Por J. Valeriano Colque (*) |
Dos años atrás, en la Universidad de Georgetown, en
Washington, la Presidente de la Nación pronunció la frase “si realmente la inflación
fuera del 25 %, el país estallaría por los aires”. Esa frase ha recuperado, por
estos días, una inesperada relevancia.
La frase no estaba fundada en alguna teoría económica o
evidencia empírica.
Su propósito era más modesto (desde lo conceptual, aunque
tal vez más importante desde lo político): justificar que la inflación era
mucho menor que la real. El silogismo era: si con inflación del 25 % la
economía tiene que estallar, no habiendo estallado, la inflación no podía ser
entonces del 25 %.
Pero ocurre que era falsa la premisa inicial, de que con 25
% de inflación la economía necesariamente tiene que estallar. En un contexto de
inflación alta pero estable puede ocurrir que la mayoría de los precios y
salarios se ajusten de manera más o menos proporcionada, evitando los
desequilibrios que una inflación alta pero inestable suele generar. Esto no es
sólo teoría. Ocurrió muchas veces en la historia argentina. Casualmente,
mientras la Presidente formulaba aquella frase, la inflación era del 25 %
anual, y hacía tiempo que estaba estabilizada en ese nivel.
Con salarios que le seguían el ritmo a la inflación (de
hecho, el año previo, en medio de las elecciones presidenciales, las encuestas
mostraban cómo la inflación no era una de las principales preocupaciones de la
opinión pública) y variables cambiarias que permitían conservar competitividad
(por combinación de subas del tipo de cambio acá y caídas de tipo de cambio en
socios comerciales como Brasil), la economía funcionaba relativamente bien. Al
menos, sin estallido, tal como observaba la Presidente.
Todo eso estaba comenzando a cambiar casualmente mientras la
Presidente formulaba aquella frase. Se iniciaba un incipiente problema de
atraso cambiario, mientras Brasil comenzaba a subir su tipo de cambio, la situación
se estaba agravando por las restricciones a las importaciones y a la compra de
dólares en general, y luego todo se complicó cuando la inflación se aceleró y
empezó a caer el poder adquisitivo de los salarios.
Aun en este contexto de deterioro económico, utilizar hoy
aquella frase para pronosticar un estallido económico, como si fuera cierto que
con inflación del 25 % la economía necesariamente tendría que estallar, y más
aún entonces con una inflación del 40 %, como planteó Luis Barrionuevo, es sólo
una chicana política. De lo contrario estaría tomándose por cierta una premisa
falsa. La realidad es que, a pesar de la alta inflación, no está garantizado,
ni siquiera hoy, afortunadamente, un estallido económico.
Lo que no implica desconocer, por supuesto, que la economía
está en una situación muy delicada, y con alta probabilidad de continuar
deteriorándose durante el año próximo.
Consciente de lo delicado del momento actual, la dirigencia
política, en lugar de chicanear con aquella frase de la Presidente, tal vez
tendría que pensar tres tipos de acciones complementarias:
a.- Cómo
contribuir a evitar un estallido económico y social innecesario.
b.- Cómo
contribuir a reordenar la economía aprovechando la oportunidad que brindará el
próximo cambio de gobierno.
c.- Cómo hacer
que estos desastres económicos, que vienen ocurriendo hace más de 40 años,
queden definitivamente en el pasado.
Difícilmente pueda exagerarse esto último. Mientras sigamos
dándole a cada Presidente total discrecionalidad para que haga lo que quiera
con el Banco Central, el gasto público y la deuda, seguiremos sufriendo los
desastres económicos que hemos sufrido en los últimos 40 años.
Imponer límites a la
discrecionalidad
Este año hemos tenido alta inflación, caída generalizada de la
actividad económica, varias cotizaciones del dólar, alto nivel de pobreza.
No es la primera vez que ocurre. Las crisis económicas han
sido una constante en la economía argentina de las últimas décadas. Durante los
últimos 45 años, economías estables como la australiana han tenido sólo dos
recesiones. Argentina va por la décima. Pocos países han tenido alguna vez
hiperinflación o deflación, dos enfermedades económicas muy agresivas pero
infrecuentes. Argentina tuvo ambas en el término de sólo 10 años
(hiperinflación en 1989 y 1990 y deflación entre 1999 y 2001).
Desde la recuperación de la democracia, Argentina nunca tuvo
menos de 16 % de pobreza, y en general tuvo, y tiene, niveles de pobreza muy
altos, por efecto de la inflación, el desempleo, o por ambos a la vez. Estos
desastres macroeconómicos no salen gratis. 100 años atrás Argentina formaba
parte del lote de países de mayor ingreso per capital del mundo, y hoy integra
un amplio grupo de países de ingresos medios. Con la evolución del ingreso per
cápita de Argentina, Australia y Canadá, los tres fueron semejantes hasta la
década del 30, y cómo Argentina quedó atrás desde entonces.
