Por Guillermo Piro |
Pietro Schiaffino desperdició los mejores años de su vida
leyendo las mejores obras de los arqueólogos que a su vez desperdiciaron su
vida escribiendo obras académicas con el único fin de transformarse en
arqueólogos conocidos, respetados, admirados y, por lo tanto, odiados y
contrariados, objetados y refutados por sus contemporáneos.
Pedro consiguió
sacar a la luz dos yacimientos arqueológicos importantes, uno en el Himalaya,
donde encontró un oasis precambriano que parece haber sido habitado por los primeros
seres humanos del planeta, y otro en la Puna, donde desenterró seis esqueletos
con visibles rastros de haber sido sacrificados, enterrados de pie bajo la
entrada de sus casas. También reconstruyó un pirámide inca en Perú, a 3.300
metros de altura. Todo esto le valió el reconocimiento esperado, pero nada lo
reconforta. Perdió la poca fe que tenía en la ciencia, todo lo hecho le parece
inútil, está triste, apesadumbrado; llora todo el día, hubiera deseado ocuparse
de otra cosa. Lo cierto es que ya no cree en absoluto en la utilidad de
desenterrar nada; siente que sí, que la cosa lo divertía, pero que en realidad
nadie se interesa por nada y que todo el esfuerzo y el dinero gastado no
valieron la pena. ¿Qué es, después de todo, una ruina que vuelve a sentir sobre
sus piedras el roce del viento helado? ¿Por qué los antiguos elegían lugares
tan fríos y elevados para alzar sus viviendas y construir sus amargas vidas? Y
sobre todo: ¿por qué sus vidas eran tan, pero tan amargas?
Pedro abandonó la arqueología. O eso dice. No vive mal: ganó
suficiente dinero en estos últimos años que le permiten pasarla bien, él, su
mujer y sus dos hijos. Dejó de dar conferencias, pero a veces una universidad
norteamericana lo tienta ofreciéndole una sustanciosa suma de dólares y allí
va, disfrazado de arqueólogo otra vez a contar sus experiencias y teorías. La
cosa lo aburre enormemente, pero lo tranquiliza volver a casa con dinero
contante y sonante. Pero no cree en lo que dice, le provocan ternura los
alumnos que toman pormenorizada nota de las estupideces que dice. Siente que
los está engañando, y descubre un extraño e inédito placer en ese engaño.
Como no se resigna a olvidar todo de todas las teorías
aprendidas, decidió utilizar el gran jardín del fondo de su casa para dejar pistas
arqueológicas falsas para los arqueólogos del futuro: cáscaras de naranja
metidas dentro de relojes a péndulo, vasos repletos de piedras traídas de
lugares remotos, cuencos de barro cocidos por él en el horno de su casa que
hizo pintar por sus hijos con monigotes ridículos, vasijas de cerámica
decoradas con guardas eróticas –pero esas pintadas por él y su esposa–, tejas
rotas, hondas, gubias, un revólver oxidado que encontró en el desván de su casa
y que perteneció a su abuelo, y hasta lo que quedaba de un viejo automóvil NSU
Prinz modelo 61, que también perteneció a su abuelo.
Las entierra en cualquier sitio, sin un diseño
predeterminado, con la esperanza de darles mucho trabajo y suficientes dolores
de cabeza a los arqueólogos del futuro.
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