muchachos de
su entorno están convencidos de que finalmente no habrá arreglo con los holdouts,
puesto que la guerra con los buitres le permite a ella sostener su relato épico
y además porque tiene pruritos de quedar escrachada como alguien que cedió al
chantaje de una pesquisa por corrupción. Quizá Singer, en ese sentido, se haya
equivocado al escudriñar los negocios de la familia presidencial: Cristina
puede estar obligada ahora a no dar el brazo a torcer precisamente para no
delatar su miedo y por lo tanto su culpabilidad.
Estas son las últimas delicias del peronismo, que no termina
de comprar a Massa aunque le teme, y que va articulándose detrás de quien
encarna en los sondeos una cierta idea de "cambio con concordia",
gracia que parece inscripta en las beatíficas facciones del gobernador. Hay en
la sociedad una exigencia de bajar el ruido y la lidia, y también de licuar el
narcisismo leninista que tanto Cristina como Lilita encarnan. Igualmente,
admitamos que Carrió pone el dedo en la llaga al advertir que la única chance
de un triunfo en segunda vuelta consiste en construir un frente que borre las
derechas e izquierdas, y que reúna por fin a todo el institucionalismo contra
la oligarquía peronista. Porque esa oligarquía se dispone a un nuevo turno.
Todo, como se verá, bastante lejos de la distinguida democracia europea, que
ahora los españoles quieren kirchnerizar. Oremos para que Dios, que es
argentino, los ilumine.
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