Por Jorge Fernández Díaz |
Una posible secuela cinematográfica de los exitosos relatos
salvajes podría comenzar con un hidalgo atildado, pacífico y gentil, respetuoso
a ultranza de la norma y cultor de una caballerosidad sincera que, de pronto,
toma un micrófono, abandona su tono medido y lanza rayos y centellas por la
boca. Dicho en términos prosaicos: al hombre se le suelta la cadena.
Su hija
llora de emoción en una butaca y el auditorio, donde destacan algunos
empresarios que han convalidado hasta ayer nomás con su silencio y cobardía la
catástrofe que el hidalgo denuncia, lo aplaude esta vez de pie y lo ovaciona.
Damián Szifron debería tomar nota de algunos detalles más. Este hombre es un
constitucionalista culto y prestigioso, ha dedicado su vida a intentar que la
ley y la república se cumplan en la Argentina y, desde hace once años, es
despertado por las radios y los diarios con una misma pregunta: ¿esta medida del
Gobierno es constitucional? ¿Y esta otra?
Cincuenta veces por año el hidalgo, que es además una
persona independiente y honesta, en el fondo un ingenuo dentro de una nación de
barracudas y filibusteros, estudia fríamente cada caso y descubre que no pasa
una semana sin que se incumpla o se viole la Carta Magna, las legislaciones
fundamentales, los tratados internacionales, y los principios de legalidad y de
separación de poderes. Son cerca de seiscientas infracciones graves que han
modificado el disco rígido de la democracia moderna, y que constituyen lisa y
llanamente un cambio de régimen. Un crimen institucional horroroso que se ha
perpetrado paulatina y silenciosamente a la vista de una sociedad que prefiere
dormir la siesta mientras el hidalgo está despierto y engullendo veneno en
dosis de espanto.
Son cerca de seiscientas infracciones graves que han
modificado el disco rígido de la democracia moderna, y que constituyen lisa y
llanamente un cambio de régimen
El relato podría comenzar cuando este estudioso del Derecho
se dirige en remise hacia Mar del Plata y escucha la larga cadena nacional en
la que la Presidenta de la Nación anuncia su proyecto de Código Procesal Penal
y roza conceptos de la ultraderecha, como la deportación de extranjeros y la conmoción
social. El jurista trata de entender a fondo el mensaje oficial y llega a la
conclusión de que ella no comprende su propio texto. Y entonces mete la pata:
piensa que con ese nivel no puede haberse recibido de abogada, recuerda
insistentes rumores que hay al respecto en el mundo de la política y siente la
tentación de preguntar públicamente por qué no muestra el diploma. Todo su
discurso fue racional y estructurado, pero tuvo ese breve y fallido momento de
improvisación. Hay fuertes indicios de que la jefa del Estado se recibió
efectivamente de abogada, aunque su título sigue sin aparecer. En un país
trucho, donde casi todo se adultera y donde un gobierno se puede dar el lujo
impune de la mentira y del secretismo, cualquier cosa puede suceder y cualquier
hecho genera dudas. Todos cometimos errores: el hidalgo porque en un arrebato
final fue imprudente; los periodistas porque titulamos con ese asunto
espectacular, pero menor, y no le dimos relevancia a su articulada denuncia
general de fondo, y los militantes estatales porque trabajaron sobre ese yerro
para desprestigiarlo e irónicamente (justo ellos) para cristalizarlo como una
persona desbordada y, por lo tanto, delirante. Lo central, sin embargo, no es
que Daniel Sabsay haya patinado con un pequeño error en su justa y larga
catarsis de la impotencia, ni que Cristina Kirchner se haya o no recibido de
abogada, sino que este proyecto político termine siendo el caballo de Troya de
la democracia, que la sociedad sea mayoritariamente indolente ante semejante metamorfosis
y que al cabo del ciclo los argentinos debamos enfrentar la dura realidad de
una tierra jurídica arrasada.