Frente a esta historia de fracasos económicos, muchos
argentinos creen que esto es consecuencia de que sistemáticamente elegimos mal
a nuestros gobernantes, ya que todos ellos, independientemente de su ideología
y pertenencia partidaria, terminan produciendo similares desastres económicos.
Y creen que si siempre elegimos mal, el problema tiene que estar entonces en la
sociedad. Ignorante, amante del populismo y la dádiva, corrupta, o cosas por el
estilo.
Se trata de una creencia extremadamente negativa. A fin de
cuentas, si el problema es la sociedad argentina, no hay solución. Seguiremos
sufriendo siempre desastres económicos. Pero afortunadamente se trata de una
creencia equivocada. Argentina está repleta de gente extremadamente talentosa,
inteligente, trabajadora, honesta. Cansada de los desastres económicos y la
decadencia social.
La ciencia económica está logrando explicar este tipo de
historias de fracasos sistemáticos. Sin culpar a la cultura del país. Poniendo
el foco en las instituciones. Puede parecer abstracto, pero es bien concreto.
Imaginemos un país que elige presidente dándole las
siguientes reglas:
1.- Mandato de
cuatro años, con opción a cuatro años más y la posibilidad de reelección indefinida
si logra una reforma constitucional justificada con el argumento de que sin
reelección se proscribe a quien venía gobernando.
2.- Banco Central
a disposición para uso sin límites, para tomar sus reservas y emitir todo el
dinero que desee, pudiendo así financiar cualquier déficit fiscal.
3.- Política fiscal a disposición mediante leyes de
emergencia económica y otras formas de delegación de facultades legislativas
para gastar sin límites, pudiendo incluso dibujar el Presupuesto sin necesidad
de cumplirlo.
4.- Gestión de la
deuda pública a disposición, sin límites, para emitir toda la deuda que desee
o, incluso, para entrar en default.
5.- Posibilidad
de contar con mayoría en el Consejo de la Magistratura, para designar o remover
jueces a discreción.
6.- Mecanismos
para condicionar a la prensa.
Con esas reglas, no es razonable esperar un manejo prudente
de las políticas económicas. Los desastres económicos estarán prácticamente
garantizados. Por eso gran parte del mundo aprendió que el secreto para el
desarrollo económico y la prosperidad no está en elegir a los gobernantes más
lúcidos, honestos y capaces (si se logra dar con ellos, mejor), sino en imponer
límites a su discrecionalidad para que, aun eligiendo mal, la economía esté a
salvo de desastres.
Por eso las limitaciones constitucionales a las
reelecciones, la independencia de los bancos centrales, los mecanismos y reglas
para limitar la discrecionalidad en las decisiones vinculadas a gasto público,
impuestos y déficit fiscal, la independencia de la justica, la libertad de
prensa. Cuando no se cuenta con este tipo de instituciones, el problema es cómo
conseguirlas, cuando quienes tienen que realizar los cambios necesarios son
quienes se benefician al no hacerlo.
Para superar esta dificultad hay que dejar de lado la
hipótesis de que somos una sociedad ignorante, amante de populismos y dádivas y
corrupta. Y concentrarnos en cómo lograr instituciones, es decir, reglas de
juego, virtuosas, que favorezcan el progreso económico y social, como existen
en gran parte del mundo.
Al menos allí donde los ciudadanos pueden preocuparse menos
por la economía y ocuparse más de las cosas verdaderamente importantes.
20 años violando la
Constitución Nacional
A 20 años de aquella nueva Carta Magna, son todavía muchos los
deberes que nos quedan: los partidos políticos–lejos de consolidarse–, se hacen
y deshacen a imagen de los caudillos de turno, el régimen presidencialista no
se atenuó con el jefe de Gabinete y el Congreso está lejos de ser una entidad
prestigiosa y generadora de políticas públicas consensuadas.
Si bien se avanzó en la modernización de otras instituciones,
quedó pendiente y casi atascada para siempre la indispensable nueva ley de
coparticipación que generaría un nuevo mapa de reparto de recursos, federalizando
“en la caja” un sistema que en impuestos es mayoritariamente unitario.
En efecto, desde 1994 (año de la reforma) a la fecha, la
cosa, en vez de mejorar, empeoró: durante el segundo período de Menem, 37,9 %
de los recursos públicos nacionales iban a las provincias, de los cuales 32
puntos porcentuales se dirigían por mecanismos automáticos y 5,9 por mecanismos
no automáticos.