En un país trucho, donde casi todo se adultera y donde un
gobierno se puede dar el lujo impune de la mentira y del secretismo, cualquier
cosa puede suceder y cualquier hecho genera dudas
El kirchnerismo se defiende de esta acusación con un doble
argumento: por un lado, se enorgullece discretamente de haber modificado los
cimientos sin la ayuda de los demás sectores representativos del pueblo y, por
otra parte, asegura que el mero sufragio y la obediencia mecánica de su tropa
en el Congreso vuelve legal toda esta monumental maniobra. No reconoce, en
suma, la diferencia entre legalidad y legitimidad. Y este punto también inspira
otro relato salvaje. Que los guionistas tomen nota. Un vecino de buenos modales
alquila una casa chorizo. En el contrato se estipula que no puede utilizarla
para medios comerciales ni realizarle reformas, pero el inquilino comienza a
actuar como si fuera el dueño y pone en el garaje una agencia de lotería, tira
abajo varias paredes, abre ventanas, construye salas y clausura baños. El
verdadero propietario peca al principio de perezoso e indiferente, y cuando
quiere acordarse, su vivienda se ha transformado por completo y quien se la ha
rentado se niega a hacerle caso: ni un paso atrás, son obras irreversibles. El
vecino de buenos modales de repente los ha perdido, y ésta es ahora una casa
tomada. A regañadientes y obligado, la entregará a su tiempo, aunque, por
supuesto, no la dejará en buenas condiciones, dado que íntimamente siente
irritación por tener que irse y concibe al dueño como un imbécil y como
intruso.
Resulta facilista, a estas alturas, fustigar al cristinismo
por practicar una desmesura fundacional y por ser propenso a tomar el Estado
como su propiedad privada. ¿Se le podría haber pedido otra actitud a un
movimiento que vino a instalar el feudalismo? El núcleo real del conflicto es
que los políticos de la oposición, los encuestadores e incluso los periodistas
eluden como si fuera un tabú la complicidad pasiva de la gente frente a la
mayor falsificación de la democracia que supimos fundar en 1983, luego de
tantos años de negras dictaduras. La culpable no es Cristina, sino quienes, con
su analfabetismo cívico, su relativización ética, su desaprensión republicana y
su irresponsabilidad económica, le dieron un cheque en blanco. El punto no es,
en consecuencia, que el kirchnerismo pueda arrasar con las reglas, sino que
haya un robusto segmento popular dispuesto a acompañar esa decisión con su
desidia. El historiador Luis Alberto Romero lo puso con todas las letras esta
semana: "Una sociedad acostumbrada a vivir al margen de la ley, a ignorar
las normas incómodas y a buscar la excepción personal prefiere una fuerza política
cuyos principios no excluya semejantes prácticas escribió. Si hipotéticamente
alguien acabara con el peronismo, con seguridad su lugar sería ocupado por una
fuerza similar".
En ese nuevo país, es posible que un gobierno pierda por
negligencia un juicio con los holdouts, convierta esa inoperancia en una
batalla antiimperialista y suba, por lo tanto, en las encuestas, se dedique a
vapulear públicamente al presidente de los Estados Unidos sabiendo que éste
nada podía hacer, mande sancionar leyes para luchar contra los buitres, se
prepare para derogarlas, disponga las cosas para arreglar económicamente con el
enemigo, y arme para marzo el anuncio de que el entuerto ha sido solucionado, y
de manera heroica: por el conocido método de pagarles a las aves siniestras,
que están investigando los negocios de la familia presidencial, todo lo que
piden. La secuencia muestra impericia gestionaria y brillantez política. Y una
profunda inacción del colectivo. Parafraseando al asesor de Clinton: es la
sociedad, estúpido. La misma que hibernó durante una década, mientras Sabsay
amasaba su insomnio, su estupor y su bronca. Pero este atildado ingenuo, que
tuvo su día de furia, cree sinceramente que la ciudadanía se está despertando
ahora de ese coma profundo. ¿Será cierto?
Nota relacionada: Una sociedad que todavía elige la transgresión peronista
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