¿Y ahora? Tras los largos 11 años del kirchnerismo, el
reparto se concentró un poco más: en el período 2010-2014, el 35,8 % de los
recursos nacionales van a las provincias, de los cuales 26,7 puntos son
automáticos y 9,1 no automáticos.
Resumiendo: aunque los ingresos públicos crecieron
enormemente y la presión fiscal es récord, las provincias reciben cada vez
menos del total y lo hacen cada vez más con mecanismos discrecionales y no
automáticos.
Menem (riojano), De la Rúa (cordobés) y los Kirchner
(patagónicos)... Extrañamente, ninguno de estos gobiernos fue presidido por
porteños, pero concentró recursos en torno de la Casa Rosada por la simple
lógica de que así se construye poder en Argentina.
Empantanados en una cláusula que obliga a un consenso de
gobernadores que resulta inviable en la práctica política, los dirigentes
argentinos de todos los partidos y pensa¬mientos llevan 20 años violando la
Constitución Nacional, que establecía un plazo de un año para una ley federal
de impuestos. Hay mucho para decir y ganar de un sistema más federal, que
acerque más los recursos públicos a quienes ejecutan el gasto, en vez de
centralizar dineros en Buenos Aires que luego llegan drenados de burocracia,
corrupción y politiquería.
En vistas al nuevo recambio presidencial en 2015, consolaría
aunque sea un poco escuchar una voz en este sentido. Más que una ley, sería un
ejercicio de repensar y repriorizar la ejecución del enorme gasto público para
los próximos 50 años.
Sensación bipolar
Los argentinos vivimos una sensación bipolar. Festejamos la
primavera, pero la economía atraviesa el largo “invierno” que comenzó en el
cuarto trimestre de 2013.
Vamos por un tobogán: la industria cayó 6,1 % a nivel país
en agosto, 3,3 % en el año. Menos actividad genera problemas de empleo. La
industria del calzado perdió en Córdoba 400 operarios este año, mientras que
hay 300 puestos menos en las agencias de viaje, de acuerdo a datos sectoriales.
La mitad de los argentinos espera una inflación del 35 %,
según la encuesta de la Universidad Torcuato Di Tella. El promedio da 41,5 %.
La “Inflación Congreso” de los últimos 12 meses fue de 40,7 %;
www.inflacionverdadera.com midió 38,9 %.
La economía caería 1,5 a 2,5 % en 2014, pero aún no hay piso
para la caída. Otros, calculan entre 2 y 3 %.
¿Por qué hay inflación si la economía cae, y por ende los
precios deberían bajar al intentar industriales y comerciantes vender más?
Porque las cuentas del Gobierno nacional son un desastre. En los primeros siete
meses, el déficit alcanzó a 99.317 millones. En parte se cubrió con aportes del
Banco Central, Anses y Pami por 60.847 millones. ¿El resto? Emisión pura.
Ese excedente de pesos no es atendido con una mayor
producción (en realidad la oferta es menor) ni por importaciones (casi
cerradas), por lo que el ajuste se produce por precios (inflación).
Sin una tasa atractiva, los pesos terminan en el dólar, mal
que le pese al jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, quien sostiene que la
confianza en el Gobierno no se mide por el dólar blue, sino por el fuerte aumento de la Bolsa. Es lo mismo: los
índices bursátiles aumentan por las operaciones con bonos dolarizados. Se
compran bonos en pesos, que luego se convierten en dólares físicos (“contado
con liqui”, por caso, con un valor cercano a los 14 pesos); el blue llegó a 16 pesos: 43 % en el año.
Para colmo, desde el Norte llegan malas noticias.
1.- La Corte de
Apelaciones rechazó el pedido del Citi y del Gobierno de pagarles a los
bonistas que no están bajo jurisdicción norteamericana. El juez Thomas Griesa
debe decidir qué hará con los fondos retenidos en Nueva York. El default se produjo,
y con él, los problemas.
2.- La soja
cotiza a 360 dólares en Chicago para mayo de 2015 (cosecha en la Argentina).
Esa baja, junto con la del maíz y otros granos, implica que el complejo
agroindustrial aportaría 3.200 millones de dólares menos el próximo año.
El aumento de la brecha entre el dólar oficial (8,43) y el blue roza el 50 %. Otra “devaluación
como la de enero” no solucionará la falta de confianza ni la carencia de un
plan antiinflacionario, que sigue siendo menoscabado por Axel Kicillof y sus
aplaudidores profesionales.
(*) Economista
(*) Economista
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